China y el futuro del mundo
En el umbral del nuevo milenio, muchos proclamaron que este sería el siglo de China. ¿Respaldan los acontecimientos mundiales actuales esta predicción? Esta es una pregunta que desafía una respuesta fácil.
Para los occidentales, mil novecientos ochenta y nueve fue un año de gran esperanza. Cayó el Muro de Berlín, el poder de la Unión Soviética se fue desintegrando rápidamente y, por primera vez en años, se celebraron elecciones democráticas libres en Brasil y en Chile. Mientras tanto, en Pekín, la protesta en la plaza de Tiananmen —donde miles de jóvenes chinos se manifestaron en contra de su gobierno comunista bajo la inanimada mirada de la apresuradamente esculpida «Diosa de la Democracia»— parecía ser parte del mismo movimiento. La protesta fue dura y brutalmente reprimida, pero para muchos significó claramente que este era el comienzo de la difusión de los valores democráticos occidentales también en China.
El politólogo Francis Fukuyama así lo veía. En su notable ensayo de 1989, titulado ¿El fin de la historia?, afirmaba: «el triunfo de Occidente, o de la idea occidental, es evidente, en primer lugar, en el total agotamiento de alternativas sistemáticas viables al liberalismo occidental». Y decía también —en relación con los estudiantes chinos— que «cuesta creer que… se conformarán con que China sea el único país de Asia no afectado por la mayor tendencia democratizadora».
Fukuyama vislumbraba que China (junto con el resto del mundo) seguiría progresivamente en pos de la sombra democrática de Occidente. Sin embargo, China tenía otras ideas. Tal como señalan los editores de Mao’s Invisible Hand (La mano invisible de Mao), «China no ha tomado el camino anticipado por los sociólogos de Occidente y deseado por las sociedades occidentales». Según el estudiante de posgrado Liu Yang, la postura local es bastante diferente. «Sí, sin democracia —dice—, todavía podemos gozar de la buena vida, ¿por qué deberíamos escoger la democracia?» (citado en La Edad de la ambición: Persiguiendo la fortuna, la verdad, y la fe en la nueva China). Su nación está tomando un camino diferente y está prosperando en él. La economía de China ocupa el segundo lugar en el mundo y actualmente está creciendo a un ritmo dos veces más rápido que las de Estados Unidos, Alemania y Japón; y lo está haciendo sin democracia. Explicar esto requiere algo más que el modelo de Fukuyama; uno que es mucho más complejo y perturbador para los observadores occidentales.
Para el académico Martin Jacques, «China está cambiando el mundo literalmente, ante nuestros propios ojos, llevándolo a terrenos completamente desconocidos». Según señala en Cuando China domine el mundo, «Occidente se ha autocalificado como universal, modelo incuestionable y ejemplo a seguir por todos; en el futuro, será solo una de varias —incluso de muchas— posibilidades». Es una predicción osada pero, por desconcertante que sus palabras suenen a nuestros oídos occidentales, no es de extrañar en absoluto. Según Jacques, «Entender a China será uno de los grandes desafíos del siglo XXI».
Para llegar a esa comprensión se requiere analizar el país en sus propios términos.
Las raíces profundas de China
Para sorpresa de Fukuyama y otros, China no se interesa en meramente imitar los modelos occidentales. El periodista Evan Osnos, ganador del Premio Pulitzer, nota que en años recientes «la elite joven de China ha resurgido no en pos de una democracia liberal, sino en defensa del nombre de China». En otras palabras, el resurgimiento de China no obedece al deseo de imitar a Occidente. En vez de ello, su gente defiende y promueve su propia identidad cultural, identidad que en Occidente pocos comprenden.
La identidad de China es de marcado carácter histórico. Jacques cita las palabras del erudito chino Jin Guantao, quien sostiene que «el único modo de existencia [de China] consiste en revivir el pasado. Dentro de esta cultura no hay ningún mecanismo aceptable para que el individuo chino confronte el presente sin recurrir a la inspiración y la fuerza de la tradición». Esta manera de pensar es ajena a la occidental, que se inclina más a favorecer la innovación, la juventud y lo «nuevo». Por otra parte, Occidente prácticamente desconoce la personalidad histórica profundamente arraigada que sustenta a China.
«Cuando hablan de resultados, los estadounidenses a menudo emplean el vocabulario de absolutos morales: “valores universales”. Cómo actúa China mundialmente depende del contexto y de sus propios intereses».
La civilización china es antigua y, en opinión de los nativos, se sitúa al margen de la agitación del cambio de régimen y de la sucesión dinástica. Jacques señala que cuando «los chinos usan el término “China”, normalmente no se refieren tanto al país o a la nación como a la civilización china: su historia, las dinastías, Confucio, las formas de pensar, la función del gobierno, las relaciones y las costumbres, la guanxi (la red de conexiones personales), la familia, la piedad filial, la veneración ancestral, los valores y la filosofía distintiva». Estas son características de pensamiento y acción, y como manera de definir a la gente difieren bastante de las perspectivas occidentales. Desde el tercer milenio antes de la era cristiana China ha sido gobernada por alrededor de veinte (dependiendo de cómo se las cuente) dinastías imperiales; en 1912 se convirtió en república, la cual duró hasta 1949, cuando asumió al poder el Partido Comunista de China (PCC). Con todo, los chinos aún se refieren a su civilización como continua, con duración de varios milenios. Este tipo de perspectiva relega a segundo plano incluso lo sufrido bajo Mao Zedong. De hecho, el erudito Jae Ho Chung sugiere que «las características de la dinastía china pueden, a la larga, eclipsar las del régimen comunista».
No obstante, cuando los chinos hablan de defender el nombre de su país, mayormente se refieren a un momento histórico más moderno. Aunque no tuvo el mismo alcance imperial que sus homólogos europeos, en el siglo XVIII China fue la economía más importante del mundo, y Pekín, la ciudad más grande del mundo. Se estima que por entonces la nación contaba con un tercio de la riqueza mundial.
Sin embargo, los años siguientes sacudieron sus cimientos a tal punto que esa era se conoce como bainian guochi o el «Siglo de la Humillación». Primero, China fue derrotada por Gran Bretaña en la Primera Guerra del Opio (1839–42); luego, conmocionada por cuatro prolongadas revueltas localizadas: dos rebeliones musulmanas, una en Yunnan (1855–73) y otra en el noroeste (1862–73), la insurrección de Taiping (1850–64) y la rebelión de Nian (1853–68). También sufrió pérdidas militares en manos de los británicos y los franceses en la Segunda Guerra del Opio (1856–60), a favor de los franceses en Indochina (1884–85) y, lo aún más humillante, bajo el dominio de sus vecinos en las guerras sino-japonesas (1894–95 y 1937–45). A causa de esto y de una serie de acuerdos perjudiciales conocidos como Tratados Desiguales, China perdió el control de Hong Kong, Corea, Indochina y Taiwan, como también la soberanía de muchos de sus puertos marítimos. En 1900, la rebelión de los bóxers trajo la ocupación militar extranjera a Pekín, y en 1931, Japón invadió y ocupó grandes zonas de Manchuria. Esta serie de reveses marcó el fin de las dinastías imperiales chinas, la erosión de su independencia y, sobre todo, daño a su orgullo.
El Siglo de la Humillación fue tan crucial para la identidad china como la Revolución Francesa, la Revolución de las Trece Colonias en América del Norte o el Imperio Británico para sus respectivas identidades nacionales. Para China, la humillación sufrida constituye un ímpetu primordial, un desequilibrio patente, un error que hay que corregir. Desde esta perspectiva, el deseo de la nación china de volver a la preeminencia mundial no es de extrañar. A los ojos de muchos de sus nacionales significa el regreso a su lugar natural.
Una nación transformada
El modo en que China se recuperó tan extraordinariamente dejó atónitos a economistas y sociólogos del mundo entero. A la muerte de Mao en 1976, el país se había venido abajo a causa de sus depuraciones ideológicas, culto a la personalidad y políticas económicas fallidas. Era una nación decrépita y atrasada; pero lo que siguió la catapultó, arrancándola de su pobreza. Los sucesores de Mao —entre ellos, el nuevo líder Deng Xiaoping— sorprendieron al mundo al construir algo que parecía ser lo más antitético a los principios comunistas: una economía de libre mercado. En contraste con las grandiosas prosperidades y los extensivos planes revolucionarios de Mao, el planteamiento de Deng fue pragmático, inclusivo y dado paso a paso. Al respecto decía: «Cruza el río tanteando las piedras».
La reforma trajo resultados inmediatos. En la década de 1980 el crecimiento del país se duplicó y desde entonces se ha mantenido a niveles vertiginosamente altos. El Banco Mundial considera que es «la más rápida expansión sostenida por una economía importante a lo largo de la historia». Divergiendo de su pasado más insular, el gobierno chino cambió para forjar vínculos cuidadosamente con el mundo internacional, en particular con los Estados Unidos. Redujo los aranceles aduaneros, dio la bienvenida a las inversiones internacionales y se concentró en fabricar y exportar productos. La omnipresente etiqueta en la ropa en la que se lee «Hecho en China» constituye un significante de esto, reconocido internacionalmente. Con todo, su habitual cautela permanece in situ; por ejemplo, ha resistido los llamados a la fluctuación de su moneda, el renminbi (o yuan), en el intercambio internacional.
«El éxito de China sugiere que el modelo chino del estado está destinado a ejercer una ponderosa influencia mundial»…
La transformación de China es singular; según Jacques, «la más extraordinaria… de la historia humana». Cada vez más, su población ha pasado de ser predominantemente agraria a ser urbana. El impacto de esto en su gente es asombroso: según un análisis citado por Jacques, la cantidad de chinos que viven en estado de pobreza decayó de doscientos cincuenta millones en 1978 a ochenta millones en 1993 y a veintinueve millones en 2001, «representando de este modo una reducción de tres cuartos de la pobreza mundial durante este período». Pero esta nueva sociedad es también distinta. El capitalismo de libre mercado tiende a exacerbar la brecha entre los ricos y los pobres, y China ha sido uno de los ejemplos más destacados en cuanto a esto. Los niveles de corrupción en este incipiente mercado se encuentran entre los más elevados del mundo también.
Cifras más recientes sugieren, tal vez inevitablemente, que este vertiginoso crecimiento económico se está ralentizando. Esto es de esperarse; y sin embargo, aun se considera a China un país en vías de desarrollo, con potencial que parece imposible de evaluar con precisión. La energía detrás de este crecimiento es notable y ha correspondido —tal vez no coincidentemente— con un renovado énfasis en el Siglo de la Humillación. Bajo el mando de Mao, China encubrió sus derrotas; pero el nuevo régimen se ha inspirado en ellas. El 18 de septiembre es ahora un «Día Nacional de Humillación» celebrado anualmente por el gobierno, en el cual la gente joven canta «¡No olvides la humillación nacional, y convierte en realidad el sueño chino!». En los libros de texto, se enseña a los niños a recordar las invasiones extranjeras. Osnos señala que The Practical Dictionary of Patriotic Education (Diccionario práctico de educación patriótica) contiene una sección de 355 páginas sobre las humillaciones. Lo que la gente piensa sobre esto es difícil de determinar por múltiples razones. Hay sin duda quienes están en contra de las acciones del gobierno (en relación con un sinnúmero de asuntos, desde el Tibet hasta Facebook), pero en general, parece que el público apoya ampliamente su dirección. Osnos cita una encuesta del Centro de Investigaciones Pew según la cual «casi nueve de cada diez chinos aprobaban cómo estaban yendo las cosas en su país».
China es comunista, pero ha adoptado el capitalismo de libre mercado; es la segunda economía más grande del mundo, pero es aún un país en vías de desarrollo; casi no tiene recursos naturales, pero produce más que ninguna otra nación; su presencia en el escenario internacional se siente nueva, pero está arraigada en siglos de tradición. China parece contradictoria, pero claramente se está convirtiendo en una de las potencias mundiales más dominantes.
¿Qué viene después?
Resulta tentador considerar el asombroso auge de China en términos apocalípticos. Como Jacques señala, «estamos tan acostumbrados a que el mundo sea occidental —incluso estadounidense— que en caso de no serlo, no tenemos ni idea de cómo sería». El surgimiento de una potencia rival es, por supuesto, una causa natural de incomodidad para el titular; muchos occidentales hablan con ansiedad acerca del resurgimiento de China. Los observadores de esta índole a menudo buscan faltas que pudieran, con el correr del tiempo, desestabilizar el éxito de China. Confían en las revueltas locales en contra de los controles de Internet draconianos impuestos por el PCC, como también en las voces de disidentes cual el artista Ai Weiwei; pero al hacerlo, a veces pierden de vista el hecho de que las acciones democráticas en países no democráticos no funcionan ni resultan como en países democráticos.
También olvidan cuán traicioneros pueden ser los intentos humanos de predecir el futuro. Hace algunos años, Goldman Sachs predecía que para el año 2027, China superaría a los Estados Unidos como la economía más grande del mundo, pero sus informes más recientes han sido menos alcistas. Puede que China siga creciendo —hay muchas razones para creer que sí—, puede que no. La forma como hoy se habla de China se parece a la de los observadores occidentales de la década de 1980 preocupados por Japón; pero el lugar de Japón en el orden mundial descendió considerablemente desde entonces. Hay, por supuesto, muchas razones por las cuales China está mejor situado que Japón para seguir prosperando. Con todo, tal como el experto en China Pieter Bottelier hiciera notar al Grupo de Estrategia de Inversión Goldman Sachs, «cualquiera que hable con gran certeza [acerca de China] necesita que le examinen la cabeza».
Predecir el futuro siempre ha sido una empresa descabellada para la humanidad. Basta pensar en las innumerables predicciones fallidas acerca del fin del mundo, como también, por supuesto, en la profecía secular de Francis Fukuyama acerca del «fin de la historia». La Biblia —en lo que de por sí pudiera parecer sorprendente— advierte de la futilidad de hacer tales predicciones (véase Mateo 24:36, 42; Hechos 1:7); cuestión al parecer declarada absurdamente irónica por el sinnúmero de líderes cristianos que la han desacatado y siguen desacatándola.
«Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino solo mi Padre».
Además, vale la pena recordar que las naciones ascienden y caen. Desde el antiguo Egipto a Babilonia, a Roma, a los aztecas y al Imperio Británico: el poder humano nunca ha sido permanente. La historia nos enseña que a la larga, Occidente se desmoronará; que la hegemonía estadounidense no durará, y que otro —¿China, tal vez? — tomará su lugar. La Biblia respalda este patrón histórico. Sus historias narran las continuas transferencias de poder en las tierras que hoy conocemos como Medio Oriente; sus páginas también profetizan acerca de cambios futuros. Aquí vemos la diferencia en cuanto a precisión, entre las predicciones de la humanidad limitada y el Dios ilimitado. Una de las últimas profecías, una visión dada a Daniel, predijo —con siglos de anticipación— el surgimiento y la caída de Babilonia, Persia, Grecia y Roma, como también de un futuro poder aún no identificado (véase el capítulo 2 de Daniel).
El cambio y la confusión son características propias de la civilización humana. A la luz de esta declaración, el rápido surgimiento de China no es de extrañar, aunque su significado para el mundo aún no quede claro. La proclamación de Fukuyama en 1989 en cuanto a que la humanidad había «agotado» todas las alternativas al liberalismo occidental ha demostrado ser infundada, pero vale la pena notar cuán curiosamente bíblicas suenan las palabras de Fukuyama. De hecho, la Biblia hace una declaración similar al señalar que este mundo de trastornos recurrentes tendrá fin en el momento en que todas las alternativas al gobierno de Dios (no al liberalismo occidental) se hayan agotado. El final de la profecía dada a Daniel dice que tras el fin de los reinos humanos, «el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre» (Daniel 2:44, Reina-Valera ©copyright 1960, por las Sociedades Bíblicas en América Latina).
Solo cuando esa profecía llegue a su cumplimiento sabremos con certeza si el siglo XXI fue el siglo chino.