Cómo no construir una ciudad
¿Podrán las infraestructuras de nuestras ciudades mantenerse a la par de las crecientes poblaciones urbanas? Un vistazo a la ciudad de México sugiere que estamos frente a un problema de enormes proporciones.
Se estima que para 2030, 41 ciudades alrededor del mundo van a tener una población de más de diez millones de personas. Las diez ciudades más populosas de hoy —desde Tokio con treintaiocho millones, hasta San Pablo, con veintiuno— en conjunto albergan doscientos cincuentaisiete millones de habitantes.
Es impresionante contemplar el flujo masivo de alimentos, desperdicios, vehículos, agua y electricidad necesarios para el sostén de semejantes concentraciones humanas. En un mundo urbano como este, que parece consistir de una masa interconectada de conductos, canalizaciones, cañerías y caminos, basta una fuga de agua o de gas para producir un desastre. Cincuentaicinco por ciento de nosotros vivimos ahora en zonas urbanas sujetas en mayor o menor grado a trastornos de este tipo. Como reconfigurar un avión mientras se mantiene en el aire, el problema de reconstruir infraestructuras urbanas para satisfacer las demandas de la población y evitar una calamidad constituye un problema abrumador.
Con una población mundial actual de siete mil seiscientos millones de habitantes, llegando tal vez a ocho mil seiscientos en 2030, para entonces, según se estima en un análisis, las zonas urbanas se extenderán 1.527.000 kilómetros cuadrados (570.000 millas cuadradas). Eso equivale a convertir la superficie total de Mongolia o de Alaska en un inmenso campo de cemento, edificios y carreteras. Por supuesto, esta expansión no tendrá lugar en vacío; tendrá amplias repercusiones. Como señalan los investigadores, «la conversión de la superficie de la Tierra para usos urbanos es uno de los impactos humanos más irreversibles sobre la biósfera mundial. Comporta la pérdida de tierras de cultivo, afecta el clima local, fragmenta el hábitat y amenaza la biodiversidad».
Antes de que nuestra atención colectiva recurra a planes de geoingeniería del clima o a la colonización de otros planetas, necesitamos enfrentar algunos asuntos sobre el terreno. ¿Cómo vamos a crear ciudades que sostengan de manera segura a los miles de millones de personas que viven hoy, y que vivirán mañana, en nuestros masivos centros urbanos?
Los tipos de problemas que enfrentamos se ilustran claramente en la historia de la ciudad de México. ¿Puede nuestra experiencia allí ayudarnos a entender cómo ser más eficaces al crear o manipular nuestro mundo?
Un tazón lleno de problemas
Situada a gran altitud en un valle con forma de cuenco, la ciudad de México tiene una población metropolitana de más de veintiún millones de habitantes, lo cual la convierte en la ciudad de habla hispana más grande del mundo. La región, tradicionalmente llamada valle de México, desempeñó un rol importante en la historia mesoamericana. Ha sido habitada continuamente por miles de años, con una población azteca estimada en más de doscientas mil personas en las primeras décadas del año 1500. Para 2030, se espera que la población de la gran ciudad de México alcance la cifra de veintitrés millones novecientos mil habitantes.
No es de extrañar que, en vías a convertirse en una megalópolis, la zona haya pasado por inmensos cambios. Lo que sí puede extrañarnos es la naturaleza de algunos de esos cambios. El valle, rodeado de montañas, fue alguna vez un lago bajo cielos azules. Dominando la cuenca de 2.100 millas cuadradas (más de cinco mil cuatrocientos kilómetros cuadrados) se encontraba el lago Texcoco, alimentado por vertientes naturales y escorrentías de las montañas. Hoy en día, la tierra se encuentra pavimentada y cultivada; las aguas, retenidas y redirigidas; el lago, desaparecido. El acceso a agua potable en lo que otrora fuera el vibrante valle de México, es ahora uno de sus más acuciantes problemas.
«La época de lluvias de México es intensa y demuestra que por naturaleza el agua está destinada a ser parte del paisaje. La ciudad de México, capital del país, tiene actualmente una de las más grandes poblaciones del mundo, y sus ciudadanos están desesperados por agua».
La geografía del valle no solo contribuyó al flujo de agua que creó el lago, también dirige el flujo de aire. Bastante parecida a Los Ángeles y al valle de San Joaquín de California central —donde se registran algunos de los más altos niveles de contaminación atmosférica de los Estados Unidos de hoy— la ciudad de México se encuentra naturalmente plagada por corrientes de aire restringidas que tienden a atrapar los contaminantes a nivel del suelo. En 1992, las Naciones Unidas catalogaron la contaminación atmosférica de la región como la peor del mundo.
Todos esos factores influyen considerablemente en la futura habitabilidad de la región. Construimos ciudades que se vuelven «demasiado grandes para fracasar»; no obstante, parecen destinadas justamente a eso: a fracasar sin lugar a dudas, porque en nuestra búsqueda de espacio y dominio, no nos damos cuenta de los límites y peligros naturales o —lo más probable— escogemos pasarlos por alto o, si acaso más optimistas, creemos que podemos diseñar alrededor de ellos.
En el caso de la ciudad de México, todos estos factores entraron en juego. Desde el principio, fue cosa de construir sobre el cimiento equivocado.
¿Agua sobre la presa?
Desde la época de los aztecas, quienes construyeron su capital en medio de un lago en el valle de México, los habitantes de la zona han buscado maneras de controlar el agua a su alrededor. Cuando los españoles conquistaron el imperio azteca en el siglo XVI, construyeron la ciudad de México sobre las ruinas de la capital de la isla. Sin embargo, mientras que los pobladores indígenas habían tratado de controlar cuidadosamente el agua de la región, los colonos fueron más temerarios. En el transcurso de cuatrocientos años, la ciudad creció en el lecho expuesto del reducido lago Texcoco.
Al desaparecer la superficie de agua, ingenieros hidráulicos de la época del presidente mexicano Porfirio Díaz (1876–1911) optaron por crear acuíferos, cavando cientos de pozos. Pero sin precipitaciones pluviales para volver a llenar los depósitos subterráneos, estos se secaron más rápido de lo que naturalmente podían recargarse. Aunque las autoridades reconocieron el problema en la década de 1940, persiste hasta hoy una considerable dependencia de las aguas subterráneas.
No obstante, los acuíferos no bastan para sostener la región. A pesar de las lluvias torrenciales y las inundaciones estacionales, la ciudad de México todavía padece escasez de agua y ahora para un cuarto de su agua depende de la entrega entre cuencas del llamado Sistema Cutzamala, mediante el cual el agua se transfiere al valle de México desde una distancia de 150 km (90 millas). Se trata de un logro notable de ingeniería hidráulica, que emplea una red de represas y depósitos en la cuenca de Cutzamala, seis estaciones de bombeo principales, y 322 km (200 millas) de túneles y canales abiertos. Tal como Los Ángeles recibe mucho de su vital suministro de agua mediante acueductos por las montañas desde el norte hasta el sur de California, el sistema mexicano empuja el agua 3.600 pies (1.100 metros) desde las tierras bajas hasta el valle de México.
Dado que esta es una operación de gran consumo energético, Manuel Reyes —jefe de suministros del Departamento de Recursos Hídricos de México— declaró en un informe publicado en 2015 en The Guardian, que el agua importada a la ciudad es «probablemente, la más cara del planeta».
El informe también describe la fricción que está causando la transferencia de agua entre cuencas. Tal como el acueducto de Los Ángeles provocó resentimiento cuando deshidrató el exuberante valle Owens de California a principios de 1900, extraer el agua de la cuenca de la creciente población de Cutzamala está generando controversia y discordia. Las comunidades rurales cuentan con la agricultura de subsistencia para ganarse la vida, su falta de poder político pueden condenarlas a simplemente ceder su fuente de irrigación, siguiendo los pasos de los agricultores del valle de Owens al norte.
Ahora, según informa la periodista Carly Schwartz, «se desvía el agua hacia atrás, hacia los lados y contra su flujo natural, contaminándola con polución durante el proceso y drenando algunas comunidades hasta drenarlas mientras saturan otras con residuos y suciedad».
«Existe un círculo vicioso de contaminación. La ciudad nos envía polución y nosotros se la regresamos en los alimentos. Es un gran problema de salud».
Hundimientos y temblores
De generación en generación, el valle entero de México ha sufrido las consecuencias imprevistas y nada deseables de esta crisis hídrica provocada. Como bien señala la historiadora Barbara Mundy, «la ciudad de México sufre de inundaciones crónicas y escasez de agua dulce; Los problemas, una vez resueltos por los grandes ingenieros de los antiguos aztecas, están al alcance de nuevo».
Aun con la importación del agua, alrededor de dos tercios del suministro se extrae de los acuíferos. Una consecuencia natural de esta extracción de agua subterránea es el hundimiento del terreno. La ciudad de México se está hundiendo, en algunos lugares hasta diez metros, más de treinta pies, durante el siglo pasado, y en otras zonas del valle hasta doce metros.
Como la incidencia no es uniforme, han aparecido docenas de grietas y socavones, lo cual a su vez ha repercutido en las carreteras y la infraestructura subyacente. Por ejemplo, el daño a las cañerías de agua de la ciudad a causa del hundimiento del terreno, los años y la falta de mantenimiento ha provocado la pérdida de hasta cuarenta por ciento del agua potable disponible.
Un insulto más a la sostenibilidad de la región se avecina. Sentado al borde de una serie de placas tectónicas, la geología única de México lo hace vulnerable a la catástrofe sísmica. Pero de acuerdo con algunas teorías del movimiento del suelo, el exceso de extracción del agua subterránea puede contribuir al aumento de la actividad sísmica, lo que lleva a una mayor hundimiento.
Y como si esto no fuera lo suficientemente perturbador, los sedimentos del lecho del lago son, además, menos estables durante un terremoto, factor este que no augura nada bueno a la habilidad de la región para capear un desastre de tamaña magnitud. Según explica Yann Klinger, del Instituto de Física del Globo en París: «Se juntan dos efectos muy peligrosos: Las ondas sísmicas están atrapadas en la cuenca y se amplifican. Y además, los sedimentos no consolidados (arcilla, arena) pierden su cohesión en el temblor y se vuelven como líquidos, un poco como arenas movedizas».
«El valle de México es particularmente vulnerable a actividad sísmica debido a las condiciones geológicas y topográficas prevalecientes, entre estas, una cuenca cerrada con suelos blandos y urbanización masiva sobre el lecho lacustre desecado».
La megalópolis como microcosmos
La ciudad de México representa un microcosmos de lo que hemos hecho en toda la Tierra. Intentando construir nuestro mundo más allá de las limitaciones naturales, hemos tendido a avanzar con una especie de voluntaria ceguera a las consecuencias futuras de nuestras acciones. Al construir represas, malecones, canales, diques y cañerías; drenar humedales; desviar las aguas de los ríos y remodelar redes hidrográficas; deforestar y concentrar poblaciones en centros urbanos, sobre todo hemos pasado por alto el efecto inmediato en la biodiversidad, en otros seres humanos y en las futuras generaciones que habitarán estas zonas.
Tal como notara el demógrafo y economista del siglo XVIII Thomas Malthus, regulamos nuestra población por los recursos con que contamos. Así, decía él, a medida que aumentara nuestro suministro de alimentos, aumentaría nuestra población. Qué bien parece aplicarse esta hipótesis a nuestras ciudades: las llenaremos y sobrellenaremos hasta el límite. Y así estamos por siempre al borde de una catástrofe. Es el problema de no hacer hoy lo que será mejor para mañana.
«La situación de la ciudad de México es caótica y absurda. Podríamos tener agua pura natural, pero por cientos de años la hemos estado agotando, de modo que hemos creado una escasez artificial», dijo a The Guardian Marco Alfredo, presidente de la Asociación Mexicana de Ingenieros en Recursos Hídricos. «Este no es un problema de ingeniería: contamos con la pericia y la experiencia. Tampoco es un problema de economía: tenemos los recursos financieros para hacer lo que se necesita hacer. Es un problema de gobierno».
Es una infortunada realidad que tendemos a darnos cuenta de nuestros errores después del hecho, después de haberse producido el daño, o cuando el problema se vuelve abrumador. Y así, los encargados de mantener el buen funcionamiento futuro de la ciudad de México (y de su agua) parecen sumidos en siempre reacondicionar lo que deficientemente se concibió en el pasado.
¿Un plan para la renovación?
Algunos ven razones para el optimismo. The World Design Organization (Organización Mundial del Diseño, WDO por sus siglas en inglés) es un grupo internacional que promueve la reestructuración reflexiva de las ciudades. Funcionando con la misión de «abogar, fomentar y compartir el conocimiento de la innovación impulsada por el diseño industrial que tiene el poder de crear un mundo mejor», WDO busca maneras de alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas.
WDO nombró a la ciudad de México su «Capital del Diseño Mundial 2018» por su «compromiso de utilizar el diseño como instrumento eficaz para el desarrollo económico, social y cultural». Mugendi M’Rithaa, presidente de WDO al momento del anuncio, expresó grandes expectativas: «la ciudad de México servirá como modelo para otras megalópolis del mundo que se debaten con los desafíos de la urbanización y usan la idea del diseño para asegurar una ciudad más segura y habitable».
¿Será que la propuesta ofrecida por los diseñadores de la ciudad de México en su licitación para ganar este reconocimiento, logrará lo que la ciudad necesita? Según el sitio web de WDO «las exhibiciones, conferencias, intervenciones urbanas y proyectos educativos serán guiados por seis subtemas transversales relacionados con los problemas urbanos del siglo XXI, a saber: gente, movilidad, identidad de la ciudad, medioambiente, espacios públicos y economía creativa».
Al examinar esos temas generales, parece que las iniciativas de diseño se centran enteramente en cuestiones superficiales. Y las soluciones propuestas parecen mayormente cosméticas: «Design Week Mexico, organización no lucrativa que fomenta el diseño como motor del cambio social… planea centrarse en el municipio de Miguel Hidalgo, introduciendo nuevos programas de salud, comunicaciones y seguridad, un programa de bicicletas compartidas, jardines urbanos, parques y áreas de juego».
«La ciudad de México es un espacio dinámico que constantemente genera ingeniosos proyectos. Hemos creado una agenda local de exposiciones, acontecimientos e iniciativas independientes en el ámbito cultural de la ciudad, siguiendo el tema de diseño socialmente responsable».
Múltiples millones concentrados en megalópolis de todo el mundo dependen del éxito de iniciativas como estas. Con todo, una reestructuración eficaz de los espacios urbanos necesitará ser mucho más que cambios cosméticos; compartir bicicletas y áreas de juego puede ser bueno, pero no resolverá la mayoría de los problemas más apremiantes de la ciudad de México.
Como suele ser el caso en asuntos aparentemente sin solución, uno debe estar dispuesto a ir debajo de la superficie para identificar y tratar las causas subyacentes del problema. En el caso de la ciudad de México, esto tiene una aplicación bastante literal. Una falta de previsión y planeamiento por siglos —contando el costo de decisiones y acciones que afectaron su continua relación con el agua y su necesidad de este elemento— sumada a la falta de reconocimiento de la necesidad de edificar, en primer lugar, sobre un cimiento apropiado, ha derivado en muchos de los problemas de infraestructura de hoy. Una verdadera renovación requerirá decisiones de liderazgo que aseguren que se aborden y resuelvan esos asuntos para beneficio de todos, incluso de los más pobres y menos favorecidos.
Calcular el costo. Edificar sobre cimientos sólidos. Estar pendiente del bienestar de los demás. Estos son principios bíblicos reconocidos según los cuales cada uno de nosotros, como individuos, puede vivir. Infortunadamente, no son rasgos característicos de la mayoría de los políticos, aunque es a los políticos a quienes el mundo recurre en busca de decisiones sensatas y cambios significativos en las cada vez más grandes megalópolis de hoy.
Desde los áticos hasta los albergues para indigentes y las calles mismas, lidiando con los desafíos de la urbanización para crear ciudades verdaderamente habitables que satisfagan las necesidades más básicas de agua, alimento y vivienda de todos los habitantes de la ciudad pondrá a prueba a los diseñadores y dirigentes más ingeniosos. Cuando agregamos nuestro clima cambiante a la mezcla, tenemos los ingredientes de algunos de los problemas ambientales más exigentes, problemas de dimensiones extraordinariamente complejas, que la humanidad ha enfrentado. Los impactos potenciales de nuestras decisiones colectivas nunca han sido mayores.