Cuando reina el terror
¿Qué es el terrorismo y por qué se ha convertido en el arma preferida de las minorías marginadas alrededor del mundo? Al menos parte de la respuesta es que —para quienes participan en ello— parece suplir una necesidad humana elemental.
Terrorismo. Lo que antes fuera una amenaza aparentemente marginal para los occidentales, en los últimos cincuenta años, gradualmente ha asumido prominencia como asunto de interés mundial. A partir del ataque del 11 de septiembre en suelo estadounidense, el punto de mira se ha ampliado considerablemente a medida que los terroristas han mudado sus blancos a España, Gran Bretaña, Noruega, Francia, Bulgaria, Suecia y Bélgica, situación que ha generado numerosos titulares preguntándose si el terrorismo debería considerarse la «nueva normalidad europea».
Sea que se haya convertido o no en algo cercano a lo normal, ciertamente no se trata de nada nuevo. Y esto no es simplemente un recordatorio de que otras partes del mundo han sido continuamente golpeadas por el terrorismo (aunque sin recibir la misma atención mediática brindada a los blancos occidentales; en comparación con la gran repercusión que en los medios de difusión tuvieron los ataques perpetrados en Francia y en Bélgica, un coche bomba en Bagdad que mató a más de trescientas personas en julio de 2016 apenas hizo noticia). Es, más bien, decir que el terrorismo, como táctica de control, no empezó con ISIS, al-Qaeda o el Ejército Republicano Irlandés Provisional.
El origen del término «terrorismo» (del francés terrorisme) es más obvio que el origen de la táctica. Acuñado durante el «Reinado del Terror» de Francia —el reinado sangriento del «terrorismo de estado» de Maximilien Robespierre que siguió a la ejecución de Luis XVI—, este término describe las acciones de un régimen que se consideró a sí mismo con el imperativo de aterrorizar. Se estima que en poco menos de un año. Robespierre y sus revolucionarios mataron entre dieciséis mil y cuarenta mil personas en nombre de la justicia, un fin que aparentemente justificaba cualesquiera medios que escogieran para ello, por horrendos que fueran. «El terror —declaró Robespierre durante un discurso en 1794— no es más que la justicia, rápida, severa, inflexible… Subyugad por el terror a los enemigos de la libertad y tendréis razón como fundadores de la República».
El término inglés para quienes perpetúan el terrorismo se atribuye a Edmund Burke al describir las condiciones de los franceses de las que él fue testigo: «Tienen un fuerte cuerpo de irregulares, armados listos», escribió. «Miles de esos cancerberos llamados terroristas, que habían acallado en la prisión durante su última revolución, como satélites de la Tiranía se dejan sueltos entre la gente».
Ciento treinta años después, la isla caribeña Martinica, que por largo tiempo fuera una colonia francesa, sería el lugar de nacimiento de Frantz Fanon, a quien se ha atribuido la propagación del «evangelio de la violencia, e indirectamente, del terrorismo» a través de sus escritos, ampliamente leídos, sobre las consecuencias del colonialismo. Fanon describe la dinámica del colonialismo como una guerra de identidades: el colonizador impone sus tradiciones, valores y éticas al colonizado, mientras que este rápidamente capta que sus propias tradiciones, valores y ética han de ser consideradas inferiores —infrahumanas— por el colonizador. «Es precisamente en el momento en que [el colonizado] se da cuenta de su humanidad —señalaba Fanon en Les damnés de la terre—, que empieza a afilar las armas con las que asegurará su victoria».
Y así comienza el camino para acabar con los invasores mediante la «descolonización», que Fanon denominaba un «programa de completo desorden». Este programa «no puede surgir como resultado de prácticas mágicas, ni de crisis naturales, como tampoco a través de una comprensión amigable», señaló él. «El nativo que decide poner en práctica el programa y convertirse en su fuerza movilizadora está listo para la violencia en todo momento. Desde su nacimiento le es claro que este estrecho mundo, plagado de prohibiciones, solo se puede cuestionar mediante la violencia absoluta».
«El colonialismo no es una máquina pensante ni un organismo dotado de facultades de razonamiento. Es violencia en su estado natural, y solo cederá cuando se lo confronte con aún mayor violencia».
Uno pudiera alegar (y muchos lo hacen) que Fanon estaba no tanto fomentando una estrategia, como sencillamente haciendo observaciones. «Terrorismo, antiterrorismo, violencia, contraviolencia: eso es lo que los observadores amargamente registran cuando describen el círculo de odio, que es tan tenaz y tan evidente en Argelia», escribió Fanon al referirse a la guerra de ese país para liberarse de Francia.
Si es cierto que el círculo de colonización y descolonización tan a menudo va de la mano de la violencia y del terror en ambos lados, sería un error pensar que los terroristas y el terrorismo no existían antes del surgimiento de estos términos modernos. De hecho, la historia está repleta de evidencia de su existencia. En el siglo I, por ejemplo, los Sicarii (término latino adjudicado a un grupo de judíos radicales asesinos afiliados a los zelotes) practicaban lo que a veces hoy se llama terrorismo de liberación: mataban a los soldados romanos y a los judíos sospechosos de colaborar con ellos, en el intento de liberar del gobierno romano a la antigua Palestina. Antes de eso, los romanos usaban el término terror cimbricus para describir el pánico y el miedo suscitado por el grupo de invasores (los cimbros o cimbrios) que infligían devastadoras pérdidas a la República Romana.
Antes incluso, Asurnasirpal II, conquistador y rey de Asiria (ca. 884–859 AEC) alardeaba de actividades calculadas para infundir terror en quienes se le oponían: «Construí un pilar ante la puerta de la ciudad y desollé a los jefes que se habían rebelado y cubrí el pilar con su piel. A algunos de ellos los sepulté en el pilar, a otros los empalé en estacas sobre el pilar… Quemé a muchos de sus prisioneros y a muchos tomé como prisioneros vivos. A algunos les corté la nariz, las orejas y los dedos; a muchos les arranqué los ojos. Hice un pilar de seres vivientes y otro de cabezas».
Los Enredos del Terrorismo
Pero espere; eso no es terrorismo, ¿o sí? Esto describe las bajas de las guerras; sin duda todo depende de cómo uno define el terrorismo. Bien, precisamente. Y este es uno de esos aspectos en los cuales, según señala el sociólogo Neil Smelser, nos enredamos, atrapados en nuestras propias ideas, al punto de que no podemos llegar a ninguna conclusión útil. Puede que sea un cliché decir que el que para unos es terrorista, para otros es combatiente por la libertad, pero a menudo los clichés existen por una razón. En su libro del año 2007 The Faces of Terrorism, Smelser dice que el «terrorismo nunca ha sido definido adecuadamente ni por eruditos ni por funcionarios políticos».
«Hay decenas de definiciones de terrorismo,» concuerda Anthony Marsella, quien se especializa en psicología internacional e intercultural. Entre los denominadores comunes se encuentran el uso de la violencia y el temor, con el fin de producir algún tipo de objetivo dentro de un contexto político. «Los terroristas no suelen encontrarse o enfrentarse cara a cara con ejércitos en el campo de batalla, en contacto armado abierto; los métodos utilizados son mayormente subrepticios y los blancos son civiles», escribe Marsella. «La intención es no solo la destrucción, sino también infundir temor y terror en la población».
Dicha descripción no excluye su uso por parte de los estados, sea contra sus poblaciones colonizadas o contra sus propias poblaciones, como tampoco por agentes subestatales, entre ellos, grupos extremistas religiosos como al-Qaeda e ISIS.
Además del problema fundamental de definir el terrorismo, también nos vemos en la dificultad de llegar a conclusiones investigativas útiles para ayudar a explicarlo. Esto es cierto a pesar de la explosión de libros sobre el tema en décadas recientes, como también de los estudios de investigación en una serie de ámbitos en relación con el terrorismo.
«En efecto —señala el investigador y profesor John Horgan— a pesar de esta cantidad de datos, o tal vez a causa de ella, resulta irónico entonces que incluso ahora una verdadera ciencia de la conducta terrorista sigue eludiéndonos. Aún nos sorprende que el hecho de que haya más información sobre terrorismo que nunca antes no signifique necesariamente que lo entendemos mejor».
Parte del problema es que muy pocos de los datos existentes son verificables. En términos de investigación, el tema del terrorismo es un enredo interdisciplinario que abarca múltiples ciencias, entre las que se encuentran economía, política, psicología, influencias sociales, cultura e historia. Aun cuando haya consenso entre estas divisiones, la verificación sigue siendo difícil de lograr.
Debido, en parte, a nuestra limitada comprensión de las complejas fuerzas detrás del terrorismo, también nos encontramos enredados en deliberaciones sobre la mejor manera de abordar el problema.
«El terrorismo es —simultáneamente— criminal, político, económico, social, psicológico y moral en origen y consecuencia».
A pesar de las afirmaciones de algunos en cuanto a que saben precisamente cómo combatir y eliminar el terrorismo utilizando estrategias de guerra, hay poca evidencia histórica para sugerir que simplemente la modernización de las defensas contra misiles, la protección de las fronteras o el aumento de la seguridad harían más que meramente redirigir el flujo del terrorismo para que desemboque en cauces alternativos. El caso es que el terrorismo ha sido usado como táctica desde los albores del tiempo, o sea, por tanto tiempo como cualquier otra estrategia de guerra. Y tal como cualquier otro actor en las guerras —estados y gobernadores, tiranos y dictadores— los terroristas y sus actividades nunca han sido erradicados. Meramente se han adaptado a superar nuevas limitaciones mediante la elaboración de nuevas estrategias y el aprovechamiento de nuevas tecnologías para alcanzar sus objetivos.
¿Con qué fin?
¿Pero qué objetivos están tratando de alcanzar? A lo largo de las edades, seguramente todo grupo —fuera de colonizadores, descolonizadores, combatientes por la libertad o yihadistas— ha tenido sus objetivos particulares.
¿Son sus diferencias simplemente ideológicas? Un grupo no está de acuerdo con las políticas y el estilo de vida de otro, entonces ¿se justifica el terrorismo? Estas conjeturas no tienen sentido. Como Marsella señala: «Sin lugar a dudas, es posible estar descontento con el gobierno, incluso al punto de manifestarse en protestas públicas y condenaciones, sin recurrir a la violencia y a la destrucción dirigida contra el Estado».
Puede que sea tentador apuntar a la globalización de la cultura occidental para explicar el terrorismo. Es verdad que Estados Unidos ha sido particularmente instrumental en la difusión de los valores y puntos de vista occidentales a las culturas no occidentales. Pero son muchos los descontentos que no recurren al terrorismo. Esto no lo descarta como factor para quienes lo hacen, particularmente en la medida en que la invasión (llámese colonización cultural, si se quiere) amenaza la identidad esencial de la cultura colonizada. Y de hecho, Marsella señala que «la sociedad técnico-comercial de masas que emerge de la cultura estadounidense y penetra el resto del mundo se considera una amenaza real y tangible a las identidades culturales y maneras de vivir tradicionales».
Ahora bien, algunos estadounidenses consideran aspectos de su propia cultura una amenaza a sus identidades tradicionales. De ahí que muchos de los llamados de derecha religiosa (o conservadores religiosos) protesten las injerencias liberales de la izquierda, aceptando las promesas de contención enunciadas por cualquier mesías político. Pero, así y todo, estos descontentos no suelen iniciar reinados de terror para expresar su indignación ideológica.
Al considerar el terrorismo islámico, muchos en Occidente culpan al Islam y, por miedo, cerrarían las fronteras a todos los musulmanes. Pero lo cierto es que no todos los musulmanes promueven la actividad terrorista; muchos están huyendo del mismo terror al que Occidente le ha declarado la guerra. Y aunque sus creencias pueden provenir del mismo libro del que provienen las de los grupos extremistas, eso no significa que su interpretación o implementación sean compatibles.
Considere que los extremistas pueden torcer las escrituras (y a veces lo hacen) para justificar la violencia. Por ejemplo, los estatutos civiles para el antiguo Israel según se registran en la Biblia exigían matar a los asesinos. Muchos que se consideran cristianos ven el aborto como flagrante asesinato. Comparten esta creencia con quienes usan la violencia para expresar sus creencias en contra del aborto, pero la mayoría de los cristianos nunca pondrían una bomba en un centro médico ni secuestrarían a sus doctores o clientela. Tristemente, el terrorismo internacional dirigido contra blancos occidentales ha sembrado una desconfianza general en relación con los musulmanes que no discrimina entre las convicciones terroristas y las antiterroristas.
Jessica Stern, de la Universidad de Boston, coautora de ISIS: The State of Terror>, sugiere que no se trata de un accidente. Más bien es todo parte de los objetivos contradictorios del Estado Islámico. «Además de controlar el territorio —explica ella—, el Estado Islámico también se propone sembrar el caos, provocar enfrentamientos entre los musulmanes, incitar divisiones internas en Occidente y volver a Occidente en contra del Islam» («Why the Islamic State Hates France»). Con respecto a varios de estos objetivos pareciera que ISIS está disfrutando de un éxito considerable. «Lo fundamental es esto —concluye Stern—: El terrorismo es una guerra psicológica. Ha sido usada por los débiles contra los poderosos por milenios. Entre sus múltiples objetivos se encuentra el hacer que sus víctimas reaccionen de manera exagerada. Nosotros queremos librar la guerra para eliminar la sensación de ser injustamente atacados o incapaces de proteger a los inocentes. Queremos librar la guerra contra el mal. Pero a veces, el efecto de nuestra reacción es precisamente lo que procurábamos impedir: más terroristas y más ataques, propagándose más ampliamente en todo el mundo. Esta es la paradoja del antiterrorismo: las estrategias militares requeridas para acabar con la amenaza hoy, a menudo traen más terrorismo mañana».
Tal vez esta sea la paradoja de la guerra en general. El principio bíblico de «ojo por ojo y diente por diente» no tenía como propósito que lo aplicara a voluntad cualquier persona. Fue, durante esa era, una respuesta civil a un delito civil. Pero en la guerra, la sed de venganza domina a ambas partes, amenazando dejar ciego y sin dientes al mundo entero. «Mía es la venganza», dice el Dios de la Biblia; «Yo pagaré». Pero la humanidad está adicta a la guerra. Hemos de estarlo; de otro modo, no volveríamos a ella vez tras vez, diciéndonos cada vez: «Esta vez será la última».
El experimentado corresponsal extranjero Chris Hedges, que ha presenciado muchas de las atrocidades de la guerra personalmente, dice en su libro de 2002 titulado War Is a Force That Gives Us Meaning: «Aprendí pronto que la guerra forma su propia cultura. La fiebre de la batalla es una adicción potente y a menudo letal, porque la guerra es una droga, una que yo ingerí por muchos años. Es difundida por los creadores de mitos— historiadores, corresponsales de guerra, cineastas, novelistas y el estado—, todos los cuales la dotan de cualidades que a menudo posee: emoción, exotismo, poder, oportunidades de superar nuestras condiciones de vida, y un bizarro y fantástico universo que tiene una grotesca y oscura belleza… La atracción perdurable de la guerra es esta: Aun con su destrucción y matanza, puede darnos lo que añoramos de la vida: puede darnos propósito, sentido y una razón para vivir».
«La Guerra es un elixir tentador».
Es cierto. Sentido y propósito son necesidades espirituales y psicológicas fundamentales. Informan nuestra identidad, impiden que nos hundamos en el fango debilitante de la humillación y del aborrecimiento de nosotros mismos, y nos impulsa hacia algo exterior a nosotros. Cuando carecemos de ellas, daríamos la vida por tenerlas; y los grupos terroristas explotan estas necesidades humanas diariamente cuando reclutan miembros.
En su programa televisivo especial en mayo de 2016, «Why They Hate Us», Fareed Zakaria de CNN señalaba que los violentos reclutas yihadistas a menudo saben muy poco acerca del Islam. El historiador palestino-estadounidense Rashid Khalidi concordaba: «En muchos casos son delincuentes de poca monta, en muchos casos son alumnos desertores, en muchos casos son desempleados, en muchos casos son toxicómanos, que nunca tuvieron nada que ver con la religión, que directamente carecen de formación religiosa. En otras palabras, son absolutamente ignorantes en materia de religión. Y se aferran al Islamismo radical como manera de exteriorizar su alienación».
Obviamente, es mucho más fácil imprimir el sentido y el propósito propios de uno en la mente de un recluta que carece de los suyos.
La investigación y la experiencia de Stern subrayan la importancia del sentido de la vida y de la identidad dentro del terrorismo. «Mientras muchos expertos se centran en la narrativa de victoria del Estado Islámico, yo observo la de la superación de la humillación y una oportunidad de recobrar la dignidad perdida. El propósito de esta narrativa es apelar a los oprimidos de todo el mundo». Mientras el Estado Islámico siembra su ideología mundialmente, dice Stern, «apela, en palabras del Estado Islámico, a la gente “que se ahoga en océanos de desgracia, amamantados con la leche de la humillación, y gobernados por las más viles de todas las gentes”».
Es una narrativa tergiversada a partir de interpretaciones particularmente violentas del Islam. La reformadora musulmana Irshad Manji espera cambiar esta narrativa para aquellos que pudieran estar en peligro de asumir la identidad equivocada. Según ella, el Corán contiene la materia prima para un cambio de planteamiento positivo. Ella le dijo a Zakaria, «Hay en el Corán un pasaje hermoso —uno de tantos pasajes muy hermosos— que afirma que Dios no cambia la situación de la gente, sino hasta que esta cambia lo que está en su interior».
De manera similar, la Biblia declara que se necesita un cambio interior fundamental —en esencia, un cambio de identidad— antes de que la condición humana pueda cambiar, y que este cambio ha de llevar a la gente al punto en que «volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces». Según afirma, el cambio tendrá que ser permanente y de tal modo que «no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra».
Es difícil imaginar semejante transformación al mirar a nuestro alrededor y ver la situación actual. Tristemente, la mayoría de nosotros, sea que recurramos a la Biblia o al Corán por nuestros principios, tendemos a inclinarnos a interpretaciones que justifiquen nuestra sed de guerra, antes que a las que nos instan a efectuar en nuestros propios corazones y mentes los cambios necesarios para la paz permanente.
Con todo, hasta que un ferviente deseo de procurar la paz se convierta en nuestra «nueva normalidad», la antigua normalidad permanecerá por omisión. Y mientras lo haga, la violencia en todas sus formas —incluido el terrorismo— solo puede seguir reinando.