Daría lo que fuera por saber lo que piensas
De acuerdo con la frase en inglés «A penny for your thoughts?» [«te ofrezco un centavo por tus pensamientos», literalmente, o «daría lo que fuera por saber lo que piensas»]», conocer el pensamiento de otra persona es una ganga. En la actualidad, más de cuatro siglos después de que se acuñara dicha frase, el crecimiento inflacionario de ese antiguo centavo ha elevado su precio a más de 40 dólares; e incluso con la caída del dólar pareciera que sigue siendo una ganga. Claro, en cierto modo, los tiempos no han cambiado mucho, si consideramos que el comprador aún no puede constatar la certeza de su compra.
¿Cuanto pagaría usted por conocer los pensamientos que rondan la mente de otra persona? Y, si pudiera confirmar su veracidad, ¿cuánto más pagaría?
Hace tiempo que preguntas irreales como éstas son el pan de cada día de los relatos de ficción. Desde La dimensión desconocida hasta Sentencia previa, la idea de leer la mente ―para conocer las secretas intenciones del prójimo y la posibilidad de intervenir en sus planes― siempre ha sido sumamente tentadora.
No ha pasado mucho tiempo desde que la ciencia se conformaba con describir las áreas del cerebro encargadas de realizar diversas funciones y de procesar sensaciones: el lóbulo frontal para el «pensamiento elevado», el lóbulo óptico para la vista, etc. No sucede así en la actualidad. Tal como lo afirma Martha J. Farah, directora del Centro de Neurociencias Cognoscitivas de la Universidad de Pensilvania: «Por primera vez podría ser posible violar la privacidad de la mente humana y juzgar a las personas no sólo por sus acciones, sino también por sus pensamientos y preferencias» (consulte «Are We in Need of a Neuromorality?»).
Castigar y controlar los pensamientos que alguna vez se consideraron íntimos podría terminar por convertirse en la norma. Hace más de 35 años, el escritor de ciencia ficción Michael Crichton imaginó que comprender el origen neuronal de nuestros pensamientos y motivaciones desarrollaría nuestro deseo de intervenir en ellos. Al principio, estas intervenciones se realizarán por cuestiones médicas, para controlar las convulsiones y los ataques epilépticos que incapacitan a sus víctimas. En El hombre terminal (1972), Crichton materializó esta idea como una computadora «que monitoreará la actividad eléctrica del cerebro, y cuando detecte el comienzo de un ataque, transmitirá un choque eléctrico al área correcta del cerebro. Esta computadora tiene un tamaño similar al de una estampilla postal y pesa la décima parte de una onza. Se implantará en la piel del cuello del paciente».
En la novela de Crichton, Benson, un hombre que ha sido víctima de daño cerebral, sufre episodios durante los cuales presenta un comportamiento violentamente psicótico. Ciertamente, ésta pareciera ser una razón humanitaria para intervenir, pero se transforma en la clase de pregunta de «si podemos, ¿por tanto debemos?», que es el fundamento de muchas de las novelas de Crichton. La conclusión no es sorprendente: el ciclo de retroalimentación entre la computadora y el cerebro se torna positivo, más que negativo; es decir, la vía del estímulo que debía invalidar los pensamientos anormales termina por propiciarlos. La sensación que se forma en el cerebro de Benson se vuelve placentera: a mayor despliegue de violencia, mayor placer.
«Se siente tan bien», dijo Benson, aún sonriendo. «Esa sensación, se siente tan bien. Nada se siente igual de bien. Podría simplemente flotar en esa sensación para siempre».
Al contrarrestar electrónicamente los ataques de Benson, la intromisión de la computadora se ha reinterpretado como positiva y se percibe una sensación de bienestar. Esta experiencia impulsa el ataque y, conforme la historia continúa, conduce a Benson a ataques de violencia de mayor frecuencia y magnitud. Su cerebro se amolda a las nuevas condiciones creadas por las instrucciones sensoriales de la computadora.
Hace 35 años Crichton escribía sobre la neuroplasticidad y, con profunda perspicacia, reflexionaba en un caso de ficción que ha dejado de ser inusual para volverse real:
«Nuestros cerebros eran la suma de todas nuestras experiencias pasadas, mucho después de haberlas vivido. Eso significaba que la causa y la cura no eran una misma cosa… Como lo explicó la gente de Desarrollo, un cerillo puede iniciar un incendio, pero una vez que el fuego arde, apagar el cerillo no lo detendrá. El problema ya no es el cerillo, es el fuego».
«En lo que respecta a Benson, tuvo más de 24 horas de intensa estimulación gracias a la computadora que se le implantó. Esa estimulación afectó su cerebro, al brindarle nuevas experiencias y nuevas expectativas. Se estaba incorporando un nuevo entorno. Muy pronto sería imposible predecir cómo reaccionaría el cerebro, porque ya no era el antiguo cerebro de Benson; era un nuevo cerebro, el producto de nuevas experiencias».
A la luz de las noticias recientes relacionadas con las sobresalientes maneras de mostrar imágenes del cerebro humano y de diseccionarlo incruentamente, gran parte de El hombre terminal parece ser una inocente curiosidad en el ámbito médico. Pese a ello, sería terrible desperdiciar el conocimiento acerca de la mente. Como lo demuestran los artículos de los vínculos enlistados más abajo, cada día que pasa aprendemos más acerca del cerebro y de cómo manipularlo y estimularlo.
Todo esto tiene un buen propósito; los neurólogos no buscan controlar la mente. No obstante, como se señala en la cita anterior de Crichton, resulta obvio que las nuevas experiencias crean nuevas expectativas. Se originan nuevos ciclos de retroalimentación y los nuevos estímulos producen nuevas respuestas. Daría lo que fuera por saber lo que piensa...