Esperanza sin cambios
La tendencia a esperar un futuro mejor a través de la política y los políticos no es nada nuevo. Las promesas de cambio abundan, sin embargo, poco parece cambiar. ¿Cuál es el problema?
Plus ça change, plus c’est la même chose; Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo. Esta expresión, autoría del crítico francés Jean-Baptiste Alphonse Karr, se ha aplicado a muchas cosas, pero es tal vez más relevante en lo que respecta a la política. En cada elección, ante cada cambio de liderazgo, el término cambio no se encuentra muy distante. No solo transmite la promesa de un futuro mejor y la eliminación de un pasado defectuoso o deficiente; apela al deseo de algo nuevo.
No obstante, no toma demasiado para que la promesa de un cambio político parezca menos una garantía que una estrategia confiable. Por defecto, se suele llamar al contrincante del gobernante de turno «el candidato del cambio». Conlleva a preguntarse: Si de veras un gobierno puede ofrecer un futuro mejor, ¿por qué en cada elección existe esa necesidad de procurar un cambio?
En 2008, Barack Obama fue elegido presidente de los Estados Unidos tras una campaña de cambio. Escribió un libro para coincidir con la campaña, usando el mismo título como uno de sus lemas principales: Cambio en el que podemos creer. Su candidatura para convertirse en el primer presidente afroamericano constituyó lo más obviamente significante de esto, marcando una ruptura con la conflictiva historia racial del país. Sin embargo, representó un cambio también en otros aspectos. Como —en comparación— un recién llegado al Senado, se lo veía «relativamente ajeno: foráneo» en el mundo político de la Casa Blanca, «libre del bagaje que inevitablemente acompaña a los de larga trayectoria en la política de Washington». Su elección fue un símbolo, una señal de que el público estadounidense esperaba algo diferente.
Ocho años después, el sucesor de Obama apostó a un tema similar. La promesa de Donald Trump de «drenar el pantano» de la política de Washington —limpiar la política de los Estados Unidos de su presunta arraigada corrupción— fue ideado para distinguirle de su contrincante y, de nuevo, para generar esperanza en la idea de un cambio. Trump también se catalogó como «relativamente ajeno»; tal como su predecesor, consideró apelar a un cambio para ganar una elección.
Como es de suponer, la esperanza en el cambio político no es en absoluto exclusividad de Estados Unidos. En muchas democracias del mundo se ha convertido en factor obligado; cada nuevo candidato representa un rompimiento de los errores pasados y una esperanza para el futuro. Y eso no solo se aplica a las democracias.
¿Aunque, será que se puede concretar una esperanza así? ¿O es meramente parte de un ciclo, una cínica explotación de la breve memoria de los votantes y del partidismo político? ¿Puede alguna vez un gobierno humano proporcionar un mejor futuro?
El reciente ejemplo de un país del oriente de Europa del cual poco se informa arroja una luz interesante con respecto a este asunto.
Un nuevo amanecer
En 1968, el líder rumano Nicolae Ceausescu fue el nuevo favorito del mundo occidental. Fue una época dominada por la amenaza nuclear, los atentados contra los derechos civiles, y guerras, tanto fría (Occidente contra el comunismo) como caliente (Medio Oriente y Vietnam). Rumania había caído bajo la influencia soviética detrás de la Cortina de Hierro y, como la mayoría de Europa Oriental, funcionaba esencialmente como estado títere. Su situación parecía casi sin esperanza; sin embargo, a fines de 1960, su nuevo jefe de estado, Ceausescu, apareció para ofrecer precisamente eso.
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los rumanos soportaron tiempos tumultuosos. La riqueza y la estabilidad que la nación había disfrutado durante la primera parte del siglo XX —cuando su capital, Bucarest, era comúnmente conocida como la París del este, mientras los que residían en sus alrededores vivían cómodamente en asentamientos campesinos establecidos por siglos— habían sido completamente destrozadas, aun cuando su recuerdo permanecía intacto en la memoria. Rumania sufría una conmoción cultural radical, una brutal persecución por parte de la policía secreta y la humillación de estar bajo el yugo de la Unión Soviética. El deseo por una esperanza nueva era extremo y, tanto para el pueblo rumano como para el mundo de Occidente, Ceausescu representaba un inesperado heraldo de esa esperanza.
Ceausescu fue nombrado líder del partido comunista de la nación en 1965, y al principio el status quo soviético no fue cuestionado. Pero que este no era un líder comunista común —al menos en términos de relaciones exteriores— quedó claro durante una enorme manifestación pública tras la invasión soviética de 1968 a Checoslovaquia. En vez de acatar la autoridad soviética, Ceausescu calificó la invasión como «un gran error y un grave peligro para la paz de Europa, para el destino del socialismo en el mundo» y «un momento vergonzoso en la historia del movimiento revolucionario». Eso constituyó un sorprendente desafío a una de las superpotencias del mundo.
En sus primeros años como líder, Ceausescu fue aún más lejos, apartándose de las directivas soviéticas al hacer de Rumania la primera nación del Pacto de Varsovia que reconoció a Alemania Occidental diplomáticamente y la única que no rompió las relaciones con Israel tras la Guerra de los Seis Días de 1967. Aquí, al fin, hubo alguien con quien Occidente podía trabajar, alguien en quien los rumanos podían confiar que actuaría a favor de sus propios intereses, en vez de los intereses soviéticos. Como dijera el periodista Edward Behr, había aquí un líder «decidido a dejar su propia huella y seguir su propio camino».
Reportero de Newsweek, Behr señalaba que para los rumanos, Ceausescu era «el hombre del momento». Un sacerdote ortodoxo le dijo que el presidente era «un muy buen hombre… mantendrá a raya a los soviéticos». Un trabajador petrolero añadió: «Tenemos una muy buena vida ahora y, poco a poco, las cosas van mejorando». Ceausescu, como nuevo líder, había generado esperanza.
Pero en apenas unos años, esa esperanza fue objeto de una brutal decepción. Ciertamente, Rumania había experimentado un cambio, pero no del tipo que uno desearía.
«Otros van a Asia y vuelven con ideas sobre comercio y electrónica. Ceausescu regresó con el culto a la personalidad de Mao y Kim il Sung».
Fascinado por el culto a las personalidades de Stalin, Mao y Kim Il-sung, Ceausescu y su esposa Elena crearon el propio. Se convirtieron en uno de los peores ejemplos mundiales de exceso dictatorial y gobierno abusivo. El historiador Dennis Deletant señala que este par se volvió «tiránico e insensible a las necesidades de la población… no solo humillaron a los rumanos, sino que los despojaron de su dignidad en su diario vivir y los redujeron —en la década de los ochenta— a un estado animal, pendientes solo de los problemas de la supervivencia cotidiana».
La lista de crímenes de gobernanza de este par es extensa. Con el fin de eliminar la deuda nacional antes de lo previsto, Ceausescu aumentó las exportaciones drásticamente, incluso en materia de alimentos y energía. Los rumanos se acostumbraron a esperar por horas bajo todo tipo de clima, con la esperanza de comprar productos que no fueran suficientemente buenos para exportación. Ceausescu utilizó la riqueza nacional para planear un opulento edificio gubernamental que incluía una residencia privada para su familia; siendo parcialmente terminado, este se convertiría en un enorme y costoso armatoste, el edificio administrativo civil más grande del mundo.
Utilizando el argumento estalinista de que más gente equivale a más crecimiento económico, se propuso aumentar la población rumana a la arbitraria cantidad de veinticinco millones de personas para 1990. Para lograrlo, aplicó un impuesto mensual a todas las personas sin hijos. Hacía examinar a las mujeres periódicamente para detectar signos de embarazo; si quienes mostraban síntomas de fertilidad posteriormente no daban a luz, podían ser enjuiciadas. El suministro de energía escaseaba. Las farolas de las calles se apagaban; los cirujanos tenían que operar con la luz del día. La carrera para industrializarse y colectivizarse resultó en infraestructuras centenarias derrumbadas; miles de personas hambrientas; aumento de orfanatos; y animales domésticos abandonados deambulando por las calles, reproduciéndose y propagando enfermedades.
Occidente se mantuvo en gran parte ciego a todo esto; en algunos casos intencionadamente. Durante su presidencia, Ceausescu fue anfitrión a líderes estadounidenses, británicos, franceses, de Alemania Occidental y otros, o fue recibido por ellos. Estados Unidos designó a Rumania una de sus socias comerciales con trato de nación más favorecida. Según explica el periodista Robert Kaplan: «Según el Departamento de Estado, Ceausescu tenía una política exterior “disidente” que no seguía totalmente al pie de la letra la línea soviética». En su opinión, cancelar la condición comercial a causa de las conocidas violaciones a los derechos humanos solo contribuiría a «eliminar la escasa influencia que Washington tenía sobre Ceausescu, lo cual conduciría a una situación de derechos humanos aún peor». Esto —tal como denotara el entonces embajador de Estados Unidos en Rumania David Funderburk— no tenía sentido. Difícilmente podría ponerse peor.
«Funderburk… públicamente se refirió a Ceausescu como “schmecher”, término de la jerga rumana para señalar un “artista de la estafa”, alguien que consiguió exitosamente “estafar” al Departamento de Estado con una política exterior que era menos independiente de lo que parecía».
Esto difícilmente constituía el cambio que la gente quería o anticipaba. Pero, en tanto que las expectativas de los rumanos por algo diferente eran comprensibles y relativamente de corta duración, internacionalmente la ilusión continuó por años. Obviamente, Occidente quería creer, contra toda evidencia, que Ceausescu podía constituir un medio para mejores relaciones con los soviéticos. Incluso el Reino Unido le confirió el rango de caballero honorario en 1978 (el cual le rescindieron horas antes de su muerte). Y en fecha tan tardía como 1983, el entonces futuro presidente de Estados Unidos George Bush se refirió a Ceauşescu como «el buen comunista», aun cuando su lugar como el líder más totalitario de Europa Oriental estaba ya bien establecido.
Un nuevo amanecer, Parte II
El reinado de Ceausescu se interrumpió abruptamente en 1989, aquel año de revolución. Él y su esposa fueron arrestados y ejecutados por su propio pueblo el 25 de diciembre. Esto provocó un suspiro de alivio en muchos y júbilo en otros. El día de su ejecución, el poeta rumano Mircea Dinescu anunció en radio nacional: «¡Somos libres!»
Su muerte coincidió con una época de enorme esperanza en todo el mundo. El Muro de Berlín había caído, la URSS había colapsado y algunos proclamaban «el fin de la historia», una era de consenso capitalista democrático mundial. Como señala el periodista Wendell Steavenson, «recientemente las revoluciones habían barrido a los comunistas del este de Europa, el mundo era nuevo y todo era posible». El cambio había llegado, y con él la esperanza se había renovado.
Sin embargo, la historia muestra que esa esperanza pronto se vio frustrada. De nuevo, Rumania, es buena muestra de ello. La eliminación de los Ceausescu solo creó un vacío que aprovecharon otros ex comunistas, concretamente su antiguo colega Ion Iliescu, quien más tarde fuera enjuiciado por crímenes de lesa humanidad. Kaplan explica que, después de 1989, Rumania «no se convirtió tanto en estado capitalista, como en estado comunista liberal gorbachevo». Era un mundo en el cual realmente todo era posible, aunque ese «todo» a menudo implicara múltiples tipos de corrupción y actividad ilegal. Es difícil, en retrospectiva, ver qué más se podría haber hecho; como un romano le dijera a Kaplan poco después: «No hay alternativa… las únicas personas capacitadas son antiguos comunistas».
No cabe duda de que la vida en Rumania ahora es mejor que como fue bajo el régimen de Ceausescu. Los salarios están aumentando, aunque siguen bajos en comparación con Europa occidental, y la economía está creciendo a un ritmo más rápido que en la mayoría de Europa. También el turismo está en plena expansión. La Directiva de la Unión Europea (de la que Rumania se convirtió en miembro en 2007) produjo enmiendas legislativas significativas, especialmente contra la corrupción. Pero los viejos hábitos tardan en morir: más tarde el partido gobernante intentó revertir esto, a fin de proteger de enjuiciamiento a sus dirigentes y legalizar la antigua práctica de comprar el apoyo de políticos locales. El pueblo reaccionó a esto con las mayores protestas desde los días de Ceausescu. El repliegue gubernamental posterior habría sido impensable antes de 1989, lo cual algunos toman como muy positivo. No obstante, no deja de ser preocupante que los mismos problemas siguen ocurriendo décadas más tarde.
Políticamente, es claro que la promesa de 1989 no se ha cumplido. La esperanza que surgió tras la destitución de Ceausescu era comprensible, y poco sentido tiene que alguien quiera ahora volver a sus días. No obstante, es obvio que el cambio no produjo el resultado deseado. Mas aún así, la idea de cambio permanece persuasiva y generalizada; hay incluso quienes ahora esperan el regreso al sistema monárquico anterior a la Segunda Guerra Mundial.
Un problema universal
Por supuesto, Rumania es solo un ejemplo entre muchos. Mil novecientos ochenta y nueve no produjo un idílico «fin de la historia» en ninguna parte del mundo; en retrospectiva, solo parece un momento más en el familiar y tedioso ciclo humano.
La llamada Primavera Árabe es otro silencioso ejemplo. A través de una ola de revoluciones, provocó el cambio en Túnez, Libia, Egipto y Siria, como también a lo largo de mucho del resto de África del norte y de Oriente Medio. En general, tanto local como internacionalmente, se lo vio con enorme optimismo. El novelista egipcio Ahdaf Soueif fue uno de muchos que así lo captó: «Estos ánimos elevados y este sentimiento de empoderamiento; no los hemos tenido desde hace mucho tiempo. Esto es cambio». Si bien, aquel optimismo no tardó mucho en agriarse. Lo que siguió no fue el idilio democrático que tantos predijeron, sino una serie de contrarrevoluciones, abusos humanos y guerras civiles. Cinco años más tarde, el mismo escritor señaló: «Ahora, todo eso ha desaparecido, como también lo ha hecho tanto de lo demás de enero de 2011: vidas y medios de vida, ideas y energía y esperanza».
Las repercusiones de la Primavera Árabe aún no se han manifestado plenamente. Con todo, parece indiscutible que —como en Rumania, como en Estados Unidos, y como en muchos otros lugares— es solo una muestra más de un cambio político que no ha logrado cumplir su promesa.
«Mucha gente albergaba la esperanza de que esa ‘Primavera Árabe’ instauraría nuevos gobiernos que traerían reformas políticas y justicia social. Pero la realidad es que hay más guerra y violencia».
Dado el registro histórico, esto no debería sorprendernos. Por más de tres mil años, los antiguos israelitas también cifraron sus esperanzas en cambios políticos. El profeta Samuel, a quien Dios había designado como su representante, tuvo dos hijos que gobernaron como jueces de su pueblo. Pero ellos, a diferencia de su padre, no gobernaron bien; eran codiciosos, aceptaban sobornos y actuaban corruptamente (1 Samuel 8:3). Desilusionados por esto, los israelitas pidieron un cambio de régimen, depositando su esperanza en tener un rey «como todas las naciones». Fue un paso trascendental; al procurar un gobierno de su propia elaboración (en lugar del que Dios les había dado), estaban rechazando a su Creador. Como Adán y Eva antes que ellos, y como la humanidad toda lo ha venido haciendo repetidamente desde entonces, prefirieron el gobierno humano en vez del de Dios. Las consecuencias de sus decisiones, sin embargo, fueron predichas en un impresionante discurso de Samuel, quien describió una multitud de abusos y explotaciones gubernamentales que hoy por hoy nos parecen demasiado familiares. Sus palabras reverberan a través de los siglos:
«[el gobernante humano] que ustedes ahora piden les quitará a sus hijos para ponerlos como soldados en sus carros de guerra; unos serán jinetes de su caballería, e irán abriéndole paso a su carruaje; a otros los pondrá al mando de mil soldados, y a otros al mando de cincuenta soldados; a otros los pondrá a labrar sus campos y a levantar sus cosechas, y a otros los pondrá a fabricar sus armas y los pertrechos de sus carros de guerra. También les quitará a sus hijas, para convertirlas en perfumistas, cocineras y panaderas. Además, les quitará sus mejores tierras, y sus viñedos y olivares, y todo eso se lo entregará a sus sirvientes. Les quitará también la décima parte de sus granos y de sus viñedos para pagarles a sus oficiales y a sus sirvientes. Les quitará a sus siervos y siervas, y sus mejores jóvenes, y sus asnos y bueyes, para que trabajen para él. También les exigirá la décima parte de sus rebaños, y ustedes pasarán a ser sus sirvientes. El día que ustedes elijan su rey, lo van a lamentar; pero el Señor no les responderá» (1 Samuel 8:11–18, Reina Valera Contemporánea (RVC)).
Desde entonces, muchos han sido los gobiernos humanos que han cumplido esta profecía. Ceausescu lo hizo, nada menos que usando la riqueza y la mano de obra de su país para construir un edificio tan grande que hoy le cuesta a la nación US$6.000.000 anuales en facturas de calefacción e iluminación. E historias similares se pueden contar de todo el mundo.
Es un cuadro desmoralizador, uno que no habla bien de la humanidad en general. Después de todo, la advertencia de Samuel fue para Israel; pero la tendencia que él describiera no respeta fronteras nacionales: es parte de ser humano. Lo que se requiere entonces es un cambio intrínseco, uno en el que el gobierno rechace la avaricia y el ego, y en lugar de ello aspire a gobernar con atención cuidadosa y bondad. Sería un cambio enteramente sin precedentes en la historia humana.
Y, no obstante, es uno profetizado por el mismo Dios que Israel rechazara hace ya tantos años. En el libro de Isaías, se promete al mundo un gobierno eterno dirigido por un «Príncipe de paz»; un reino que se establecerá «en juicio y en justicia» (Isaías 9:6–7). Lo que aquí se describe está muy lejos de cosa alguna que la humanidad haya visto al respecto. En realidad, es —literalmente— «fuera de este mundo» (Juan 18:36), pero será de hechura divina, en vez de hechura humana. Más aún: es un gobierno que no necesitará de cambios políticos, porque no hay ninguno mejor… y será eterno. Este es un cambio que no puede llegar lo suficientemente pronto.