Fracasar para triunfar
Su opinión sobre el fracaso puede determinar sus probabilidades de triunfo en el logro de objetivos importantes. ¿Considera usted el fracaso como un fin o como un medio para alcanzar un fin?
Lo que pensamos con respecto al fracaso y la forma en que respondemos a este puede determinar no solo cómo nos las arreglamos cuando las cosas van mal, sino también las probabilidades de que sigamos en pos del éxito.
Por lo tanto, es útil cuestionar nuestras ideas preconcebidas y reconocer nuestra manera de pensar con respecto a esta tan generalizada experiencia de vida. Todos fracasamos, desde el bebé —que mientras aprende a caminar se cae— hasta el empresario que se declara en quiebra. ¿Aprendemos de nuestros errores o seguimos repitiéndolos? El temor a fracasar ¿nos limita o nos empodera?
En su contribución al libro de David Hillson titulado The Failure Files, Robert Morrall y Kirsty Patterson señalan que, en nuestra sociedad moderna, el fracaso es tabú, y aunque en muchas publicaciones y programas se destacan las claves para alcanzar el éxito, muy poco se dice sobre cómo enfrentar el fracaso. Hablar del fracaso es como lavar la ropa sucia en público; mejor hacerlo fuera de la vista… y de la mente. Que nuestros compañeros o los medios sociales nos etiqueten como fracasados constituye una dura crítica, algo que evitar a toda costa.
Paradójicamente, lo más probable es que al intentar evitar el fracaso, se lo asegure. La innovación, la imaginación, el ingenio y la determinación quedan al margen cuando escogemos ir a lo seguro. Morrall y Patterson presentan otra alternativa: «El fracaso ofrece, tanto al individuo como, de hecho, a la sociedad, la oportunidad de “trazar una línea en la arena”, aprender de los errores cometidos y abrir nuevas puertas hacia el futuro. El fracaso puede marcar un hito positivo en la vida del individuo. Debería considerarse no como algo que lo frena, sino como una oportunidad de seguir un nuevo camino en la vida».
Claro, en circunstancias tales como las relacionadas con la atención médica o la aviación, el fracaso puede tener resultados catastróficos; por eso no se debe tomar a la ligera. Hay que aprender las lecciones y hacer los cambios pertinentes. No obstante, esto es aún más probable cuando el fracaso se considera como una herramienta útil, algo que hay que aceptar, analizar y usar como un acicate para alcanzar el éxito. Esta perspectiva es esencial si esperamos superarnos y avanzar como individuos y como sociedad.
Un torbellino de fracasos
Consideremos el ejemplo de alguien que tiene una actitud positiva hacia el fracaso y el beneficio que deriva de ese modo de pensar. Sir James Dyson es un inventor y diseñador industrial británico de renombre. Fundador de Dyson Ltd., su invención más famosa hasta la fecha es la aspiradora sin bolsa fabricada con tecnología de aspiración ciclónica. Tras ella, su empresa siguió con la creación de una serie de productos innovadores entre los que se encuentran secadores de manos, secadores de cabello, ventiladores e iluminación localizada.
El sitio web de Dyson dice: «En 1978, James Dyson se sintió frustrado por la caída de rendimiento de su aspiradora. Al desmontarla, descubrió que la bolsa se había obstruido con el polvo y que esa era la razón por la que perdía succión. Recientemente, él había construido una torre ciclónica industrial para su fábrica, que separaba del aire las partículas de pintura utilizando fuerza centrífuga. Sin embargo, ¿podría el mismo principio funcionar en una aspiradora?»
El columnista Matthew Syed de The Times of London entrevistó a Dyson para su libro Black Box Thinking de 2015. En él, Dyson se refiere al fracaso de la tecnología en aspiradoras como una oportunidad para imaginar de nuevo la manera de aspirar. Le dijo a Syed: «Siempre se empieza con un problema. Durante veinte años odié las aspiradoras… Si hubieran funcionado a la perfección, no habría tenido motivación para concebir una nueva solución… Los fracasos alimentan la imaginación. No se puede tener lo uno sin lo otro».
Por supuesto, crear un producto práctico y comercializable no fue fácil. Dyson creó numerosas iteraciones antes de concebir un producto que funcionara como él quería. Así como Thomas Edison y la famosa historia acerca de sus múltiples intentos para crear una bombilla incandescente que funcionara, Dyson produjo 5.127 prototipos antes de quedar satisfecho con el resultado. En otras palabras, tuvo que pasar por muchos fracasos antes de alcanzar el éxito.
Es probable que el fracaso sea parte inevitable de la vida, pero mientras sigamos probando, será solo parte del proceso, no el punto final. Podemos quedarnos con tecnologías y metodologías en desuso y permanecer estancados en una rutina de nuestra propia elaboración, o considerar el fracaso como una fuerza positiva para impulsarnos al cambio. Podemos imaginar cómo hacer cosas, desde dispositivos de alta tecnología a la manera de vivir nuestras vidas y de estructurar nuestras sociedades. Triunfar no es asunto de evitar fracasar, sino de aprender de nuestros errores y seguir avanzando.
Syed sostiene que, contrario a la lógica, lo que facilita la obtención del éxito es la forma en que soportamos y afrontamos el fracaso. ¿Consideramos el fracaso como amenaza o como oportunidad? El autor y filósofo británico Bryan Magee lo pone de esta manera: «Nadie puede darnos un mejor servicio que mostrarnos qué está mal en lo que pensamos o hacemos… El hombre que acoge la crítica y actúa en consecuencia la valorará casi por encima de la amistad: el que la resiste, preocupado por mantener su posición, se aferra a no crecer».
«Lejos de ser objeto de resentimiento, el comentario crítico de otros constituye una inestimable ayuda, digna de bienvenida y sobre la que conviene insistir».
Entonces, ¿qué hace falta para fomentar este modo de pensar? Mantenernos dispuestos a ser enseñados es clave, lo cual a su vez requiere humildad. En su libro Failing Forward: Turning Mistakes Into Stepping Stones for Success, el experto en liderazgo John Maxwell recomienda permanecer abiertos a aprender de los errores. Según él, esto «puede ayudarle a convertir en ventaja la adversidad». La disposición a ser enseñados nos ayuda a aprender todo lo que podamos de lo que ha salido mal. Es similar a la práctica de molturación y prensado de las aceitunas; hay más que extraer que el flujo inicial de aceite. Algunas de las lecciones que debemos extraer son más difíciles de conseguir y requieren que nos enfoquemos de manera sistemática en el qué, el por qué y el cuándo del resultado negativo. Mantenernos dispuestos a ser enseñados nos ayuda a participar plenamente en el proceso de aprendizaje y a exprimir hasta la última gota de beneficio de cualquier situación de la que naturalmente querríamos huir y dejar atrás lo antes posible. Permanecer en este proceso y prestar total atención a un error no es lo mismo que anclarnos en el error y rumiar nuestras limitaciones hasta quedar paralizados en la inacción. Más bien nos ayuda a avanzar y dejar el fracaso atrás de manera positiva. También reduce la probabilidad de que repitamos el error.
Juegos mentales
Para aprovechar nuestros fracasos y aprender de ellos, es necesario que venzamos el temor al fracaso. Esto puede resultar difícil cuando las noticias describen fracasos de todo tipo y a menudo buscan a quien echarle la culpa. Por ejemplo, cuando un proyecto importante de obras públicas se cotiza muy por encima del presupuesto y no se termina a tiempo se considera de interés periodístico. Por otra parte, los informes sobre obras terminadas a tiempo y dentro del presupuesto no parecen generar mayor interés. Después de todo, las buenas noticias no son… noticia. Con esta cultura generalizada puede ser bien fácil reaccionar negativamente ante el fracaso. Cuando las cosas van mal, ¿nos mueve el miedo al fracaso a buscar culpables, conseguir un chivo expiatorio y encubrir o retocar nuestros errores? ¿O nos apropiamos de nuestras fallas y nos preocupamos por cambiar las cosas?
El miedo al fracaso puede llevarnos a la parálisis. Este —especialmente— es el caso, si hemos experimentado el fracaso y consecuencias negativas anteriormente. Maxwell describe el «ciclo del miedo», según el cual el miedo al fracaso conduce a la inacción, la cual a su vez resulta en falta de experiencia y de competencia que da aún más lugar al miedo al fracaso.
Morrall y Patterson analizan la obra del psicólogo Martin Seligman sobre la impotencia aprendida, según la cual la repetida exposición negativa al fracaso conduce al pesimismo. Por lo general, la gente responde dándose por vencida; incapaz de ver una forma de avanzar, desestima otras posibilidades y cree que no tiene control sobre lo que está sucediendo. Esto tiene consecuencias a nivel social: cómo criamos y educamos a nuestros hijos, cómo gestionamos los institutos para delincuentes, la cultura empresarial que generamos, etc. A nivel individual, romper este ciclo demanda acción; no se le puede evitar; requiere resiliencia ante los reveses inevitables. Podemos pensar al respecto como la habilidad de levantarnos, sacudirnos el polvo y empezar de nuevo.
Maxwell sostiene que «no importa qué lo ha detenido a uno o cuánto tiempo ha estado inactivo. La única manera de romper el ciclo es encarar el miedo y tomar acción, por pequeña o insignificante que parezca».
Por supuesto, puede que esté más allá de nuestro alcance salir adelante sin la ayuda de nadie, en cuyo caso puede que necesitemos asesoramiento y apoyo externo para facilitar un ciclo positivo en el cual enfrentemos el fracaso y lidiemos con este constructivamente.
Todo esto presupone que nuestra lucha consiste en afrontar y superar los fracasos reconocidos como tales. Pero ¿qué si todavía tenemos que admitir que hemos fracasado? La mente humana tiende a engañarse creyendo que todo está bien. Como Syed pregunta «¿cómo puede uno aprender del fracaso cuando —a través de un sinfín de medios sutiles de justificación propia, manipulación narrativa y… reducción de disonancia— se ha convencido a sí mismo de que en realidad no ha habido fracaso alguno?».
«Mentirse a sí mismo destruye la posibilidad misma de aprender».
¿Nos encontramos diciendo cosas como: «Era inevitable», «Fue un caso aislado», «No tenía otra alternativa», «Cualquiera hubiera hecho lo mismo»? De ser así, puede que nuestra mente esté atrapada en un círculo cerrado donde aprender de lo que salió mal sea imposible. Es probable que hayamos oído a uno que otro experto explicar por qué sus predicciones sobre la economía, el resultado de las elecciones o de un partido no se cumplieron, justificándose mediante estadísticas y la utilización selectiva de datos. ¿Cuán a menudo oímos a un político decir «me equivoqué, pero esto es lo que aprendí de ello, y esto es lo que voy a hacer al respecto»? En vez de ello, suelen dedicar tiempo y esfuerzo a urdir un trasfondo y resultados positivos o a echarle la culpa a otro.
La teoría sobre disonancia cognitiva del psicólogo social Leon Festinger (1957) también entra en juego: cuando la evidencia desafía nuestras teorías, nuestros sistemas de creencias y nuestras conductas, procuramos mantener coherencia cognitiva. Por ejemplo, cuando descubrimos que comer muchos alimentos procesados puede reducir nuestra expectativa de vida, ¿nos induce esto a cambiar nuestro estilo de vida o más bien reaccionamos diciendo «la vida es demasiado corta para preocuparnos por eso» o «algún día tendré que irme, así que más vale disfrutar el ahora». Si optamos por esto último, la disonancia se ha reducido por prestidigitación mental y la oportunidad de aprender y cambiar se ha perdido.
Se relaciona con esto el sesgo de confirmación, mediante el cual procuramos respaldar lo que queremos o creemos. Por ejemplo, si creemos que las cosas malas vienen de a tres y ya han sucedido dos, a menudo buscaremos la tercera a fin de validar nuestra creencia, incluso valiéndonos de contorsiones mentales para que así resulte y pasando por alto las veces en que claramente esto no se cumple. Es esta una tendencia fácil de reconocer en otros; necesitamos darnos cuenta de si también es nuestra.
El final del juego
Superar los juegos mentales, enfrentar nuestros fracasos y verlos como oportunidades de aprendizaje son todos pasos positivos, pero en última instancia serán de poca utilidad si el proceso no produce un cambio de conducta. ¿Tendrá que darnos un ataque cardíaco antes de que cambiemos nuestra dieta o hagamos ejercicio físico? Rara vez esas experiencias surgen de la nada; las señales de advertencia, los fracasos, estaban ahí para ser vistos, como oportunidades de oro para inducirnos al cambio. Con demasiada frecuencia, sin embargo, la tendencia es averiguar más y más sobre nuestros problemas pero hacer poco para resolverlos. Esta es una de las razones por las cuales las revistas, los libros y los sitios web sobre dietas y ejercicio físico son tan populares, especialmente a comienzos de cada año. Pero, ¿cuántos de nosotros usamos por más de un par de semanas la información que contienen, perseverando hasta que el fracaso se convierta en éxito?
«Se define el aprendizaje como un cambio de conducta. Uno no ha aprendido algo sino hasta que se pone en acción y lo usa».
Entonces, como individuos, ¿dónde radican nuestras fallas? ¿Podemos examinar nuestras vidas e identificar un patrón… tal vez de relaciones fallidas, objetivos de vida sin cumplirse u oportunidades perdidas, combinado con una sensación de impotencia y de estar atrapado en un círculo negativo?
En mayor escala, ¿han producido nuestras instituciones, leyes y métodos de gobierno paz duradera, asistencia médica universal, agua potable y alimento nutritivo suficientes para toda la gente, el fin del abuso sexual y de la explotación infantil, por mencionar solo algunos de nuestros fracasos colectivos? Tenemos tanto conocimiento al alcance de nuestras manos, pero ¿lo hemos usado para fomentar un cambio conducente a resultados positivos o seguimos haciendo lo mismo de siempre con los mismos resultados?
Varios miles de años de registros históricos revelan una historia constante de fracasos de la humanidad. Con todo, ponen a nuestra disposición una fuente de información que nos desafía a ver las cosas de modo diferente, a reinventar cómo vivir como individuos y como sociedad, y a usar esto como catalizador para convertir en éxito el fracaso. La Biblia ofrece consejo atemporal para todos, el cual, si se le presta atención, resultará en un cambio de corazón. David, uno de los reyes de Israel, declaró «Gustad, y ved que es bueno Jehová; dichoso el hombre que confía en él» (Salmo 34:8).
¿Estamos dispuestos a poner a prueba esa teoría o —por disonancia cognitiva y sesgo de confirmación— nos rehusaremos a examinar de nuevo cómo y por qué hemos fallado? ¿Seguiremos con nuestra propia manera de hacer las cosas? El hijo de David, el rey Salomón, tuvo algo que decir al respecto: «Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte» (Proverbios 14:12; 16:25).
Las señales de advertencia están allí, ¡si tan solo las reconociéramos! El apóstol Pablo confeccionó una lista de rasgos que caracterizarían un tiempo futuro; su lista suena inquietantemente familiar: «Ahora bien, ten en cuenta que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. La gente estará llena de egoísmo y avaricia; serán jactanciosos, arrogantes, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, insensibles, implacables, calumniadores, libertinos, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traicioneros, impetuosos, vanidosos y más amigos del placer que de Dios» (2 Timoteo 3:1–4, Nueva Versión Internacional).
¿Prestaremos atención a estas señales de los tiempos, confrontaremos nuestros fracasos y adoptaremos las medidas necesarias para cambiar? Más adelante, Pablo señaló una inestimable fuente de ayuda: «Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia» (versículo 16).
Vale la pena repetir las palabras de Bryan Magee: «Nadie puede darnos un mejor servicio que mostrarnos qué está mal en lo que pensamos o hacemos»…
¿Estamos dispuestos a pensar fuera de los límites en que nos confinamos y considerar que nuestro Creador está tratando de decirnos precisamente eso?