¿Heridos de Muerte?
«Los principales bancos centrales del mundo han sostenido una serie de llamadas», reportó el Times de Londres. «Se dijo que Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, y [Mervyn] King, del Banco de Inglaterra, fueron clave para echar a andar el plan de acción, y luego sus especialistas de mercado se avocaron a los detalles». La asociación masiva realizada a través de la Reserva Federal de EE.UU., el banco central de la economía más grande del mundo, en unión con el Banco de Inglaterra, el Banco Central Europeo, el Banco Nacional de Suiza y el Banco de Canadá, fue la confirmación de que el sistema monetario mundial se encontraba en condiciones críticas y que era necesario hacer algo, según expresaron los banqueros centrales, para «manejar las fuertes presiones de los mercados financieros a corto plazo». Dichas reuniones condujeron a la realización de un anuncio conjunto de los bancos centrales del mundo acerca de su intención de inyectar al sistema varios miles de millones de dólares, una acción realizada casi inmediatamente después del anuncio. El Times describió esto como «el equivalente a la caballería del banco central que llegó a evitar una masacre en los mercados monetarios».
Podría parecer que estuviéramos hablando del otoño de 2008, pero, en realidad, estos eventos ocurrieron un año antes, desde el mes de noviembre hasta inicios de diciembre de 2007.
En palabras del Economist (22 de marzo de 2008), para marzo de 2008 la Reserva Federal ya había «inundado los mercados crediticios con liquidez» y el quinto banco de inversión más grande de Estados Unidos, Bear Stearns, necesitaba un medio de salvación. Esta operación de asistencia financiera no se consideró simplemente como el rescate de Bear Stearns, sino de lo que el Economist denominó como «el maravilloso edificio de las finanzas modernas»: Wall Street. Además, en un esfuerzo por estimular la economía y evitar un inminente colapso financiero, la Reserva Federal recortó la tasa de los fondos federales (la tasa de interés objetivo que les gustaría que los bancos cobraran cuando se prestan dinero entre sí). La semana del 16 de marzo también estuvo bastante ajetreada para el Banco Central Europeo, el Banco de Inglaterra, el Banco de Japón y otros bancos centrales que también se esforzaban por generar liquidez sin provocar inflación en sus respectivas economías.
Para julio de 2008, una entropía incontenible había tomado el control del sistema financiero del mundo. En septiembre, el gobierno de Estados Unidos rescató a Fannie Mae y Freddie Mac (las gigantescas compañías hipotecarias respaldadas por el gobierno, pero de naturaleza privada), y, al menos en América, el temor de un colapso total del sistema financiero estadounidense era palpable. Septiembre también trajo consigo la bancarrota de Lehman Brothers, la venta de Merrill Lynch a Bank of America y el rescate financiero de American International Group (AIG).
La hecatombe progresó a un ritmo constante durante el resto del año y el miedo se convirtió en terror cuando vislumbramos la verdadera naturaleza mundial de la catástrofe financiera que se desarrollaba ante nosotros. Ningún país o banco estaba exento. Los gobiernos de los Países Bajos, Alemania, Francia y Suiza aportaron miles de millones de dólares para el rescate de los principales bancos en sus respectivos países. El gobierno del Reino Unido hizo lo mismo en el Royal Bank of Scotland y Lloyds TSB, mientras que Estados Unidos anunció su intención de adquirir un gran número de acciones de Bank of America, JPMorgan Chase, Wells Fargo, Citigroup, Morgan Stanley y Goldman Sachs. Irlanda, Dinamarca y otros también tuvieron que intervenir para rescatar a sus instituciones financieras. El ciclón económico continuó arrasando el planeta. Incluso los bancos chinos altamente rentables y los bancos australianos hasta entonces estables se prepararon para la tormenta.
¿ESTA VEZ ES DIFERENTE?
No es novedad que nuestros sistemas bancarios y financieros mundiales se encuentren en condiciones críticas. Durante más de un año los medios de comunicación nos han bombardeado con las últimas noticias acerca de cómo ha empeorado la situación. La prensa financiera con frecuencia ha descrito el contagio que ya devora a las instituciones y mercados financieros de todo el mundo como una cepa nueva y más virulenta de las infecciones que ocasionaron las crisis financieras anteriores, y esa descripción ha generado un temor real (aunque tácito) de que el sistema realmente está herido de muerte.
Entonces, ¿qué tiene de diferente esta crisis? Nada en lo absoluto, afirman Carmen M. Reinhart (profesora de economía de la Universidad de Maryland y ex subdirectora del Departamento de Investigación del Fondo Monetario Internacional [FMI]) y su colega Kenneth S. Rogoff (profesor de economía de Harvard y antiguo jefe de economía y director de investigación del FMI). En un documento publicado en abril de 2008 titulado «Esta vez es diferente: Una visión panorámica de ocho siglos de crisis financieras [This Time is Different: A Panoramic View of Eight Centuries of Financial Crises]», Reinhart y Rogoff concluyeron que «la crisis financiera en los instrumentos de alto riesgo [subprime] en 2007-2008 es poco excepcional». Esa conclusión se basó, según dijeron, en «un análisis “panorámico” de la historia de las crisis financieras que datan desde el incumplimiento con pagos de Inglaterra en el siglo XIV hasta la actual crisis financiera con los subprime de Estados Unidos». El estudio analizó «deuda externa e interna, comercio, PIB, inflación, tasas de cambio, tasas de interés y precios de productos básicos» de 66 países en África, Asia, Europa, Latinoamérica, Norteamérica y Oceanía.
«Los periodos de gran movilidad internacional de capital han producido crisis bancarias internacionales en repetidas ocasiones, no sólo famosas como las de los noventa, sino también históricas».
Para Reinhart y Rogoff los datos son inequívocos: «la cesación de pagos en serie sigue siendo la norma, con olas internacionales de incumplimiento separadas usualmente por muchos años, si no es que décadas». Una revisión de sus hechos indica que, en los últimos 200 años, estos incumplimientos masivos han ocurrido aproximadamente cada 50 años. Aunque los escritores no establecen la relación, este intervalo sugiere, entre otras cosas, un componente generacional: al menos una vez en el periodo de vida promedio del ser humano, todos experimentamos una crisis financiera internacional importante, el sistema se ve forzado a realizar una dolorosa corrección y el ciclo comienza de nuevo.
De acuerdo con estos economistas, cualquier noción de parte de los inversionistas y los encargados de hacer políticas de que «esta vez es diferente» es «una ilusión». También señalan que una inflación elevada, las caídas de la moneda y las devaluaciones a menudo van de la mano con una cesación en los pagos. Además, «históricamente», señalan, «las olas importantes de mayor movilidad de capitales», como de las que fuimos testigos en las últimas décadas del siglo XX y en los primeros seis años del siglo XXI, «frecuentemente van seguidas por una serie de crisis bancarias nacionales».
Dichos periodos de incumplimiento evidentemente llegan a su fin, aunque su duración es impredecible. De acuerdo con Reinhart y Rogoff, de 1800 a 1945, la duración promedio de los episodios de cesación de pagos por las deudas nacionales era de seis años; después de la Segunda Guerra Mundial fue de tres años. Las razones son debatibles; sin embargo, el hecho más interesante revelado por los datos es que una vez que se soluciona el incumplimiento y se reestructura la deuda, los países rápidamente vuelven a apalancarse, es decir, incurren en más deuda. Tal comportamiento tiene todas las características de una adicción y, sin embargo, de alguna manera el sistema sobrevive, por lo que, con toda seguridad, esta vez también será así.
UN ACTO DE EQUILIBRISMO
Quizá la pregunta no es si el sistema está herido de muerte, sino, más bien, si está dañado en su esencia. Reinhart y Rogoff han documentado cerca de un milenio de endeudamientos nacionales (públicos y privados) que conducen a una cesación de pagos, quiebras bancarias, devaluaciones e inflación. Pero ¿por qué se llega a estos problemas?
Cuando los países industrializados implementan una política monetaria su meta es crear una economía nacional estable, y lo hacen supervisando y controlando las tasas de interés y el dinero en circulación. Los gobiernos ejercen su política fiscal y de esta manera afectan la dirección de la economía a través de los impuestos y el presupuesto gubernamental. A la estructura aceptada mediante la cual llevan esto a cabo se le conoce como banco central y una de sus funciones principales consiste en controlar la emisión y la cantidad de dinero que circula en la economía de un país. En teoría, esa cantidad de dinero es la requerida para lograr un equilibrio entre lo que se produce en bienes y servicios, y lo que se paga por ellos. La estabilidad se logra cuando los valores en un intercambio son iguales: la cantidad de dinero pagada representa exactamente el valor de una compra. Así que la función principal de los bancos centrales es producir y mantener la estabilidad mediante la política monetaria.
Si la cantidad de dinero en circulación excede la cantidad y, por lo tanto, el valor de los bienes y servicios producidos, entonces se incrementan los precios o la producción. Esto se debe a que hay más dinero que bienes y servicios al precio prevaleciente. Y asimismo al contrario: cuando la oferta de dinero se contrae, generalmente los precios disminuyen. El dinero debería facilitar el intercambio de bienes y servicios; no debería perturbar el equilibrio entre la producción y el valor en el mercado de los bienes producidos.
La miríada de problemas de los mercados inmobiliarios de la actualidad es un buen ejemplo de la forma en que demasiado dinero distorsiona el valor. Las entidades crediticias pusieron hipotecas con bajos intereses a disposición de varios miles de personas que no tenían la capacidad financiera para realizar los pagos. El efecto inicial de este dinero fácil fue la inflación artificial de los precios de las viviendas, pero cuando la economía se desaceleró y la gente dejó de pagar sus hipotecas, todo el mercado inmobiliario se desestabilizó. Eso fue el catalizador para la actual crisis en el sector financiero.
A LAS PUERTAS DE LA DEUDA
Es claro que la deuda es un aspecto fundamental de cualquier sistema económico, pero para apreciar correctamente cuánto dependemos de ella para obtener dinero, sólo necesitamos observar el efecto de una contracción en el crédito y los préstamos en la economía… como lo estamos viendo en la actualidad. Somos adictos a la deuda como nuestro método favorito para generar crecimiento económico y prosperidad, y mientras continuemos así, seguiremos siendo víctimas de los «episodios de cesación de pagos» que forman parte de la realidad histórica de este sistema.
Es irónico que a pesar de toda la riqueza, innovación, tecnología y aparente prosperidad existentes en las sociedades industrializadas, la mayoría de las personas en ellas esté fuertemente endeudada. Quienes verdaderamente producen toda la riqueza real en la economía real están en deuda con quienes emiten el dinero que representa esa riqueza, y no estamos en deuda sólo por la cantidad del capital del préstamo, sino también por los intereses. El problema es que los bancos crean dinero para el capital de la deuda, pero no para los intereses; sin embargo, los prestatarios están legalmente obligados a pagar el capital más los intereses de una oferta de dinero que en esencia consiste sólo del capital.
El intervalo entre la creación de dinero como un nuevo préstamo y su pago es lo que evita que se genere un incumplimiento; no obstante, cuando una economía funciona ineficazmente, o no funciona en lo absoluto, el tiempo se comprime y queda expuesto el defecto fundamental del sistema.
La solución a este problema ha sido crear más deuda para subsumir la deuda existente, que ahora consiste tanto del capital insoluto como de los intereses. Y aunque las deudas en ocasiones se condonan, para que individuos y naciones funcionen económicamente deben incurrir en más deuda. El nuestro es un sistema que nos encadena a una espiral de endeudamiento cada vez mayor que asciende perpetuamente y de la cual no es posible escapar. El proverbio que dice: «El rico se enseñorea de los pobres, y el que toma prestado es siervo del que presta» (Proverbios 22:7) es una verdad, una descripción acertada del sistema monetario de este mundo.
Es necesario reexaminar muchos de los elementos de este sistema. ¿Es moral que el interés se calcule sobre un capital inexistente, creado básicamente de la nada?
Así, tenemos la idea de que podemos generar un crecimiento económico perpetuo año tras año mediante un apalancamiento constante de nuestro futuro, pero ¿acaso la historia de los últimos 800 años (según la describen Reinhart y Rogoff) no nos dice que la hora de la verdad no está muy lejos de nuestro futuro? ¿Cómo puede ser correcto que aun cuando sabemos que hay un desorden, de cualquier manera dejamos que la siguiente generación lo arregle?
En la relación deudor-acreedor, el acreedor es quien domina y tiene el poder para oprimir. ¿Será alguna vez posible crear justicia cuando existe tal discrepancia en el poder y el sistema no ofrece una fuerza igualitaria? ¿Acaso no deberíamos, por ley, implementar una estructura que neutralice ese poder para evitar la opresión al deudor (que generalmente son los pobres)?
Por último, el uso del crédito es el uso del apalancamiento: la fuerza. El apalancamiento es fundamental para la forma en que hacemos crecer una economía y para mantenerla creciendo constantemente. El desarrollo en la economía real nunca ocurre tan rápido como podemos crear deuda en un esfuerzo por forzar el crecimiento económico, y por ello tenemos una cesación en el pago de los créditos.
No obstante, existe un problema más grande. Para poder sostener la deuda que creamos, debemos ser capaces de producir realmente en el mundo real, que es un mundo de recursos finitos. ¿Por cuánto tiempo y para cuántas personas de este mundo podremos continuar despojando a la tierra de sus recursos y convertirlos en basura antes de que el planeta deje de sustentar la vida, incluso nuestras vidas? (Consulte «Y luego, ¿qué?»).
INTERÉS EN LOS PRINCIPIOS
Una definición de insensatez señala que es insensato hacer lo mismo una y otra vez de la misma forma, y al mismo tiempo esperar un resultado diferente. Basados en esa definición, 800 años de insensatez deberían ser suficientes.
Como ya se ha mencionado, durante los últimos dos siglos hemos experimentado un cesación mundial de pagos en los créditos aproximadamente cada 50 años, más o menos el periodo de la hegemonía británica y estadounidense en las finanzas. Esto significa que cada generación básicamente está pagando por los «pecados» de otros.
Debido a que el crecimiento infinito en un mundo finito es realmente imposible, ¿por qué no protegemos a las futuras generaciones construyendo un sistema que asegure que los niños no tendrán que pagar las deudas en las que incurran sus padres?
¿Y si, en lugar de aumentar la deuda para apalancar el crecimiento, estableciéramos una estructura que requiriera que los mercados crediticios se restablecieran periódicamente, digamos cada siete años? Los prestamistas tendrían mucho cuidado al extender un crédito porque sabrían que al momento del restablecimiento anual del crédito tendrían que amortizar cualquier saldo insoluto. No habría incentivos para prestar a quienes no pudieran pagar dentro del tiempo establecido. La creación de dinero para la especulación en los mercados sería cosa del pasado. No habría motivos para inflar un avalúo empleado para garantizar un crédito con el fin de obtener un mayor retorno sobre dicho crédito, y un prestamista tampoco estaría motivado a aumentar el valor de los activos que conserva como garantía para prestar más dinero del que un deudor pudiera pagar, con la esperanza de tomar posesión de dicha garantía, pues ésta tendría que liberarse una vez cubierto el pago de la deuda. Este tipo de reglamentación sería bastante útil para neutralizar la estructura de poder dispar en la relación deudor-acreedor y para eliminar muchas de las graves injusticias que nuestro moderno sistema crea tan fácilmente, y asimismo impondría un límite al uso del crédito en la economía y enlazaría el otorgamiento de créditos al rendimiento real de la economía por lo que, de ese modo, se eliminaría el problema de incumplimiento serial que hemos experimentado al menos durante los últimos 800 años.
Implementar este esquema de reglamentación requeriría una reestructuración total de la forma en que se calculan los intereses sobre los créditos. En nuestro mundo, el interés sobre el dinero creado como deuda se carga al dinero creado a partir de nada más que la promesa de pago del deudor. Eso significa que, sin importar la tasa de interés nominal o establecida, la tasa de interés real es de 100%. A diferencia del interés sobre el crédito en nuestro mundo, la cantidad tendría que ser razonable, sin comisiones adicionales, y tendría que calcularse con base en la riqueza real prevaleciente en la economía. Esta característica elimina la injusticia que surge cuando los prestamistas crean (e inyectan en la economía) sólo el capital del crédito.
Es imposible reglamentar el uso del crédito en una economía sin considerar los bienes inmuebles, porque las propiedades, tanto rurales como urbanas, forman la base de nuestras economías. La reglamentación en esta área comienza con quienes son los dueños de la tierra. Solamente entonces puede estructurarse un esquema considerado para el uso y desarrollo de la tierra, el financiamiento y la alienación (transferencia de los derechos de propiedad). Basta decir que necesitaríamos implementar algo radicalmente diferente a lo que vemos hoy en nuestro mundo antes de que pudiéramos lograr el equilibrio necesario para tener una economía viable y estable en todo el mundo.
Tal vez piense que tales reformas radicales son imposibles en el mundo en que vivimos… y estamos de acuerdo. La ironía es que esas reformas sugeridas fueron diseñadas hace siglos y fueron prescritas como un plan económico para una nación en su infancia (consulte Deuteronomio 15 y Levítico 25). Eran la receta para la paz y la prosperidad, el equilibrio entre lo que se produce y lo que se compra y se vende. Y si continúa leyendo hasta Levítico 26 o Deuteronomio 28, se dará cuenta de que la implementación de estas reglamentaciones y principios aseguraban la libertad de la esclavitud que surge del endeudamiento, una esclavitud que estamos experimentando ahora. (La Biblia tiene más que decir al respecto y hablaremos de ello en una próxima edición de Visión).
Este plan también es un proyecto para el mundo que aún está por venir cuando, en lugar de un hombre elegido por la voluntad del pueblo, un Mesías real, nombrado y ungido por la voluntad del Creador, regirá a las naciones de este mundo.