La Crisis de Identidad de Rusia
Rusia puede ser una de las naciones más fáciles de localizar en un globo terráqueo, pero definir a un ruso es una empresa mucho más difícil. Para un occidental, las ideas acerca de los rusos son inherentemente complejas y paradójicas. Por un lado, existe una magnificencia de autores, artistas y compositores rusos, desde Tolstoi hasta Reipin y Rachmaninov; y desde Pasternak hasta Fabergé y Mussorgsky. Aunque, por otro lado, debemos intentar resolver el espectro de la Rusia Comunista, los terrores de los campos de concentración de Gulag y la paralizante inercia cultural y económica de la Unión Soviética.
Esta dificultad es aún más marcada (y más crucial) para los propios rusos. La paradoja ejemplifica los problemas enfrentados por aquéllos que desean cultivar la Idea Rusa, una identidad de la que los nativos pueden obtener confort y forjarse un modo de vida. El periodista Robert Parsons de Radio Free Europe señala que «la idea de definir un concepto de la identidad nacional rusa es casi tan antigua como la misma Rusia… e igual de evasiva».
La lucha que Rusia ha librado durante siglos por una identidad nacional refleja las búsquedas similares de casi cada individuo y grupo de personas desde comienzos de la humanidad. Nuestra identidad, ya sea personal o colectiva, es quizá nuestra posesión más atesorada y protegida. Si una identidad se pierde, nos esforzaremos por recuperarla y reformarla. Así, la búsqueda de Rusia de su identidad es, de muchas maneras, como cualquier otra. El estudio sobre la búsqueda de Rusia revela nuestra propia necesidad de saber quiénes somos y demanda una pregunta fundamental: ¿Cómo se forma el sentido de identidad, ya sea como nación o como individuo?
UN REGRESO AL PODER
Cuando el ex presidente ruso Vladimir Putin anunció el 10 de diciembre de 2007 que Dmitry Medvedev tomaría su lugar como líder político de Rusia Unida, el partido dominante del país, marcó el fin de la primera fase de la rehabilitación actual de su nación. Hasta su ascenso en 1999, Putin había actuado deliberadamente para restablecer la imagen de Rusia. Su visión, destinada a continuar bajo el liderazgo de Medvedev, fue una identidad nacional resucitada.
La Rusia poscomunista ha luchado justificadamente por reafirmarse. En los años posteriores a la caída de la Unión Soviética la nación ha soportado la desintegración, la venta de recursos nacionales, dos terribles guerras (algunos dirían que imposibles de ganar) en Chechenia, la caída del rublo y (desde 1999) la marcada rigidez del control del gobierno. Es una nación incierta. Antiguamente fue una de las dos superpotencias mundiales comprobables, y sus estructuras otrora poderosas se han ido desmoronando durante años. Zinovy Zinik, novelista y locutor moscovita, señala que «los rusos se encuentran en un estado permanente de crisis de identidad».
«Los rusos ya no saben quiénes ni qué son y, por lo tanto, les ofende cualquier intento por definirlos».
Es su recuerdo de la Unión Soviética, alguna vez grande y terrible, lo que provoca la mayoría de los problemas de los rusos. Los nativos inicialmente dieron la bienvenida al golpe que reemplazó el comunismo con la democracia del libre mercado, al ver en ello su oportunidad de beneficiarse de los ricos y la libertad prometida durante décadas por la propaganda occidental. El nuevo presidente, Boris Yeltsin, bajo la asesoría de capitalistas occidentales, solicitó carta blanca durante doce meses con poder ilimitado para arreglar la convulsionada economía rusa. El nuevo parlamento democrático aceptó, y la gente se estremeció con emoción ante las posibilidades.
La realidad fue tremendamente desilusionante. Yeltsin inició un remate total de las posesiones nacionales para inversionistas privados, minando el poder del Kremlin y creando una pequeña clase alta de oligarcas extremadamente adinerados. El rico se volvió súper rico, y el pueblo sufrió bajo un rublo volátil que finalmente colapsó en 1998. De acuerdo con el periodista Vladimir Vorsoben, «Rusia aún se está recuperando de los agotadores años noventa». Para los rusos, la democracia y el capitalismo del libre mercado están terriblemente manchados por aquellos tiempos.
Como reacción a este caos, la juventud actual contempla con dolor la aparente estabilidad de la ex Unión Soviética, una cultura que realmente nunca experimentó. En su libro, Kremlin Rising [El Surgimiento del Kremlin], Peter Baker y Susan Glasser, ex jefes de la agencia de Moscú para el Washington Post, citan a manera de ejemplo a la franca adolescente rusa Tanya Levina: como la mayoría de sus compañeros, ella se tambalea entre la propaganda de dos épocas muy diferentes. Adoptando puntos de vista idealizados del pasado y críticas de la corrupción bajo su experimento de nación en democracia, ella le contó de manera confidencial a su maestro de historia que el bolchevismo «fue la mejor elección para Rusia... Ellos tenían ideas concretas, metas concretas y planes concretos para el desarrollo de esta sociedad». Y Tania no es la única que piensa así.
Son estos «planes concretos» tan diferentes a la anarquía de los noventa, que algunos rusos los aprecian más. Miran atrás hacia los tiempos comunistas como una época de estabilidad y, por lo tanto, recibieron con gusto el gobierno autoritario con tintes soviéticos de Putin.
«En la última década, todo el universo comunista, como una Atlántida Soviética, desapareció del mapa del mundo y se hundió en el olvido. Ya no estamos seguros con qué país bajo el nombre de Rusia vamos a tratar».
Para un pueblo infeliz con la desintegración postsoviética de Rusia, Putin fue una bendición. Él supervisó el surgimiento de Rusia en el orden mundial y de ese modo volvió a hinchar el orgullo nacional. Sostenido por las vastas reservas de gas y petróleo que nuevamente se nacionalizaron, la economía de Rusia está resurgiendo; el Banco Mundial afirma que ha regresado a los niveles de alrededor de 1989. Los inversionistas nacionales que sufrieron durante mucho tiempo están felices de ver el fin de los fallidos años noventa. La deuda externa de Rusia ha bajado drásticamente, ayudada por el pago de 22.5 mil millones de dólares del Club París, la cantidad más grande en la historia, lo que permitió al Estado negociar y comercializar con cualquiera que lo deseara. Libre de la obligación internacional, Putin buscó deliberadamente la independencia de Occidente y buscó formar asociaciones económicas con Indonesia y China. No obstante la farsa indudable de las recientes elecciones (algunas fuentes reportaron que Putin logró una aprobación de 109% en Mordovia), el apoyo para el presidente fue indiscutible: en una encuesta en febrero de 2008 realizada por el Centro Levada independiente, 47% de los encuestados pensaba que sería mejor para Rusia si Putin quedara como presidente por un tercer periodo, a pesar del hecho de que la constitución rusa especifica un límite de dos periodos.
Esta nueva fuerza nacional se refleja en el mismo Putin. Diametralmente opuesto a la imagen de Yeltsin de gran bebedor y alguien que hace pasar vergüenzas, Putin es visiblemente atlético y musculoso, incluso es cinta negra en judo. Él cultivó su imagen de manera intencional: implícita en su determinación de que la identidad rusa se refiere menos a los proyectos (por ejemplo, la misión comunista mundial) que a la gente se encontraba una esperanza de que los rusos comunes y corrientes interpretarían su fuerza masculina como una habilidad para restaurar la nación a su antigua soberanía. (En un exitoso sencillo de 2002 que alguien dijo fue orquestado por los subordinados de Putin, la banda femenina rusa Singing Together declaró: «Yo quisiera un hombre lleno de fuerza… que no beba… que no me hiera… que no huirá. Yo quiero un hombre como Putin»).
A través del cuidadoso desarrollo de su propia personalidad, el inmensamente popular Putin fue construyendo claramente una identidad fresca para la Rusia contemporánea. Contrario a los temores de muchos comentaristas, algunos de los cuales predijeron perezosamente que una Rusia renaciente significaría una nueva Guerra Fría, para él esto significó un rompimiento deliberado con el pasado. Sin embargo, aún existen ecos de lo que Rusia solía ser. De muchas formas, la Rusia de Putin es simplemente una reconfiguración más que una nueva creación, un ave fénix que surge desde las cenizas de los noventa.
Muchos rusos se muestran cautelosamente optimistas y, si no es así, entonces ciertamente están satisfechos con el status quo. La designación y consecuente elección del cercano colaborador de Putin, Medvedev, como presidente sugiere que la visión de su mentor continuará al menos durante el futuro cercano.
Y aun la historia testifica que, no importa cuán fuertes sean, las identidades sin ciertos elementos importantes pueden no durar mucho. En su milenaria historia, Rusia, no distinta a otras naciones, ha visto flaquear incontables identidades. Entonces, uno no puede sino preguntarse cuánto tiempo prevalecerá la visión de Putin.
El intelectual ruso Igor Chubais escribió en 1998 que «un nuevo sistema de valores no puede ser simplemente inventado o construido artificialmente». Al hablar de su propia gente agregó: «Debemos buscar una idea rusa común analizando nuestra historia y nuestra cultura». De hecho, un estudio de la historia y cultura rusas revela los elementos que componen su identidad actual e incluso pueden sugerir lo que hace falta en la Rusia actual.
EL PAPEL DE LA RELIGIÓN
La religión siempre ha sido una base importante para los rusos. En el siglo X (la fecha convencional es 988), el Príncipe Vladimir Sviatoslavich de Kiev eligió la iglesia ortodoxia rusa, una versión bizantina del cristianismo del Emperador Constantino, como la religión oficial del territorio. Su objetivo era «consolidar y legitimar su mandato sobre un gran y culturalmente diverso grupo de territorios», escribió el historiador Simon Franklin. En otras palabras, buscaba crear una identidad religiosa común para sus súbditos heterogéneos. Esta inclinación religiosa permanece fuerte a pesar de la deliberada secularización del comunismo, y la iglesia ortodoxia rusa está resurgiendo hoy como una fuerza nacional.
Sin embargo, nuestra concepción moderna de Rusia como un cuerpo político no surgió sino hasta el siglo XV. La religión, aunque superficialmente es una gran unificadora, no pudo evitar la sumisión de la región a las hordas mongoles errantes. El último de los mongoles cayó a finales del año 1400, permitiendo a los príncipes emergentes de Moscovia iniciar un periodo de agresiva expansión que persistió durante el siglo siguiente. Fortalecido por el rentable comercio de pieles, el Gran Ducado de Moscú —encabezado inicialmente por Iván III, quien se autonombró Gran Duque de Moscú y de todas las Rusias— expandió su territorio, al Oeste hacia las fronteras polacas y al Este hacia los límites de Siberia. Desde entonces, Rusia ha sido conocida por sus dimensiones: Chubais señala que los poetas nacionalistas se han enfocado principalmente en la idea de que «Rusia es una enorme extensión, muy rico en naturaleza… un país poderoso». El inherente orgullo nacionalista, claramente visto en la frase «un país poderoso», se ha convertido en un distintivo ruso.
Pero estos dos bloques de fundamentos, la religión y el poder, aún no eran suficientes para construir una identidad rusa distintiva. Ser simplemente grande era irrelevante cuando se enfrentaba a la sofisticación cultural de Europa Occidental. Después de todo, Moscovia se había declarado la Tercera Roma (después de Roma y Constantinopla), aun cuando era, de muchas maneras, una sociedad agrícola dominada por el folclor y las tradiciones orientales.
El monarca del siglo XVIII, Pedro el Grande, lamentó la diferencia cultural entre las luces brillantes de París y las costumbres «oscuras» y «retrógradas» de Moscú. Le desagradaba la religión asiática de la ortodoxia y prefería la religión progresista de la nobleza europea. Pedro resolvió cambiar esto y creó una «Rusia Europea, [parte de] el moderno mundo occidental de progreso e ilustración», escribió Orlando Figes en su historia cultural de Rusia del año 2002, El Baile de Natacha. La transformación de Pedro se centró en la recientemente creada San Petersburgo, una ciudad verdaderamente mítica, una imitación de la más fina Europa. Las reformas de Pedro llevaron a Rusia a la esfera europea, reemplazando su ideología asiática con una occidental. Durante los dos siglos posteriores el francés fue el idioma predilecto del aristócrata ruso. Un ruso, al menos un ruso de clase alta, era ahora, a pesar de su historia, un europeo.
El enamoramiento de Rusia por la Europa Occidental continuó en el siglo XIX, pero sufrió un fuerte impacto en 1812. De acuerdo con el especialista ruso Hubertus Jahn, la invasión fallida de Napoleón, conocida más tarde como la Guerra Patriótica, «cambió fundamentalmente la calidad de la conciencia nacional en Rusia». Los rusos, en medio de la agresión francesa, dejaron de adorar a sus semejantes europeos de tierras lejanas. Esta transformación se expandió más allá de la aristocracia hasta el hombre común, a quien el zar Alejandro I pidió ayuda para expulsar a los enemigos franceses. La guerra acercó a la clase noble, los generales, a los humildes soldados, educando a los primeros en las formas del «ruso común», quien seguía inmerso en la cultura ortodoxa bizantina.
Lo que siguió fue un desecho de la identidad europea. El orgullo nacional, expresado desde hacía tiempo en los valores europeos, se despojó del manto de poder y buscó algo más específicamente ruso. Políticos y artistas por igual volvieron al hombre común, a las tradiciones asiáticas y a las canciones folclóricas.
El movimiento, lento al principio, recibió una importante sacudida de una fuente inesperada. El filósofo ruso Petr Chaadaev, en su primera Carta Filosófica (Philosophical Letter, 1836), resumió la historia de su nación como «un barbarismo brutal como inicio, seguido por una era de soez superstición y después por un feroz y humillante dominio extranjero». Concluyó que «estamos solos en el mundo, no hemos aportado nada al mundo, no le hemos enseñado nada. No hemos agregado una sola idea al cúmulo total de ideas humanas; no hemos contribuido al progreso del espíritu humano». Fuertes palabras, en verdad. La Carta electrificó la creatividad rusa: el zar Nicolás I lo llamó «el loco Chaadaev», pero el intelectual Alexander Herzen dijo más tarde que su evaluación mordaz tuvo el efecto de «un disparo que resuena en la noche oscura».
A esta carta podemos atribuirle en gran manera la emocionante explosión del arte ruso del siglo XIX, desde Mussorgsky hasta Dostoyevsky y Repin. Rusia tenía de repente una cultura propia en la cual se deleitaba (especialmente vista en la continua idolatría de Aleksandr Pushkin). Sin más folclor, religión o dominio extranjero, Rusia reconstituyó su identidad y llegó a ser reconocida en todo el mundo por su cultura.
Empero, las grietas en su respeto propio comenzaron a mostrarse en los albores del siglo XX. Los rusos inconformes se quejaban del continuo enaltecimiento de los zares Romanov. Su desprecio por los pobres provocó revueltas en 1905 y finalmente los bolcheviques los derrocaron en 1917. Lenin y sus seguidores marcaron el comienzo de una nueva ideología y un conjunto muy diferente de valores. La Rusia comunista descartó la invención artística, desterró o ejecutó a la mayoría de las luminarias, acalló la religión y en su lugar ejerció una revolución socialista mundial enfocada en los trabajadores (parodiada como el «Hombre Promedio» por el novelista emigrante Vladimir Nabokov). La nueva Rusia soviética fue algo único, conocida principalmente por su fuerza bruta y su tiranía estancada.
UNA REDEFINICIÓN
Todo esto, por supuesto, llegó a su fin en 1991, cuando el gobierno de Mijail Gorbachov se desmoronó y la URSS se desintegró abruptamente. La gran nación de la Rusia Soviética se quebró y en su lugar quedó el caos. Yeltsin intentó inútilmente estabilizar la tierra llena de problemas desechando los símbolos soviéticos y creando una nueva constitución, pero esto duró poco y fue desastroso. Los rusos, completamente extraños al capitalismo democrático, comenzaron a añorar su pasado familiar inmediato, su antiguo orgullo nacional.
La Rusia de Putin les ha dado en parte exactamente eso, más la regeneración de la religión ortodoxa. Hay signos de renacimiento cultural, pero mucho más que esto, Putin revivió la fortaleza e independencia de Rusia. No intentó complacer a Occidente como lo hizo Pedro; en su lugar, realizó intercambios comerciales con China e Indonesia. Restableció una forma de la Idea Rusa.
«Hasta que restauremos nuestra identidad, hasta que descubramos nuestro sistema de valores, hasta que encontremos nuestra propia idea, realmente no seremos capaces de resolver ningún otro problema».
No obstante, a la Rusia de Putin aún le falta algo. Cada una de las encarnaciones de Rusia como nación ha sido insatisfactoria. La visión del Príncipe Sviatoslávich fue demasiado vaga, la de Pedro el Grande, demasiado extranjera, la de Stalin, demasiado tiránica; y los comentaristas modernos tienen quejas similares acerca de la versión actual. El novelista y presentador Zinik argumenta que «la gente en Rusia solamente está definida por sus cercas». Continúa describiendo una extraordinaria falta de bondad o sentido de comunidad en la sociedad rusa: «Cuando no sabes exactamente quién y qué eres, de dónde vienes y qué se espera de ti en el futuro inmediato, tu universo se limita a lo que es necesario para la simple supervivencia de tu propia soledad. Las nociones de empatía, simpatía, compasión y participación llegan a ser abstractas, ubicadas en algún lugar por encima y más allá de las preocupaciones de la vida diaria».
En una nación aún tiranizada por la policía secreta y los rígidos controles del gobierno, la empatía y la compasión parecen estar lejos. Seguramente se encontrará una identidad más satisfactoria en donde dichas nociones sean centrales. Tal vez la lección más grande es que, a pesar de la fuerza y herencia religiosa, la identidad de Rusia, como muchas otras identidades en todo el mundo, tiene una falta persistente del elemento moral sostenible que subyace al sentido de comunidad, lo que a su vez es importante para tener un sentido de identidad: quiénes somos y dónde quedamos en un esquema mayor de cosas.
NUESTRA BÚSQUEDA COLECTIVA
Por supuesto, Rusia no está sola en su lucha por la identidad. Las potencias ex imperialistas, principalmente Francia y Gran Bretaña, aún están aceptando el legado mixto de sus imperios, mientras que muchos de las generaciones de la posguerra del pueblo alemán han tratado de entender y explicar una complicidad de la generación anterior con Adolfo Hitler. El surgimiento del Islam militante, en sí un asunto de identidad, ha estremecido a las naciones del mundo entero, obligándolas a reevaluarse en medio del terrorismo. Rusia es sólo un ejemplo particularmente interesante en la búsqueda colectiva del mundo por una identidad satisfactoria.
Esto nos lleva a un punto que bien vale la pena considerar; a saber, que dicha evaluación es tan importante a nivel individual como lo es a nivel nacional. El antiguo disidente ruso Natan (Anatoly) Sharansky observó en su libro más reciente que «las identidades fuertes son tan valiosas para un buen funcionamiento de la sociedad como lo son para el buen funcionamiento seguro y comprometido de los individuos» (Defending Identity [En defensa de la identidad], 2008). Con esto en mente, las observaciones de Zinik acerca de la falta de bondad de Rusia podrían aplicarse efectivamente a cada uno de nosotros de manera personal: «Cuando no sabemos exactamente quiénes o qué somos, de dónde venimos y qué es lo que se espera de nosotros en el futuro inmediato, nuestro universo se limita a lo que es necesario para la simple supervivencia de nuestra soledad».
Como las naciones que conforman, los individuos deben aprender a ver más allá de sus propios intereses para crecer y tener éxito; de lo contrario, se vuelven como cada nación-estado que encontró su fin debido a sus propios intereses e indulgencia. Explorar de dónde venimos y qué es lo que se espera de nosotros es crucial para desarrollar una identidad positiva, fructífera y fuerte para nosotros mismos, una identidad que abarque los principios abstractos de empatía, simpatía, compasión y participación. Pero ¿por dónde se empieza? ¿En dónde se puede encontrar el sentido sólido de lugar y propósito que es fundamental para una identidad fuerte y para una capacidad de ver más allá de uno mismo?
Sharansky, quien pasó varios años en un gulag ruso, puede tener una clave. Él observa que la identidad «abre un mundo de significados mayor que la vida material y física. Esto afirma que la vida no es meramente inmediata».
Si la identidad abarca e ilumina más que lo físico, lo material y lo inmediato, entonces ¿no deberíamos ver más allá de tales cosas para encontrar las respuestas a nuestras preguntas más básicas? La Biblia es ese recurso; describe una identidad individual y colectiva guiada por el comportamiento personal, el tipo de comportamiento que produce la empatía y compasión que Zinik lamenta que falte en la sociedad rusa. Esta fuente aún relevante con frecuencia es pasada por alto y menospreciada, incluso por las religiones tradicionales, que tienden a depender de las tradiciones humanas acumuladas. También presenta un código de acción que ofrece tanto un propósito como una motivación y que habla de manera universal a la humanidad. Cuando los individuos viven por este código se produce una fuerza interior que unifica efectivamente a las familias, las comunidades y las naciones.
En esencia, esto puede ser justo lo que los rusos (así como el resto del mundo) han estado buscado durante siglos.