La doma de la testosterona
¿Hasta qué punto la testosterona impulsa el comportamiento masculino? La respuesta debe ayudar a informar nuestras expectativas sobre cómo cualquier hormona contribuye al comportamiento.
Cuando la conversación gira en torno al comportamiento humano, especialmente del tipo más agresivo, alguien —tarde o temprano— saca a relucir la testosterona. ¿Por qué hay en prisión más hombres que mujeres? Bueno, ya se sabe, los hombres tienen más testosterona. ¿Por qué casi todas las guerras han sido iniciadas por un líder masculino? Seguramente, esa hormona de la competencia y la conquista —la testosterona— ha estado envuelta en ello. ¿Por qué (según el mito persistente) los hombres son más promiscuos que las mujeres? Se trata, obviamente, de esa maestra de marionetas, la testosterona, incitada por la necesidad evolutiva de esparcir la semilla.
Y sin embargo, si todo eso es cierto —si nuestro comportamiento se reduce a las hormonas—, ¿qué opciones tenemos, realmente, en nuestras vidas? ¿Y por qué castigamos a las personas por simplemente hacer lo que les viene naturalmente?
La filósofa y psicóloga británica Cordelia Fine es solo una de los muchos que en los últimos años han estado investigando a fondo la testosterona. El título de su libro de 2017 resume la reputación de la hormona en una metáfora genial: Testosterona Rex, abreviada en el texto como «T-Rex». «Es cierto —reconoce— que por regla general, no tendemos a pensar que los hechos científicos de la naturaleza dictaminan cómo deben ser las cosas. Que un científico diga que algo como la agresión masculina o la violación es “natural”, obviamente no significa que tengamos que aprobarlo, apoyarlo o prescribirlo». Cierto. Sin embargo, ¿quién de nosotros no ha sido testigo de un comportamiento masculino cuestionable que se excusa con un golpecito de codo en las costillas, un guiñar de ojos cómplice o el condescendiente «¡Son varones! ¡Siempre son así!»
De hecho, entre las llamadas hormonas sexuales, resalta la testosterona, un dragón gigante animado por lo que las científicas Rebecca Jordan-Young y Katrina Karkazis han llamado «el pesado son del folclore T». Muchos creen que esta hormona —a la que, como vemos, estas autoras se refieren simplemente como «T»— es la fuente de los que a menudo se consideran rasgos fuertemente masculinos: agresión, asunción de riesgos, atletismo y promiscuidad, por mencionar solo algunos.
Pero dejando de lado los provocativos titulares de los medios de comunicación y las conclusiones prematuras de estudios limitados, ¿qué dice realmente la investigación sobre la supuesta influencia de la testosterona en el comportamiento, y cómo las ideas populares sobre esta hormona se relacionan incluso con cómo los investigadores abordan el tema? ¿Impulsa la testosterona el comportamiento masculino de la manera en que durante tanto tiempo hemos asumido que lo hace? Si no, ¿qué dice eso en cuanto a nuestras expectativas con respecto a cómo cualquier hormona contribuye a nuestro comportamiento?
Acerca de la testosterona
¿Qué tipo de hormona es la testosterona entonces? Sabemos que es derivada de lípidos, que está clasificada como una hormona esteroide al igual que el estrógeno y la progesterona, y que el colesterol es el precursor de estas y otras hormonas esteroides. Pero, por simple y sencillo que esto parezca, la presencia y la función de la testosterona en el cuerpo dista mucho de ser sencilla.
De hecho, según dicen Jordan-Young y Karkazis en su libro de 2019 Testosterone: An Unauthorized Biography, «la aparente simplicidad de esta molécula es una ilusión». En su excavación crítica de los hallazgos científicos sobre T, la imagen matizada que emerge es bastante diferente de la reputación legendaria de la hormona. Por empezar, señalan, «como todos los esteroides, T está en un flujo constante de generación y transformación. Algunas T actuarán directamente sobre las células, pero algunas se transformarán en sus esteroides “derivados”, estradiol (estrógeno) o dihidrotestosterona». La T no se produce solo en los testículos masculinos para los rasgos que típicamente identificamos como masculinos. También se produce en ovarios femeninos sanos y glándulas suprarrenales, y no en pequeñas cantidades como la información desactualizada puede habernos hecho creer. Independientemente del sexo, ahora se sabe, la testosterona actúa en concierto y equilibrio con otras hormonas, y a menudo en un papel secundario, como veremos.
«La singularidad de T es una ilusión, y la importancia del contexto es profunda».
Sin embargo, a juzgar por los resultados de la búsqueda en Google, la investigación sobre la testosterona por los últimos más o menos ochenta años bien podría nunca haber ocurrido. Un número sorprendente de declaraciones todavía compartimentan cuidadosamente la testosterona como la hormona sexual masculina y el estrógeno como la hormona sexual femenina. Con todo, una inmersión más profunda destapa la admisión algo confusa de que los niveles bajos de estrógeno en hombres pueden crear muchos de los mismos problemas de infertilidad y de disfunción que crean los niveles altos. Y la investigación nuevamente emergente sobre fertilidad sugiere que —contra ideas largamente aceptadas—- los andrógenos, entre ellos la testosterona, desempeñan un papel dominante en la ovulación femenina. Además, lo que nos gusta pensar como «hormonas sexuales» de hecho no se limitan al sexo; influyen en el desarrollo óseo, la función cardíaca y el metabolismo hepático, entre otras cosas.
Poco a poco se está comprendiendo que el papel y el nivel de la testosterona en el cuerpo (sea cual fuere el sexo biológico de uno) dependen de innumerables factores, incluso de lo que está sucediendo fuera del cuerpo. Los atletas, por ejemplo, muestran variaciones en los niveles de testosterona durante su temporada baja, en comparación con sus temporadas de entrenamiento y competencia. De ninguna manera un rasgo estable incluso dentro de un individuo, los niveles de testosterona varían de una actividad a la siguiente en el transcurso del día.
Julia Shaw, una prominente psicóloga criminal de Londres, recoge algunos de los mitos sobre el poder de la testosterona en su libro de 2019, Evil: The Science Behind Humanity's Dark Side. Shaw señala que los primeros estudios de la testosterona —en los que se utilizaron gallos y con los que se preparó el escenario para su peculiar reputación— se llevaron a cabo en la década de 1800 e hicieron que el proceso se viera bastante simple: «Al agregar testosterona se obtiene más agresión. Al eliminar la testosterona se obtiene menos agresión». Pero cuando avanzamos rápidamente un par de siglos nos encontramos con un cuerpo de investigación mucho más grande, que desafía esa simple visión inicial. Ahora la pregunta se ha convertido en: ¿Podríamos tener el vínculo testosterona-agresión al revés?
«Lo que es potencialmente más interesante [que cómo la testosterona impulsa la agresión] —dice Shaw— es cómo el comportamiento afecta la producción de testosterona, y luego cómo la testosterona afecta el comportamiento… A medida que competimos entre nosotros, nuestros niveles de testosterona aumentan, y este aumento puede conducir a más agresión».
En 2017, un grupo de investigadores encabezados por Justin Carré revisó la literatura científica sobre el tema y encontró algunas tendencias notables. En términos generales, «las concentraciones de testosterona son más altas en hombres y mujeres condenados por delitos violentos, en comparación con los condenados por delitos no violentos» (sin cursivas en el original). Pero, ¿por qué? Podríamos (no científicamente) llegar a la conclusión de que las personas con niveles elevados de testosterona (tanto hombres como mujeres) tienden a cometer delitos violentos. «Sin embargo —escribe Carré—, es igualmente plausible que las personas que cometen delitos violentos también sean más agresivas mientras están en prisión, lo cual puede aumentar transitoriamente la testosterona».
Esto tiene sentido razonable en el mundo de las hormonas. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con la idea de que el cortisol aumenta en respuesta al estrés a fin de equiparnos para enfrentar ese estrés. ¿Por qué la testosterona no aumentaría en situaciones de competencia y agresión por la misma razón? De hecho, la interacción entre el cortisol y la testosterona (e, incluso, otras hormonas y sustancias químicas) es un área emergente de interés para algunos investigadores.
«Sugerimos que la investigación futura considere el papel potencial de otras hormonas (p. ej., cortisol) y de rasgos de la personalidad como moderadores de la relación entre la testosterona y la agresión humana».
Bajo el título «Cambios inducidos por la competencia en la testosterona», Carré y su grupo continúan el tema que invita a la reflexión de qué viene primero, la T. rex o la agresión. En los estudios que miden los niveles de testosterona en los atletas antes y después de las competiciones, los ganadores mostraron un aumento en sus niveles después, mientras que los derrotados mostraron una disminución. Aún más interesante es que el efecto también se extiende a los espectadores. ¿Aficionados del equipo ganador? Aumento de la testosterona. ¿Aficionados del equipo perdedor? Bueno, ya es de imaginarse. Algunos estudios incluso mostraron una especie de ciclo en los hombres que no se produjo en las mujeres: ganar desencadenó un aumento en los niveles de testosterona que luego condujo a una mayor agresión. ¿Por qué no condujo a una mayor agresión en las mujeres? La razón aún no está clara, pero puede que sea aquí donde el condicionamiento social entra en juego.
El papel del autocontrol
Como antecedente de la idea de que el condicionamiento social entra en juego, considere lo que Carré encontró con otro grupo de colegas en un estudio de 2014. Se trata de un programa a largo plazo centrado en jóvenes en situación de riesgo. En un jardín de infantes, un grupo de niños fue asignado a un programa de intervención de 10 años, lo que significa, en este caso, que se les dio terapia socio-cognitiva-conductual (social-CBT, por sus siglas en inglés). Reducida a su esencia, esta es simplemente una capacitación dirigida a enseñar a las personas a regular su propio comportamiento. El grupo de control de niños no recibió ningún tratamiento. Veinte años más tarde (es decir, 10 años después de que el programa terminara para el grupo de la intervención), probaron a ambos grupos en cuanto a la reactividad de la testosterona y de la agresión. El grupo que durante su infancia había recibido terapia socio-cognitiva-conductual mostró menos agresión en respuesta a provocaciones sociales en comparación con el grupo de control.
La conclusión, en caso de que necesite enfatizarse, es que la capacitación temprana tuvo un efecto claro sobre si los niveles de testosterona aumentaban y llevaban a la agresión en respuesta a la provocación.
A la luz de algunos de estos hallazgos, es fácil ver por qué Shaw tiene un «punto de contención con las teorías evolutivas» que sugieren que la testosterona está en el asiento del conductor de la agresión masculina. «Los humanos tenemos la capacidad de inhibición — señala—. Las predisposiciones no hacen que algunas personas cometan asesinatos; sus propias decisiones lo hacen».
Ella relata una experiencia personal que presenció durante la fiesta de cumpleaños de una amiguita suya que cumplía diez años. Cuando llamaron a esta amiguita para que abriera sus regalos, la niña se sentó obedientemente junto a la pila de cajas bellamente envueltas, esperando que sus padres le dieran la señal para comenzar a abrirlas. Pero entonces, «su hermano, de cinco años, irrumpió en la pila y comenzó a destrozar los regalos». Shaw recuerda que su amiguita se largó a llorar, mientras sus padres permanecian sentados como si nada, observando, divertidos, las «chiquilladas» propias de su hermano.
«Cada vez que la gente dice que los varoncitos siempre van a ser así, que los comentarios sexistas son solo una charla de vestuario, o que los hombres son naturalmente más violentos que las mujeres, pienso en historias como esta», escribe Shaw.
Si la criatura de cinco años hubiera sido su hija (en vez de su hijo), ¿habrían permanecido sentados los padres, sonriendo, mientras ella destrozaba los regalos de alguien? La insinuación de Shaw, por supuesto, es exactamente lo que otros investigadores han demostrado: nuestras expectativas en cuanto a los niños influyen directamente en su comportamiento. Y si bien puede ser poco práctico para los niños de ciertas edades quedarse quietos durante largos períodos de tiempo, ciertamente es beneficioso para todos enseñar a los niños, así como a las niñas, límites de comportamiento apropiados. De hecho, puede que cada uno de nosotros recuerde casos de niños que, habiéndoseles enseñado empatía y compasión, crecieron hasta convertirse en padres sensibles, sin sacrificar ninguno de los rasgos positivos más tradicionales que podríamos asociar con la masculinidad.
«La sociedad suele dar demasiado margen de maniobra a las acciones destructivas, agresivas y violentas llevadas a cabo por los hombres. Esto es malo para las mujeres, … pero podría ser aún peor para los hombres».
«Cuando racionalizamos la agresión masculina como natural y normal —continúa Shaw—, aceptamos que los hombres tienen más probabilidades de ser condenados por delitos, terminar en prisión y ser víctimas de otros hombres. Pero, ¿por qué nuestras cárceles deberían llenarse de hombres? ¿No es esta una situación desastrosa para los hombres? La desigualdad de género en cuanto a la forma en que educamos a los niños y las niñas acerca de la violencia y la agresión es enormemente problemática. Si queremos que la violencia y las tasas de homicidios baje, esto es algo que podemos y debemos cambiar».
Examinando un poco más a fondo por qué los hombres muestran más agresividad que las mujeres, algunos investigadores han sido capaces de pensar más allá de lo estructurado. En 2004, John Archer, de la Universidad de Central Lancashire, revisó el catálogo de investigación (que de ninguna manera era escaso, incluso en ese entonces). Los estudios indicaban los tipos de agresión, los niveles de ira involucrados y una serie de otros aspectos. ¿Sus hallazgos? Como se podría suponer, en lo que respecta a la agresión física, los hombres aventajaban por mucho a las mujeres; y en cuanto a la agresión verbal, aunque las mujeres usaban la agresión verbal casi tan a menudo como los hombres, sorprendentemente, en esto los hombres también aventajaban ligeramente a las mujeres. Pero los niveles de ira no diferían entre los dos sexos.
Si el nivel de ira no es tan diferente entre hombres y mujeres, ¿por qué los hombres fueron más reactivos en estos estudios? ¿Es que, como proponen los teóricos evolutivos, los hombres han nacido para la agresión debido a sus antiguos papeles como cazadores y defensores? ¿O que, según Shaw enmarca el argumento, «la testosterona secuestra los cerebros de los hombres y los hace actuar»? Pero, aun si una hormona pudiera ser culpada por actos agresivos, ¿por qué no todos los hombres actúan agresivamente?
Sin duda, el autocontrol juega un papel clave. La construcción del autocontrol a menudo se compara con la construcción de un músculo. Cuanto más usamos este «músculo moral», como algunos lo han llamado, más fuerte se vuelve.
El psicólogo Roy Baumeister define el autocontrol como «lo que las personas usan para restringir sus deseos e impulsos. Más precisamente, puede entenderse como la capacidad de anular una respuesta (y sustituir otra). Es en gran medida sinónimo de «autorregulación», un término preferido por muchos investigadores debido a su mayor precisión. Regular es cambiar; es decir, cambiar en la dirección de alguna norma, alguna idea sobre cómo podría o debería ser algo. Por lo tanto, la autorregulación significa cambiar las respuestas basadas en alguna regla, valor o ideal».
En el contexto de las hormonas, por supuesto esto se aplica a algo más que la población masculina, y a algo más que la testosterona. Salvo ciertas condiciones neurológicas y de salud mental, la mayoría de nosotros podemos fortalecer nuestra capacidad de controlar nuestro comportamiento, resistiendo el impulso de actuar, a pesar de nuestras hormonas.
Otra palabra «T»
«Teach your children well» (Enseña a tus hijos bien»), cantaban Crosby, Stills y Nash en 1969. Esta («Teach», en inglés) es otra palabra con «T»; y cuando hablamos de cambio de comportamiento, constituye el primer y mejor paso. Como dice la canción, «tú, que estás en el camino, debes tener un código por el que vivir», pero un código así se tiene que enseñar. Y si el objetivo es una sociedad menos agresiva y más compasiva, ese código debe enfatizar el hecho de que la verdadera fuerza se muestra en el autocontrol, la preocupación y la cooperación, en vez de en el conflicto, la competencia y la conquista. Esto sirve por igual para hombres y mujeres, ya que todos somos capaces de comportamientos agresivos, sea que los manifestemos de manera directa, indirecta o pasiva.
Jordan-Young y Karkazis dicen que la idea de que es la testosterona lo que conduce a estos comportamientos es «como un zombi»; hace ya tiempo que debería haber sido enterrada por una nueva investigación, sin embargo, continúa andando por la tierra sin sustancia y «no morirá». Socava no solo nuestras relaciones personales, sino también nuestras instituciones sociales.
Estamos empezando a encontrar que la testosterona no es la autora de todo lo peor del comportamiento agresivo o de riesgo masculino. Más bien, dicen Jordan-Young y Karkazis, «es una hormona trascendente y polivalente que se ha adaptado para una gran variedad de usos en prácticamente todos los cuerpos».
Que el zombi finalmente descanse en paz para siempre, acabado por un nuevo entendimiento que debería llevarnos a esperar más de nosotros mismos.