La Influencia de Babilonia, Egipto y Grecia
La adoración del emperador heredó algunos de sus conceptos del antiguo oriente, donde los reyes eran considerados hijos de los dioses. El famoso Código del Rey Hammurabi (EC 1792–1750 a.C.) de la primera dinastía de Babilonia contiene una descripción de cómo se encontraban entrelazados el dios, el rey y el pueblo. Cuando el rey asumía el trono recibía su autoridad para gobernar sujetando las manos de la estatua del dios Marduk. De esta manera el dios se revelaba a sí mismo ante el pueblo a través del rey, quien entonces se convertía en un hijo del dios y no podía cuestionarse su mandato.
La idea de que el gobernante estaba asociado con el sol provino de Egipto. Los antiguos egipcios veneraban a Ra, el dios del sol, y se entendía que el Faraón era su hijo. En efecto, el gobernante era un intermediario inviolable entre el pueblo y su dios. Los griegos no compartían este punto de vista: sus dioses eran mucho más que humanos y visitaban al pueblo en la tierra. Además, el gobierno de sus reyes no era absoluto. Pero cuando Alejandro el Grande visitó Egipto fue recibido como el hijo de Amón-Ra, el principal dios egipcio. A partir de entonces aceptó que él era el hijo de Zeus, el líder de los dioses. Alejandro fue enterrado en Alejandría, donde era adorado como el hijo de Amón. Conforme se expandió su culto, se erigieron templos en su honor por toda Asia Menor. Sus sucesores, los ptolemaicos y los seléucidas, llegaron a creer que ellos también eran dignos de veneración.
Fue un pequeño paso desde aquí hasta la veneración de los conquistadores romanos cuando sucedieron a los griegos en el gobierno de oriente. Pronto se construyeron templos y estatuas en honor de Dea Roma (la diosa Roma), y se inició la etapa del florecimiento de la adoración del emperador romano, que ha demostrado tener un largo linaje.