La Llegada del Emperador «Cristiano»

El que los hombres llegaran a considerarse a sí mismos como dioses y utilizaran la religión para manipular a sus seguidores podrían parecer ideas anticuadas y curiosas, más afines a los antiguos potentados orientales revisados en la Primera Parte y a sus paganos traficantes de influencias sacerdotales. Los gobernantes de Babilonia, seguidos por los griegos y los romanos, ciertamente se permitían su propia versión del culto al líder, con sus leales súbditos ofreciéndoles la adulación que cada parte necesitaba para ordenar o expresarse. Pero sugerir que esa misma clase de comportamiento es posible en el siglo XXI es abrir las puertas al escepticismo e, incluso, a la incredulidad. Por supuesto que ya no vivimos en tales épocas de superstición y ni los gobernantes ni los ciudadanos sugerirían el culto al líder como un modelo para el gobierno progresista. ¿O sí?

En la Segunda Parte de ¡Mesías! Examinaremos la vida del emperador Constantino el Grande. Una vez más descubriremos que algunas nociones del mandato y su relación con la religión tienen raíces sorprendentemente profundas.

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(PARTE 1)

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Se dice que el 27 de octubre del año 312 d.C., Constantino y su ejército de 98,000 soldados vieron, a plena luz del día, «un trofeo en forma de cruz dibujado por la luz y una inscripción en donde se leía “Con esto vencerás”» (consulte Vida de Constantino 1.28, de Eusebio). Hacia el final de su vida en el año 337, el emperador dijo al historiador y obispo Eusebio que a la noche siguiente se le había aparecido Cristo y le había ordenado colocar el signo de la cruz en sus estandartes de guerra. Lo hizo y el 28 de octubre derrotó a su cuñado y co-emperador, Majencio en la batalla del Puente Milvio, que entonces se encontraba dos millas (aprox. tres km) al norte de Roma. Al parecer Constantino también contó esta versión de la historia el Viernes Santo del año 325, en un discurso ahora aceptado por los eruditos como auténtico, debido a que explicó que se veía a sí mismo en la historia como un servidor de Dios.

Aunque Constantino realmente había ganado la victoria unos días antes en el valle del Po en su camino a Roma, su éxito en el Puente Milvio ha sido considerado como un momento crucial en la historial mundial. Fue pronto el único emperador de Occidente y varios años más tarde podría unir los territorios de Occidente y de Oriente del imperio y establecer una «nueva Roma» en Constantinopla.

Sin embargo, lo que fue más significativo en su efecto hasta nuestros días fue el favoritismo que tuvo por el cristianismo o, para ser más precisos, por la versión romana de la fe. A escasos tres meses después de su victoria fuera de Roma, Constantino, junto con su co-emperador en el este, Licinio, inició una nueva política religiosa para el imperio de Oriente. Licinio promulgó el decreto oficial unos meses más tardes y con frecuencia se le refiere erróneamente como el Edicto de Milán. El documento, que salió de Nicomedia al oeste de Asia Menor, ampliaba los derechos y privilegios de los cristianos en el Occidente (que se había restablecido en etapas a lo largo de los primeros años de mandato de Constantino) a aquéllos en el imperio de Oriente. Ya no habría más persecuciones contra el cristianismo y los bienes confiscados serían devueltos a sus propietarios cristianos.

Al nacer Constantino, probablemente alrededor del año 272 o 273, el cristianismo en Roma ya se estaba convirtiendo en una religión aceptada. En el 260 el emperador Galieno había dada marcha atrás a las persecuciones de su padre Valeriano y había declarado al cristianismo como una religión legítima (religio licita). Transcurridos 40 años ya había cristianos romanos en el palacio, en el ejército y en la administración imperial y provincial. No obstante, en el año 303 el emperador Diocleciano ordenó que se reanudara la persecución de los cristianos.

El propio padre de Constantino, Constancio, en aquella época fue un co-emperador en el Occidente. Aunque no era cristiano, simpatizaba con el monoteísmo (la idea de que un dios supremo regía todos los cultos religiosos). Con estos antecedentes no es difícil entender por qué Constantino se convirtió en defensor de la religión cada vez más popular del imperio cuando asumió el poder en el año 306. De acuerdo con Robert M. Grant, «para el año 312 ya se había dado cuenta de cuán útil podría ser la iglesia cristiana y, con la ayuda de un secretario de asuntos de la iglesia, comenzó a intervenir en esos asuntos de manera que pudiera promover la unidad de la iglesia» («Religión y Política en el Concilio de Nicea», en The Journal of Religion, Volumen 55, 1975). Ese secretario era Osio, obispo de Córdoba en España, quien se convirtió en el consejero eclesiástico de Constantino y parece haber tenido una gran influencia en él.

VISIONES EN CONFLICTO

A pesar de la importancia que había adquirido la visión celestial de Constantino, la historia ha quedado manchada por pruebas aparentemente contradictorias. La versión de Eusebio, citada arriba, proviene de una obra generalmente datada en el año 339. Ésta difiere en detalles importantes de la versión anterior de su Historia Eclesiástica (9.9.2–11), fechada en el 325 —cuando conoció a Constantino—, donde no hace mención de una visión o de una cruz o de la aparición de Cristo. Ciertamente, no hay registros de que alguno de los 98,000 hombres de Constantino haya reportado una sola palabra acerca de tal acontecimiento en el año 312. El rompecabezas se compone de otra versión anterior de Lactancio, un erudito cristiano y maestro del hijo de Constantino, Crispo. En Sobre la muerte de los perseguidores 44.5–6 (EC 313–315), Lactancio menciona que a Constantino se le indicó en un sueño (no por medio de una visión) que grabara en los escudos de sus soldados (no en sus estandartes) las letras griegas chi y rho superpuestas (no una cruz). Chi y rho son las dos primeras letras de la palabra griega Christos.

Podemos encontrar una explicación más imaginativa de la experiencia de Constantino en la revista Byzantion, en un artículo titulado «Ambiguitas Constantiniana: El Caeleste Signum Dei de Constantino el Grande». Los escritores sostienen que el emperador miró hacia el cielo nocturno (no durante el día) y vio una conjunción de Marte, Saturno, Júpiter y Venus en las constelaciones de Capricornio y Sagitario (Michael DiMaio, Jörn Zeuge y Natalia Zotov, 1988). Los soldados de Constantino, en su mayoría paganos, habrían interpretado esto como un mal augurio, pero Constantino pudo fabricar un significado positivo explicando que la conjunción tenía la forma de las letras Chi-Rho y que por ello era una señal favorable.

Pero existe otra versión de una visión que podría indicar una refundición de historias y argumentos y que, al mismo tiempo, resuelve las contradicciones entre las versiones. Un orador pagano anónimo, al ensalzar al emperador en el año 310, habla de una experiencia religiosa ocurrida ese año en un templo pagano en Galia, cuando Constantino aseguró haber tenido una visión del dios del sol Apolo. Aunque no todos los estudiosos están de acuerdo, parece probable que éste fuera el origen de la bien conocida versión cristiana de la visión. De acuerdo con algunos de ellos, incluyendo a A.H.M. Jones, Peter Weiss y Timothy Barnes, lo que Constantino y su ejército vieron en realidad en el año 310 fue el fenómeno de un halo solar, el resultado del sol brillando a través de los cristales de hielo en la atmósfera. Más tarde, prefiriendo atribuir la victoria a la intervención de su Salvador cristiano, el emperador reinterpretó la experiencia.

El punto de vista del emperador respecto a la religión en general era típico de su época. Como James Carroll escribe, era un «auto-entendimiento religioso incierto».

Sin embargo, el que el emperador estuviera vinculado al mismo tiempo con Apolo no es de sorprender, debido a que muchos emperadores romanos antes de él adoraron al sol. Y existen muchos indicios de que Constantino continuó honrando a los dioses de sus padres a lo largo de su vida. El punto de vista del emperador respecto a la religión en general era típico de su época. Como James Carroll escribe, era un «auto-entendimiento religioso incierto» (Constantine’s Sword, 2001). Gozar del favor divino significaba éxito, por lo que cada gobernante debía buscar el favor de cualquiera de los dioses o de todos ellos. Por tanto, cuando el Senado dedicó el aún famoso arco del triunfo en Roma a Constantino en el año 315, en la inscripción se leía que él y su ejército habían conquistado a Majencio «por la inspiración de la divinidad y por la grandeza de su mente [la de Constantino]». Las palabras eran deliberadamente ambiguas de manera que no ofendieran a nadie, fuera hombre o dios.

Como ya se señaló, el cristianismo romano había alcanzado el estatus de una religión aprobada en el imperio casi 50 años antes de que Constantino asumiera el poder en el año 306, aunque el emperador Diocleciano (284–305) permitió nuevamente la persecución de cristianos. Constantino creía en aquella época que esto traería mala fortuna al imperio.

Al inicio del mandato de Diocleciano, el políticamente astuto Constantino reconoció la ventaja de reunir al contencioso imperio y la forma de cristianismo en la que estaba cada vez más interesado le brindó la oportunidad de promover la unidad. Las religiones paganas tradicionales eran variadas en sus creencias y, aunque continuaron siendo toleradas, no podían lograr la unidad de la misma manera que el cristianismo, aunque en este punto, Constantino iba a ser probado debido a que encontró que esta misma nueva religión estaba siendo desgarrada por la división acerca de la doctrina. Por consiguiente, el hombre en cuyas monedas estaba inscrito rector totius orbis («el gobernante de todo el mundo»), puso límites a su tolerancia. En su deseo de lograr la unidad religiosa Constantino se opuso a cualquier versión del cristianismo que no fuera ortodoxa conforme a las normas Católicas Romanas.

LA ADORACIÓN DE OTROS DIOSES

Poco después de haber capturado a Roma, «el emperador cristiano» aprobó un nuevo sacerdocio en Egipto dedicado a la adoración de su familia imperial, la Flavia. Esta acción era de esperarse debido a que el culto imperial aún se encontraba en boga. Y si no había una razón imperiosa para cambiar una costumbre popular que le mantenía en alta estima para el pueblo, ¿por qué hacerlo? Lo que Constantino realizó con éxito fue adaptar las antiguas tradiciones para nuevos propósitos. De acuerdo con Jones, «las instituciones dedicadas al culto imperial fueron fácilmente secularizadas y continuaron floreciendo bajo el imperio cristiano» (Constantine and the Conversion of Europe, 1978).

En un ejemplo relatado, el emperador conservó durante toda su vida el título religioso y pagano de Pontifex Maximus (sumo pontífice, literalmente «el gran constructor del puente» [entre los dioses y el hombre]). Su aspecto práctico era que él continuaba detentando la autoridad suprema sobre todas las religiones, incluyendo, por supuesto, su versión favorita del cristianismo.

Esto no quiere decir que en ocasiones no se alejara de las prácticas paganas. Por ejemplo, en el año 315, durante la celebración de su X Aniversario como Augusto, se rehusó a permitir los sacrificios a los dioses romanos tradicionales.

No obstante, el sol proporcionó al emperador, como a tantos otros antes de él, un símbolo de poder para mantener la vida, fortaleza y luz celestial, que podía manipular en beneficio propio. En el año 274 el emperador Aureliano había declarado a Sol Invictus (el Sol Invicto) como el único dios supremo. No es de sorprender que poco después de su sucesión al emperador en el 306, Constantino, rebosante de una ambición abrumadora, hiciera acuñar monedas con las palabras «Al Invencible Sol, mi compañero», una práctica que continuó hasta la década del 320.

Mientras tanto, en el Oriente, reestableció la antigua ciudad griega de Bizancio como Constantinopla, o la «Ciudad de Constantino», su nueva capital. Se dio el estilo de Roma a la revitalizada ciudad y se completó en el año 330.

RELIQUIAS, VIEJAS Y NUEVAS

La fusión de elementos paganos y cristianos continuó siendo un distintivo del enfoque del emperador con respecto a la religión. El sincretismo resultaba obvio en muchas de sus actividades, desde la arquitectura hasta la práctica «cristiana». En su nuevo hipódromo instaló una columna serpentina del centro de culto griego de Delfos, erigida en el Templo de Apolo desde el año 479 a.C. Cerca de allí se encontraba el Primer Hito desde donde se medían todas las distancias, convirtiendo a la ciudad en el nuevo centro del mundo. Encima del hito se colocó una reliquia de Tierra Santa «descubierta» por la madre peregrina de Constantino, Helena. Se creía que era nada menos que la «Vera Cruz» de la crucifixión de Jesús.

El emperador también erigió otra estructura cuyos restos aún se ubican en Estambul (el nombre moderno de Constantinopla) y que se conocen como la Columna Quemada o la Columna de Constantino. De 100 pies (aprox. 30.5 metros) de alto y hecha de pórfido, se encontraba sobre un plinto de 20 pies (aprox. 6 metros) que contenía el Paladio –un trofeo pagano– y supuestas reliquias de origen bíblico: el hacha de Noé, el frasco de perfume de María Magdalena y lo que quedaba de las canastas y los panes de la alimentación milagrosa de personas realizada por Cristo. Se dice que todas ellas fueron colocadas allí junto a la estatua de la diosa Atenea, traída de Troya por el héroe griego Eneas. La columna misma provenía del antiguo centro egipcio de culto al sol, Heliópolis (Ciudad del Sol).

En la parte superior de la columna se encontraba una estatua cuyo cuerpo fue tomado de la estatua de Helios, el joven dios griego del sol, del escultor Fidias. La cabeza fue coronada por una típica diadema radiada y con las facciones modificadas para que se asemejaran a las de Constantino. El historiador John Julius Norwich escribe que en la Columna de Constantino, «Apolo, Sol Invictus y Jesucristo estaban todos subordinados a un nuevo ser supremo: el Emperador Constantino».

Cuando el emperador estableció un día permanente de descanso para todo el imperio en el año 321, sin duda estaba feliz de escoger un día que tuviera significado para el cristianismo romano y que casualmente coincidiera con su devoción a Apolo. Por tanto escribió: «Todos los magistrados, los habitantes de la ciudad y los artesanos deberán descansar en el día venerable del sol». En ninguna parte mencionó a Cristo o al «día del Señor», sólo menciona la veneración del sol. Jones señala que parece como si el emperador «imaginara que la observancia cristiana del primer día… fuera un tributo al invencible sol».

Cuando Constantino estableció la fecha para la celebración de la Pascua, formalizó el método que aún se utiliza en la actualidad: el Domingo de Pascua es el primer domingo que sigue a la primera luna llena después del equinoccio vernal, cuando la posición del sol señala el comienzo de la primavera. Ésta era la práctica de las iglesias de Alejandría en Egipto y en el Occidente cuando Constantino entró en escena, mientras que las iglesias en el Oriente determinaban la fecha a partir de la Pascua Judía. Aunque la posición del sol era parte del nuevo método de cálculo, fue probablemente el odio de Constantino a los judíos más que su devoción a Apolo lo que le llevó a insistir en el cambio. Como escribió en una carta breve: «¡No permitan que haya nada en común entre ustedes y la detestable turba de los judíos!... con esa nación de parricidas y asesinos del Señor» (Eusebio, Vida de Constantino 3.18.2; 3.19.1).

No cabe duda de que con la otra celebración importante del cristianismo, la fecha del nacimiento de Cristo, que anteriormente se había hecho coincidir con la práctica pagana del solsticio de invierno y el nacimiento del dios del sol a finales del mes de diciembre, Constantino quedara más que complacido.

CONSTANTINO EL CONVERSO

La conversión real de Constantino al cristianismo no ocurrió sino hasta que estaba muriendo, pues sólo entonces recibió el rito del bautismo. Aunque se argumenta con frecuencia que era usual que las personas de la época pospusieran tal compromiso hasta más adelante en su vida, la forma del vivir diario de Constantino jamás coincidió con el de Jesús, Pablo y los primeros apóstoles, a quienes decía seguir. Su participación en las ejecuciones de su esposa, Fausta; de su hijo, Crispo; y del hijastro de su hermana, Liciniano, un año después de la conferencia eclesiástica de Nicea, disipa casi toda duda acerca de que su sistema de valores era todo menos el de un seguidor de Cristo. Ciertamente, algunos aspectos de la religión cristiana influyeron en su gobierno, pero su carrera demuestra más un continuo apego pagano que un compromiso personal cristiano.

Norwich observa que, a finales de su vida, el emperador probablemente estaba sucumbiendo a la megalomanía religiosa: «Después de ser el instrumento escogido por Dios sólo faltaba un pequeño paso para ser Dios mismo, ese summus deus en el que se subsumen todos los demás dioses y religiones».

Quizá ésa sea la razón por la que el acto equilibrista de Constantino a lo largo de su vida entre el paganismo y el cristianismo romano continuara en el reconocimiento que otros le ofrecieron a título póstumo. El Senado romano lo deificó, nombrándolo divus como a tantos otros emperadores que le precedieron y acuñando monedas con su imagen deificada. De acuerdo con el historiador Michael Grant, fue «una curiosa indicación de que su adopción de la fe cristiana no evitó la preservación de esta costumbre pagana» (The Emperor Constantine, 1993). No obstante, su servicio a su versión preferida del cristianismo dio lugar a que la Iglesia Ortodoxa lo santificara.

En cuanto al mismo Constantino, se aseguró de que fuera recordado de una manera muy específica. Durante varios años se refirió a sí mismo como «Igual a los Apóstoles». De esta manera planeó ser enterrado en una iglesia erigida en Constantinopla durante su reinado: la Iglesia de los Santos Apóstoles. Allí, a su muerte en el verano del 337, el emperador fue colocado en un sarcófago y flanqueado a cada lado por seis sarcófagos de pie que se dice contenían reliquias de los doce apóstoles. Él era el 13º apóstol, o mejor aún, asumió el papel del mismo Cristo al centro de sus discípulos originales. Él era Constantino el Grande, un emperador cuyas pretensiones de divinidad suprimieron la humildad ordenada por su Maestro, incluso en la muerte.

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