«He sido llamado a cambiar el mundo»
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(PARTE 5)
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Los seis mil dignatarios y diplomáticos que asistieron a la ceremonia celebrada en el interior de la Catedral de Nuestra Señora en diciembre de 1804 fueron testigos de la culminación del extraordinario ascenso al poder total de un hombre de origen relativamente humilde. En un gran espectáculo imperial con un costo estimado (y actualizado) de 20 millones de dólares, Napoleón Bonaparte se convirtió en Napoleón I, «por la gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses». El ambicioso y arribista militar partidario de la Revolución Francesa, héroe de las campañas italianas de 1796–1797 y Primer Cónsul, ahora se elevaba a sí mismo por encima de los reyes hereditarios a cuyo ancien régime se había opuesto con rigor algunos años atrás. Al tomar la corona de manos del Papa Pío VII y colocarla en su propia cabeza, el nuevo soberano señaló que no se encontraría bajo la autoridad de nadie, fuera religiosa o cualquier otra. Al margen de ello, el Papa sólo podía ofrecer una bendición y un abrazo, para luego desaparecer calladamente antes del juramento del cargo.
La colosal arrogancia de Napoleón estaba destinada a exacerbar a algunos europeos. Beethoven, por ejemplo, no aprobó la transformación de hombre del pueblo a icono imperial. Quien alguna vez fue su incondicional seguidor, en una exaltada indignación tachó el título de su Tercera Sinfonía, por lo que ya no la conocemos como Bonaparte, como fue concebida originalmente, sino como Eroica, en dedicatoria al heroísmo en general y «para celebrar el recuerdo de un gran hombre» —quizá el antiguo Bonaparte de la admiración del compositor o, más probablemente, el Príncipe Luis Fernando de Prusia, quien había fallecido como un héroe el año anterior.
Las respuestas diametrales de Beethoven —gran aprecio y profundo disgusto— no eran atípicas del rango de emociones que engendraba Napoleón y en algunas ocasiones eran al revés. Tomemos, por ejemplo, al doctor militar británico, Barry O’Meara, quien fue uno de quienes ayudaron a Napoleón durante su exilio final a la remota isla de Santa Elena al sur del Atlántico. Al principio fue enemigo del prisionero y luego se convirtió en su devoto total.
«Líder carismático, maestro de la guerra y la paz, restaurador del catolicismo como la religión del Estado, un mesías tomando para sí los símbolos tanto de la República como de los emperadores romanos...».
¿Cómo fue que «Le Petit Caporal» se convirtió, en palabras del especialista en literatura de origen francés, Gérard Gengembre, «[en un] líder carismático, maestro de la guerra y la paz, restaurador del catolicismo como la religión del Estado, un mesías tomando para sí los símbolos tanto de la República como de los emperadores romanos», pero también en el aparentemente cruel comandante que abandonó a su Grande Armée en el helado invierno ruso de 1812? Gengembre cita al novelista francés, Stendhal, quien, a pesar de haber fungido como soldado en esa campaña, escribió: «Me embarga una especie de sentido religioso tan sólo con atreverme a escribir la primera oración en la historia de Napoleón. Él es, simplemente, el más grande ser que ha venido al mundo desde Julio César». ¿Cómo es que después de su exilio y muerte en 1821 el emperador comenzó a resurgir, en palabras de Chateaubriand, como un «héroe de fantasía», el «Carlomagno o Alejandro de la epopeya medieval?».
Como tema de más de 100,000 libros, dos siglos más tarde la historia de Bonaparte aún continúa fascinando. ¿Cómo lo logró?
Por un lado, contaba con el fortuito favoritismo de amigos y mentores, una conveniente oportunidad, la inclinación del público hacia el líder que busca, una sensibilidad romántica y la propensión humana a crear leyendas. A un nivel personal, la respuesta seguramente yace en una combinación del talento militar y administrativo de Napoleón, una desmesurada ambición, oportunismo y su capacidad para hacerse propaganda a sí mismo. Esta última, que requería un cuidadoso control de su imagen, fue una de las herramientas que él y sus seguidores utilizaron con gran eficacia para avanzar hacia sus metas, consolidar su control del poder y promover su deificación. Desde 1796, mientras organizaba las muestras de agradecimiento y respeto por sus victorias en Italia, los informes de sus campañas de 1805 a 1815 (Bulletins de la Grande Armée), incluyendo las famosas pinturas de sus batallas y la fundación de una dinastía, Napoleón dirigió su propia publicidad para lograr un máximo efecto. Incluso la Mémorial de Sainte Hélène (1823) del historiador francés, Emmanuel Las Cases —las memorias publicadas póstumamente del primer año del emperador y la mitad de su exilio final—, también hicieron su parte. Se convirtió en una especie de texto sagrado para sus admiradores.
EL CAMINO A LA GLORIA
Nacido en Ajaccio, Córcega, en 1769, el segundo hijo sobreviviente de un noble abogado sin importancia de Córcega y Toscana, Napoleone Buonaparte (adoptó la escritura «Bonaparte» hasta 1796) difícilmente estaba destinado por linaje a gobernar la mayor parte de Europa. En 1779 su padre aprovechó la reciente anexión francesa de Córcega y le envió a la escuela en Brienne, Francia, donde pasó cinco años y medio antes de su postulación para cursar su último año en la Escuela Militar de París.
Su graduación en septiembre de 1785 llegó ocho meses después de la muerte de su padre. Aunque no era el hijo mayor, Napoleón fue elegido como el jefe de familia antes de su 16º cumpleaños. Al regresar a Córcega un año después de su nombramiento, permaneció allí hasta mediados de 1788, cuando se reincorporó a su regimiento en la cúspide de la Revolución Francesa. Sus puntos de vista políticos se habían desarrollado hasta el grado de sentir que debía ocurrir un cambio político, aunque su carrera militar parece haber evitado su apoyo a la agitación social. Los acontecimientos en su hogar le llevaron a realizar varias visitas e intentos por ganarse el favor del líder patriota corsa, Pasquale Paoli. En 1791 la elección de Napoleón como teniente coronel en la Guardia Nacional Corsa condujo a fricciones con Paoli, su comandante en jefe, quien terminó por anatemizar a toda la familia Buonaparte por su oposición a la independencia corsa, forzándola a huir a Francia en 1793.
Al retomar sus deberes militares, Napoleón atrajo la atención de Maximilien Robespierre, líder de los jacobinos republicanos, a través del hermano de este último, Augustin, quien era comisionado del ejército. A finales de 1793, camino hacia Italia, Napoleón y su unidad de artillería fueron secundados para ayudar a expulsar a los británicos de Tolón. La tarea se completó contra todo lo previsto y Napoleón continuó ayudando en la región durante varios meses.
Con el tiempo, Augustin Robespierre escribió a su hermano acerca del «trascendental mérito» del joven oficial. Como resultado, Napoleón fue promovido en 1794 a brigadier general y comandante de la artillería del ejército francés en Italia, pero encontró oposición unos meses más tarde cuando Maximilien Robespierre fue desplazado y guillotinado en París y «el Directorio» se convirtió en la elite de cinco hombres en control de Francia.
Hacia finales de 1795, Napoleón derrotó a un levantamiento monárquico en París y fue rehabilitado. Su promoción a comandante del ejército del interior pronto le convirtió en comandante en jefe del ejército francés en Italia, donde sostuvo una muy efectiva campaña durante cinco años en contra de Austria que culminó en el Tratado de Campo Formio en 1797. Con su firma en representación de Francia, Napoleón fue instrumental para asegurar la posesión francesa de los Países Bajos austriacos (Bélgica en la actualidad) y un compromiso con el banco izquierdo del Rin, sujeto a la ratificación por los electores germanos del Sacro Imperio Romano
Convencido de la necesidad de superar ahora a los británicos —el tema del resto de su carrera—, el joven general planeó una invasión a Gran Bretaña. Cuando su esquema fue cancelado, zarpó hacia Egipto con el apoyo del Directorio, donde se pensaba que se podía establecer la presencia colonial francesa. De tener éxito, esto limitaría el poder británico en el Mediterráneo oriental y desafiaría su posición en la India. Aunque obtuvo una victoria inicial contra los mamelucos en julio de 1798, la campaña terminó en desastre cuando el admirante británico, Horacio Nelson, destruyó la flota francesa en la Batalla del Nilo en la Bahía de Abukir.
A pesar de la derrota final de la expedición (los franceses se vieron forzados a retirarse por completo de Egipto en 1801), la reputación de Napoleón aumentó en su tierra. Al leer sobre la desilusión pública respecto al Directorio, uno de sus líderes, Emmanuel Sieyes, organizó el golpe de estado que llevó a Napoleón al poder como un miembro del Consulado tripartita en 1799. Era sólo un pequeño paso hasta su declaración como Primer Cónsul en 1801 y como Cónsul vitalicio en 1802, y hasta su elevación como emperador dos años más tarde.
DELIRIOS DE GRANDEZA
Al mismo tiempo de su rápida elevación, el tema de Napoleón como salvador (fuera romano o cristiano) comenzó a aparecer en las obras de arte. En un intento por compensar los informes de que durante la campaña egipcia Napoleón había abandonado a sus soldados franceses afectados por la peste en Palestina, en 1804 Antoine-Jean Gros pintó Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa, 11 de marzo de 1799. El líder militar es representado visitando a sus hombres desahuciados y tocando a uno con una mano sin guante semejante a Cristo sanando a un enfermo, mientras le observa un médico cubriéndose el rostro para no respirar el aire infectado. Como observa Gengembre, «la pintura contribuyó a la divinización del maestro», la cual se encontraba en pleno apogeo para 1804.
Tres meses antes de su coronación imperial, Napoleón visitó la tumba de Carlomagno en Aquisgrán (Aix-la-Chapelle) y pasó tiempo allí en meditación. Su fascinación con el «Padre de Europa» era profunda, hasta el grado, quizá, de imaginar su reencarnación. Algunos años más tarde, en 1809, le dijo a algunos representantes del Papa: «Véanme bien. En mí ven a Carlomagno. Je suis Charlemagne, MOI! Oui, je suis Charlemagne!». La influencia del gobernante del siglo IX fue evidente de muchas maneras en la ceremonia de coronación. La corona oficial era una copia de la que había usado Carlomagno, mientras que su espada también se utilizó en parte de la ceremonia, y en su mano izquierda Napoleón sostuvo el cetro del Sacro Emperador Romano, Carlos V, rematado con una semejanza de Carlomagno. Las pinturas oficiales de la ocasión muestran a Napoleón como un emperador romano, algunas veces con un laurel de la victoria en oro.
La extensa imitación de objetos romanos no sorprendió a muchos. Los temas romanos ya estaban presentes en el atuendo gubernamental inmediatamente antes de que Napoleón asumiera el poder. El pintor, Jacques-Louis David, diseñó el vestuario utilizado por los gobernantes del Directorio y el Consulado basado en las antiguas vestimentas romanas: togas blancas y fajas. Las pinturas de la época desde tiempos del Consulado muestran a Napoleón con un estilo de cabello a la manera del emperador romano Tito. Después de la proclamación del imperio, Napoleón adoptó el águila romana, con las alas extendidas, como símbolo nacional. Sus regimientos llevaban sus colores en sus bastones coronados con tales águilas, presentados personalmente por el emperador.
«Desde Prometeo a Jesucristo, el General Corsa quien se convirtió en amo del mundo dirige a un imperio que nadie nunca imaginó».
Napoleón estaba cautivado con su destino y, como otros líderes franceses antes de él, estaba seguro de que estaba destinado a gobernar no sólo al pueblo francés, sino también al Sacro Imperio Romano. En 1804, en respuesta a la proclamación napoleónica del imperio, el rey de Habsburgo, Francisco II, había asumido el título de «emperador heredero de Austria» y defensor del pueblo germano. Derrotado por los ejércitos de Napoleón y abandonado por varios príncipes germanos, Francisco se dio cuenta de que no podría sostener su posición por mucho tiempo, pero en lugar de permitir que Napoleón usurpara el Sacro Imperio Romano, disolvió la entidad el 6 de agosto de 1806, convirtiéndose en Francisco I de Austria. Ahora era imposible para cualquiera, especialmente para un francés, reclamar el título imperial; pero eso no detuvo por mucho tiempo a Napoleón, decidido como estaba a obtener la dinastía y el dominio del mundo. Entre 1792 y 1815 Francia sostuvo una guerra con cuatro poderes coloniales: el español, el holandés, el portugués y el británico. La agresividad de Napoleón llevó a sus fuerzas a casi todo rincón del mundo. En esa época el conflicto se consideraba como la «Gran Guerra», un combate casi continuo cuyo alcance —algunos señalan— calificó al periodo como la Primera verdadera Guerra Mundial.
En 1810 Napoleón se divorció de su esposa, Josefina, quien no había logrado darle un heredero. Ese mismo año se casó mediante poder notarial con una joven de 18 años de edad, María Luisa de Austria, para luego celebrar la ceremonia civil y religiosa en Francia. Como hija de Francisco I, estaba consciente de su deber como una Habsburgo de evitar que su padre perdiera el trono y se mostró optimista respecto a su nueva vida en París, por lo que aceptó alegremente el matrimonio. En 1811 la nueva emperatriz de los franceses dio a Napoleón el hijo que deseaba, quien fue nombrado Napoleón y designado desde su nacimiento como el rey de Roma.
USO Y ABUSO DE LA RELIGIÓN
El punto de vista del emperador respecto a la religión ya se había afianzado mucho antes del día de su coronación imperial en 1804. Como estudiante en Francia, se le había enseñado diariamente la doctrina católica. El historiador, J.M. Thompson, observa que había «tres servicios al día en la capilla, empezando con una misa a las seis de la mañana; el catecismo los domingos, la confesión los sábados y la comunión seis veces al año».
Aunque Napoleón nunca fue una persona demasiado religiosa, vio el valor de la religión únicamente en términos políticos. Después de la Revolución Francesa, el protestantismo se había adentrado en Francia, pero Napoleón, a pesar de su agradecimiento por la ayuda de los protestantes, necesitaba legitimar su mandato restaurando la relación histórica de la nación con Roma. Al equilibrar estos elementos, en 1801 el Concordato firmó con el Vaticano el reconocimiento del catolicismo como la identidad religiosa primaria de la nación, mantuvo al papado fuera de la vida política francesa y permitió cierta libertad de culto. El acuerdo no fue sino una demostración de la piedad napoleónica como una necesidad política.
En 1804 Napoleón organizó la canonización de Neópolis, un supuesto mártir romano de la época de la persecución de Diocleciano a los primeros cristianos y ahora renombrado como San Napoleón, patrón de los guerreros. El día del nuevo santo, el 15 de agosto, se convirtió en el primer día festivo de Francia y casualmente coincidía con la fiesta de la Asunción de la Virgen María, la celebración del Concordato y el cumpleaños del mismo Napoleón. Se trataba claramente de una forma moderna de adoración al emperador romano. Como Gengembre señala, «era el culto al mismo Napoleón —restaurador de la religión, salvador de la Iglesia, soberano ungido, santo viviente— el que se celebraba».
En mayo de 1805 en la Catedral de Milán, Napoleón dio una mayor indicación de su intención de recuperar el ancho y antiguo imperio de los romanos. Una vez más en una ceremonia de coronación tomó la corona en sus manos —esta vez la «Corona de Hierro» que utilizó Carlomagno y nombrada así por el clavo que supuestamente perteneció a la crucifixión de Cristo, forjado en su banda interior— y la colocó en su cabeza. Ahora era el rey de Italia.
Desde esta posición mucho más poderosa, a principios de 1806 escribió una respuesta a la amenaza del Papa de romper relaciones por la interferencia de Francia en Italia. En una carta de presentación por separado le dijo a su tío, el cardenal Fesch: «Para los fines del Papa, yo soy Carlomagno, y al igual que él, he unido la corona de Francia con la corona de los lombardos. Mi imperio, como el de Carlomagno, marcha con el Este. Por lo tanto, espero que el Papa ajuste su conducta conforme a mis requisitos». En abril ejerció presión sobre el Papa aprovechando su nueva posición al emitir su propia versión del catecismo. El hecho de haber obtenido la aprobación de la iglesia francesa sólo empeoró las cosas, pues colocó las bases para un mayor conflicto con Pío VII.
El Papa se resistió a Napoleón y fue tratado con severidad durante más de tres años, hasta el grado de ser encarcelado y víctima de privaciones extremas. A pesar de todos sus intentos, Pío excomulgó al emperador, quien a su vez amenazó con derrocar al pontífice. Este punto muerto quedó resuelto por la derrota y el exilio de Napoleón a la isla de Elba en 1814.
Un mayor panorama de la diferencia entre los dos hombres queda revelado a detalle a partir del relato del regreso del Papa a Roma, como lo cita el historiador Thompson: cuando Pío regresó al palacio Quirinal lo encontró redecorado por Napoleón, quien tuvo la intención de usarlo como su propia residencia en 1811. Un nuevo friso mostraba diosas paganas desnudas, sobre quien se dijo que el Papa comentó: «Les daremos un poco más de ropa y las convertiremos en Madonas». El intento de Napoleón por reducir al papado religiosa y políticamente no tuvo éxito, y aunque logró escapar de Elba en 1815 con la intención de reclamar su imperio, el restaurado Papa Pío vivió dos años más que él.
LA LEYENDA SIGUE VIVA
La derrota de Napoleón en Waterloo en junio de 1815 terminó en su destierro a Santa Elena; sin embargo, su muerte acaecida allí en 1821 no fue el final de la fama del fallido emperador. Se podría argumentar que su rehabilitación comenzó con su viaje hacia su exilio final en la isla. Dictando sus memorias día a día a Las Cases, comenzó a posicionarse a sí mismo para la inmortalidad: «He utilizado la corona imperial de Francia, lo corona de hierro de Italia y ahora Inglaterra me ha dado una aún más grande y gloriosa —la utilizada por el salvador del mundo—: una corona de espinas». En 1825 Horace Vernet pintó Napoleón en su lecho de muerte. El emperador viste una corona de laurel con su rostro rejuvenecido y semejante al de Cristo, así como un crucifijo adornando su pecho.
Las imágenes del salvador político y religioso sólo habrían de presentar aún mayores excesos. Para 1840, el año en que las cenizas de Napoleón fueron traídas de Santa Elena y de nuevo enterradas en Los Inválidos en París, J.P.M. Jazet le mostró levantándose de la tumba con un uniforme militar y una corona de laurel, y Víctor Hugo escribió: «Sir, usted regresará en un carro / Glorioso, coronado, santificado como Carlomagno / Y grande como el César».
Fue justo antes de la Primera Guerra Mundial que el novelista francés, Léon Bloy, expresó su desatada adoración en «L’Ame de Napoléon» («El alma de Napoleón), una parte de la cual se encuentra en inglés en la obra de Gengembre. Al comparar al emperador con Cristo a su retorno, escribió: «Napoleón es… la prefiguración de Aquél que ha de venir y quien no debe estar demasiado lejos…». Bloy le visualizaba como «un gesto de Dios a través de los franceses de manera que la población de todo el mundo no pudiera olvidar que verdaderamente existe un Dios y que Él vendrá como ladrón en la noche, a una hora que nadie conoce, con tal absoluta sorpresa que traerá consigo el debilitamiento del universo». Continuó diciendo que «no cabe duda de que era necesario que este gesto cayera en manos de un hombre que escasamente creía en Dios y que no sabía nada de los Mandamientos».
El historiador de arte, Elie Faure, resumió esta romántica identificación con Cristo cuando en 1921 escribió: «Se distingue como Jesús… Cristo y Napoleón actuaron conforme a su sueño en lugar de soñar conforme a sus acciones… Entre todos los hombres, estos dos se atrevieron. Incluso hasta el martirio… Hasta la muerte».
Y así la apoteosis de Napoleón parecía completa. Un siglo después de su muerte, mientras el mundo se adentraba a la era de los grandes dictadores, otros admiradores de Napoleón consideraron que el escenario europeo estaba listo para recibir el manto del dios-salvador. En la Séptima Parte, Benito Mussolini y Adolfo Hitler.
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