Multitudes sin héroes
¿Por qué casi nunca un grupo de testigos interviene para ayudar a alguien que obviamente se encuentra en problemas? ¿Y qué se necesita para ser la persona que sí interviene?
Están en las plataformas de los subterráneos de París, Londres, Nueva York, Sídney y Montreal. Se encuentran a orillas de los ríos de Florida y en los canales de Venecia; están en escuelas, centros comerciales y calles de todo el mundo; y también en todo el ciberespacio.
Son los espectadores que presencian el daño que se inflige a otros. Sí, puede que algunos actúen de inmediato, interviniendo sin tener en cuenta su propia seguridad. Sorprendentemente, puede que otros se sumen al abuso. Pero con mayor frecuencia, el grupo simplemente se congela; solo contempla la escena mientras se desarrolla ante él.
En enero de 2018, por ejemplo, un hombre fue apuñalado en una plataforma de subterráneos de París tras un altercado con otro pasajero. Mientras el hombre moría desangrándose sobre la plataforma, los testigos lo filmaban y posteaban las imágenes en las redes sociales.
En Julio de 2018, en Rajastán, India, un ómnibus escolar atropelló una motocicleta en la que viajaban tres hombres. Uno murió en el impacto, pero ante los otros dos —que en medio de un charco de sangre rogaron por ayuda durante media hora—, los testigos se limitaron a filmar la escena y tomarse autofotos con ellos.
Horrendo, ¿verdad? La mayoría de nosotros imagina que —de haber estado entre esos espectadores— habría ido de inmediato a rescatarlos o siquiera habría llamado a la policía.
Con todo, por reconfortante que esa idea nos resulte, las investigaciones realizadas sugieren lo contrario; y la historia lo confirma. Es fácil ponerse un manto de justa indignación, pero a menudo este resulta apenas como un velo de telaraña. La realidad es que a menos que haya siquiera un líder seguro y convincente moralmente, que tenga el apoyo de cierta cantidad de espectadores, las dinámicas grupales favorecen la inacción.
¿Qué se necesita para emerger como una fuerza para el bien en semejante situación?
El efecto espectador
Los investigadores comenzaron a estudiar en serio la inacción de los espectadores en 1964, después de que Kitty Genovese, de 28 años, fuera apuñalada delante del apartamento en que vivía en la ciudad de Nueva York. El ataque tuvo lugar a la vista de un número no determinado de sus vecinos y probablemente al alcance del oído de algunos más. Ella gritó durante el ataque inicial, ante lo cual uno de los vecinos gritó desde su ventana (una bien intencionada, aunque a menudo ineficaz, forma de intervención). El atacante huyó, pero a los diez minutos volvió, para encontrar a Genovese en el vestíbulo de su edificio, adonde ella había llegado arrastrándose. Él la apuñaló de nuevo, la violó y le robó su dinero. Después de que él se fue, una vecina la encontró y permaneció a su lado para consolarla, pero para cuando la intervención física llegó, fue demasiado tarde. Aunque se sabe que uno de los vecinos llamó a la policía más de media hora después de los primeros gritos, Genovese falleció camino al hospital.
Irónicamente, su asesino fue capturado pocos días más tarde, gracias a dos testigos de otro delito: el robo en una casa a pleno día. Tras confrontar al perpetrador mientras cargaba un televisor en su vehículo, los dos vecinos —para nada convencidos de la explicación del hombre, y mientras este volvía a la casa para seguir robando—, inutilizaron su vehículo y llamaron a la policía. El ladrón, que huyó a pie, fue capturado y pronto confesó haber cometido una serie de robos e incluso tres asesinatos, entre los que figuraba el de Genovese.
Al principio, la cobertura periodística del asesinato de Genovese fue bastante silenciada, pero a dos semanas del hecho, el New York Times publicó una historia sensacionalista en la que remarcó señaladamente la negligencia de sus vecinos durante aquella noche. Sensacionalista o no, el caso es que poco tiempo después comenzó la investigación de este fenómeno.
Para 1970, los psicólogos John Darley y Bibb Latané habían reproducido «el efecto espectador» en una serie de estudios, hallando que cuando una persona observaba una emergencia, casi siempre informaba sobre ella de manera inmediata y calmada. Sin embargo, cuando había más observadores presentes, informar al respecto se reducía drásticamente. Los investigadores sugerían que dicha reducción se relacionaba con el proceso de toma de decisiones por el que los espectadores deben pasar a fin de intervenir. En un resumen de su investigación efectuado en 1981, Latané lo explicaba así: «El espectador tiene que observar el acontecimiento, interpretarlo como una emergencia, sentirse personalmente obligado a hacer algo al respecto, y poseer las habilidades y recursos necesarios para actuar».
Cuantas más personas haya en el grupo de espectadores, más probabilidades habrá de que los pasos para la toma de decisiones se demoren, y cuanto más estos se demoren, menos probabilidades habrá de que alguien responda.
«Que nadie tranquilice su conciencia con la falsa ilusión de que no puede causar daño al no participar ni formular una opinión. Para alcanzar sus fines, los hombres del mal solo necesitan que los hombres de bien se limiten a mirar y no hacer nada».
Según Latané, tres influencias generales entran en juego en la decisión del espectador de no intervenir: inhibición por la audiencia, influencia social y difusión de la responsabilidad.
Los observadores se inhiben al preocuparse por cómo otros verán y juzgarán su conducta si, por ejemplo, no resulta claro si la persona que observan realmente está necesitando ayuda. Los posibles rescatistas también podrían dudar por temor a consecuencias personales, preocupados ante la posibilidad de que luego el atacante intente vengarse o de que después incluso la víctima los lleve a juicio por alguna lesión sufrida durante el rescate.
También la influencia social contribuye enormemente, dado que la gente tiende a buscar entre los demás del grupo señales que le ayuden a determinar su propia conducta. Si nadie más ayuda, dice Latané, es probable que los observadores asuman que la situación no es tan crítica y concluyan que la respuesta esperada y apropiada es no entrometerse.
También puede que entre en juego la condición social de la víctima. En Nueva York, en abril de 2010, una cámara de vigilancia captó un intento de asalto, en el cual un buen samaritano intervino para salvar a la víctima. Mientras esta huía, el asaltante volvió su atención al héroe, un hombre indigente. Tras ser apuñalado varias veces, Hugo Alfredo Tale-Yax colapsó en la acera por la que pasaron más de veinte personas, ninguna de las cuales se detuvo para ayudar al vagabundo moribundo.
Difusión de responsabilidad es la sensación individual de que, con tantos otros presentes, el costo psicológico de la no intervención se reduce. Según Latané, «saber que otros están presentes y disponibles para responder —aunque el individuo no pueda verlos o ser visto por ellos—, le permite transferirles algo de la responsabilidad de ayudar»
Cruce de límites
En ciertas situaciones, los observadores han ido más allá de la inacción, llegando a identificarse con el ofensor o los ofensores.
Algo así pudo haber sido un factor en Richmond, California, cuando en octubre de 2009, una chica de 16 años fue abusada sexualmente múltiples veces tras salir temprano de una escuela de danzas. Al parecer, en las dos horas y media que abarcaron los ataques perpetrados en un patio de la escuela poco iluminado —mientras en el interior de la escuela seguía la danza—, unos veinte testigos presenciaron la escena sin llamar al 911. Al final, seis fueron los hombres condenados por violación y otros delitos graves, aunque la evidencia de ADN indica que más habían participado.
Según informes de prensa, durante la semana siguiente, la estudiante de la Escuela Secundaria de Richmond y su familia enviaron una serie de mensajes públicos a la pasmada comunidad, acentuando que «la violencia es siempre la elección equivocada». Reconociendo que la ira era justificable, ellos urgían a la comunidad a «dejar que la ira produzca un cambio; el cambio que se necesita para mantener a salvo a nuestros niños, nuestros vecinos y nuestros amigos».
Esas precauciones estaban bien fundadas, debido a informes de patrullas ciudadanas amenazadas por «tipos duros» de la zona en los días que siguieron al ataque. Aunque la represalia violenta es no sancionable, es interesante observar cuánto más fácil le resulta a un grupo unirse en represalia que en intervención.
Muchos se encuentran sin saber cómo explicar la conducta de los espectadores que observaron los ataques continuos sin intervenir. Aunque algunos de los observadores tenían teléfonos celulares, los informes de prensa señalan que se los usó para tomar fotografías o videos, en vez de oprimir los tres dígitos que habrían significado tanto en esas circunstancias.
Con todo, hubo un par de héroes en esta obra, aunque no se encontraban entre el gentío. Según un informe de prensa, «la noticia sobre la violación en curso llegó a oídos de Raúl Rubio de parte de unos transeúntes, mientras él estaba con unos amigos en una esquina, a más o menos una cuadra del campus. Tras verificar las conclusiones, él fue a la casa de su novia, que quedaba cerca, y ella llamó al 911».
La policía halló a la chica inconsciente y en condición muy grave. A pesar de que pasó la mayor parte de la semana siguiente en el hospital —y de haber sido traumatizada mentalmente en maneras de las que sería difícil que alguien pudiera recuperarse por completo—, sobrevivió, al menos físicamente.
Según los investigadores Nicholas Groth y H. Jean Birnbaum, «En la violación en grupo, como en la individual, el sexo se convierte en una expresión de poder e ira. Sin embargo, una de las singulares dinámicas de la violación en grupo es la experiencia de conexión, compañerismo y cooperación con los agresores cómplices. El agresor no solo interactúa con la víctima, también interactúa con los agresores cómplices. A decir verdad, parece que usa a la víctima como vehículo para interactuar con los otros hombres. Se comporta, o actúa, en conformidad con lo que siente que ellos esperan de él. Se valida a sí mismo y participa en una actividad grupal».
Cruzar el límite del grupo —de espectador a agresor— requiere, como mínimo, cierta identificación con los participantes del grupo criminal y el deseo de ser aceptado en este. Groth y Birnbaum explican que «los hombres compiten entre sí para ganar reconocimiento y estima. De manera similar, los delincuentes compiten en actos antisociales, y para el violador pandillero, el asalto sexual es producto tanto de motivos internos como de las dinámicas de grupo».
Por la misma razón, las dinámicas de grupo entran en juego en el lado del heroísmo. Los observadores que se conocen entre sí tienden más a intervenir que los que no se conocen.
Indiferencia fría como piedra
Por supuesto, puede que la inacción de los observadores se deba, a veces, sencillamente a la absoluta apatía y desprecio a los demás por parte de un observador individual. Pregúntele si no a Christine Wellstead, la enfermera canadiense que una noche de 2005 se cruzó con un hombre indigente inconsciente, cerca de una concurrida cafetería de Vancouver. Era prácticamente imposible no notar la presencia de ese hombre desplomado sobre un banco y envuelto en una manta ardiente, mientras nubes de humo acre emanaban de él. Sin embargo, hasta llegar Wellstead a la escena, nadie había intervenido para ayudarlo.
Aun entonces, mientras la enfermera trataba de apagar el fuego, cerca de allí, una de las mujeres espectadoras seguía una conversación telefónica informal en su celular, mientras calmadamente bebía su café. Otro observador, un cliente que se hallaba dentro de la tienda de café, le advirtió: «Déjelo solo, no más; es una persona indigente». Horrorizada e insistente, Wellstead apagó el fuego y luego le pidió a un barman que llamara por una ambulancia, tras lo cual el mismo cliente que le había hablado antes replicó: «No llame al hospital; no lo quieren».
Cuando Wellstead finalmente logró despertar al hombre, se enteró de que era propenso a sufrir convulsiones y probablemente había sufrido una mientras fumaba, envuelto en su manta.
«Yo sé que hay muchísima gente indigente aquí y que algunos de ellos pueden ser molestos, pero este era un ser humano».
Adam Welch, quien en 2006 fuera gravemente acuchillado por un compañero de viaje en un atestado ómnibus de Londres, experimentó un caso de apatía similar. Mientras su atacante bajaba del ómnibus, Welch suplicó en vano a los demás pasajeros que lo ayudaran. El hombre sentado junto a él respondió solo encogiéndose de hombros, y al final, Welch fue obligado a bajar por sus propios medios las escaleras del ómnibus de dos pisos a fin de alertar al conductor, quien llamó por una ambulancia.
El otro lado de la moneda
Aunque historias como estas se enfocan principalmente en personas que no actúan, Latané y Darley se apresuraron a señalar que «a veces, la gente sí actúa… Por cada historia de “apatía”, se podría citar otra de absoluto heroísmo».
Entonces, ¿qué hace que un observador decida actuar? Teniendo en mente lo que sabemos acerca de por qué no actúan, tiene sentido concluir (como lo hicieran Latané y Darley) que para que alguien actúe, ese alguien tiene que:
- observar el suceso;
- interpretarlo como problema;
- sentirse personalmente responsable de tomar acción;
- poseer las habilidades o recursos para poder ayudar.
Un detalle interesante común a muchas de las historias sobre rescates es la presencia de un policía fuera de servicio, un bombero, una enfermera u otros prestadores de asistencia en situaciones de crisis. Obviamente, esas personas ya llenan el perfil necesario: están preparadas mentalmente para observar y evaluar lo que sucede y asumir la responsabilidad de actuar en la emergencia, y tienen las habilidades para hacerlo. Pero, por empezar, quienes optan por trabajar en «profesiones que ayudan» probablemente valoran mucho la compasión.
¿Qué de los demás de nosotros? Según los investigadores versados en toma de decisiones, nosotros realmente no tomamos decisiones complejas desde un punto de vista puramente racional; nuestras mejores decisiones a menudo requieren una buena dosis de sentimiento junto al pensamiento racional. Esto puede ser especialmente importante en culturas donde las leyes del buen samaritano y el deber de rescatar (destinadas a alentar la intervención) se hayan vuelto tan variables y confusas que si la pura lógica fuera a anular la más elemental simpatía humana al momento de tomar la decisión de intervenir, es posible que nadie jamás interviniera en lo más mínimo.
Pero, asumiendo que las elementales simpatía y compasión humanas están todavía vivas y bien —aun entre quienes no trabajan en profesiones que ayudan— hay cosas que cada uno de nosotros puede hacer para prepararse a fin de ser un observador que actúa, sea que presencie un asalto en la calle o la intimidación a alguien en línea.
«El altruismo no está completamente muerto».
Los programas más exitosos en cuanto a capacitación para fomentar la intervención de observadores se concentran en las cuatro habilidades antes mencionadas: (1) enseñar a la gente maneras de percatarse de señales de alerta y advertencia, (2) fomentar la toma de medidas proactivas, como por ejemplo, preguntar a otros del grupo qué piensan sobre lo que está pasando, y conseguir que le ayuden a investigar, (3) instruir sobre la responsabilidad de intervenir y cómo alcanzar a otros y comprometerlos a actuar de manera conjunta, y (4) enseñar habilidades prácticas para intervenir de manera segura y adecuada.
El cuarto requisito puede parecer algo intimidante. ¿Cuántos de nosotros realmente sabemos cómo rescatar a alguien atrapado en una corriente rápida o incapacitar a un atacante armado, y mucho menos tener la fortaleza física para hacerlo? Por otro lado, ¿no tenemos la mayoría de nosotros un teléfono móvil en el bolsillo? Es curioso cómo a menudo en las notas periodísticas leemos sobre observadores parados con sus teléfonos móviles grabando en video un ataque. Cierto: la recompensa por tener un video que se viraliza puede, al principio, parecer mayor que por llamar a servicios de emergencia, pero su video viral también dirá mucho sobre la calidad de su carácter cuando su audiencia se dé cuenta de que no llamó para pedir ayuda en vez de ponerse a filmar.
De hecho, al final, la discusión parece reducirse precisamente a esto mismo: el carácter personal. Sin indicarlo directamente, Latané y Darley aluden a lo que filósofos y teólogos pudieran llamar «un carácter moral fuerte» cuando describen a esos héroes entre nosotros que sí toman acción para ayudar a quienes se encuentran en problemas. Advertir e interpretar un problema implica la habilidad de hacer juicios de valor; y sentirse personalmente responsable de tomar acción implica que no tomarla sería profunda y totalmente contradictorio.
Aunque puede que, procediendo de un ámbito o de otro, los términos usados difieran, en esencia significan lo mismo: Ser la persona que estando en grupo interviene requiere un nivel de carácter que la —y nos— compele a asumir voluntariamente la responsabilidad de actuar en pro del bienestar de los demás. Y esa es, claramente, nuestra responsabilidad mutua en nuestras comunidades: no meramente tener un héroe en cada grupo, sino grupos enteros de héroes.