¿Podemos corregir el clima?
En los últimos sesenta años, científicos como James Hansen, de la NASA, han advertido que las concentraciones de CO2 en la atmósfera de la Tierra han aumentado drásticamente. Siendo que, según parece, no estamos dispuestos a cambiar nuestras emisiones, ¿será que, en vez de ello, manipularemos el clima a través de la geoingeniería?
Es solo después de una visita al museo de historia natural, que uno nota que los mamíferos más interesantes se han extinguido.
Sí, ¡claro!, estamos rodeados de perros, gatos, vacas y cerdos. Y muchísimos otros seres humanos; pero… ¿qué pasó con los animales más grandes, la megafauna de antaño? ¿Por qué ya no hay perezosos gigantes, alces irlandeses, mamuts lanudos ni tigres dientes de sable?
Los destruimos. Nuevas investigaciones revelan cómo los humanos hemos alterado y manipulado la Tierra por milenios, comenzando —según parece— por la caza, para eliminar los mamíferos más grandes. No hay necesidad, pues, de debatir sobre nuestra repercusión actual como si se tratara de algo nuevo. El Antropoceno, el nuevo nombre que se ha dado a esta época de influencia humana, se remonta a mucho más tiempo del que generalmente se piensa. Nuestra influencia no data de apenas los últimos cientos de años industriales.
Cuanto más lo analizamos, más llegamos a la conclusión de que hemos dominado la vida en la Tierra desde nuestros mismos comienzos. No es que las extinciones no ocurrieran antes de la aparición de la especie humana; ¡claro que ocurrían!; pero cuando nosotros andamos por los alrededores, las demás cosas desaparecen más rápido, en un geológico abrir y cerrar de ojos.
En el caso de la megafauna, un estudio reciente publicado en Science señala que si la tendencia continúa, «dentro de algunos cientos de años bien podría ocurrir que el mamífero más grande sea una vaca doméstica». Y es posible que entonces esa vaca viva en un mundo muy diferente también, un mundo más cálido y de clima cambiante.
Se está volviendo cada vez más evidente que no solo estamos afectando a los demás seres vivos con los que compartimos el planeta, sino que incluso estamos alterando los sistemas físicos del planeta mismo. Desde el acaparamiento del agua dulce, hasta la conversión de ecosistemas en granjas y cemento, y —lo más alarmante— la alteración del equilibrio entre el calentamiento global y el efecto invernadero natural por la emisión de dióxido de carbono (CO2) y gases metano en la atmósfera, en cierto sentido hemos manipulado el mundo sin siquiera darnos cuenta.
«Ahora, en el Antropoceno, tenemos que añadir a la naturaleza misma en la lista de cosas que no son naturales. En todo caso, de ahora en adelante el mundo que habitamos será el mundo que hemos hecho».
Hoy, la geoingeniería —en este caso, el deliberado intento de controlar el clima mundial— está imperando como una opción viable. Hace ya una década, el informe de la Sociedad Real titulado Geoengineering the Climate: Science, Governance and Uncertainty (Geoingeniería del clima: ciencia, gestión e incertidumbre) describía así el creciente problema: «El aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera… a causa de actividades humanas como la combustión de combustibles fósiles, la deforestación y la conversión del suelo para la agricultura, ha alterado este delicado equilibrio [de calor], ya que los gases restringen la emisión de radiación térmica al espacio un poco más de lo usual».
Lo que sucede después es, simplemente, que este calor añadido se distribuye en todo el planeta y la temperatura sube. El informe continúa: «Para corregir este desequilibrio, la atmósfera baja se ha calentado y está emitiendo más radiación de calor (de onda larga); y este calentamiento continuará a medida que el sistema evolucione para aproximarse a un nuevo equilibrio [más cálido]».
¿Quién lo sabía?
Mucho de nuestro impacto sobre el planeta se ha producido por falta de previsión con respecto a las consecuencias. Es de suponer que el hombre de las cavernas no sabía que los perezosos gigantes podrían extinguirse. Por entonces no había informes sobre el impacto ambiental, ni Sociedad Real en el Pleistoceno; pero ¿qué sobre la posibilidad actual de que el CO2 altere el clima planetario?; ¿ha sido una sorpresa?
No. Lo hemos sospechado bastante por más de ciento cincuenta años.
El naturalista irlandés John Tyndall (1820–1893) fue el primero en explorar las cualidades de absorción térmica de los gases, entre estos, el vapor de agua y el dióxido de carbono. Ya por 1861, él notaba que las propiedades de estos gases afectarían el clima: «La acción diferencial en lo que respecta al calor que viene del sol a la Tierra, y el que se irradia desde la Tierra hacia el espacio es vastamente aumentada por el vapor acuoso de la atmósfera… [Y] una casi imperceptible adición de cualquiera de los vapores de hidrocarbono [tales como el dióxido de carbono y el metano] produciría grandes efectos sobre la radiación terrestre y causaría los correspondientes cambios de clima».
Casi un siglo después, a fines de 1950, en un artículo publicado en Saturday Evening Post, se examinaban las anomalías del clima en toda la Tierra y se preguntaba: «¿Se está calentando más el mundo?». Las evidencias que se presentaban son similares a las de las que hoy leemos: desaparición de glaciares, récords sin precedentes de olas de frío y de calor, «temporadas anómalas», fusión del hielo marino, elevación del nivel del mar, plantas y animales migrando a regiones recientemente más cálidas, y la lista continúa. «El mundo será capaz de planear con certeza en siquiera unos cientos de años —tal vez un milenio o más— climas más templados».
«Puede que no toda la Tierra se vuelva tropical, pero la isla Baffin [Canadá] será tan cálida como Minnesota, Groenlandia tan cálida como las Carolinas, Vladivostok tan cálida como Calcuta».
Para 1959, la conexión entre el clima, el dióxido de carbono y nuestra responsabilidad quedó bien en claro en Scientific American. «Durante el siglo pasado una nueva fuerza geológica ha comenzado a ejercer su efecto sobre el equilibrio del dióxido de carbono en la Tierra», escribió el físico Gilbert Plass. Según él, usando la nueva tecnología espacial del momento, los científicos podrían ahora distinguir entre los factores solares y los factores atmosféricos del clima. La respuesta a nuestro continuo experimento de añadir CO2 al aire se podría decidir. «Si el dióxido de carbono es el factor más importante, los récords a largo plazo en temperatura se elevarán continuamente siempre que el hombre consuma las reservas de los combustibles fósiles de la Tierra».
Un informe presidencial estadounidense de 1965, titulado Restoring the Quality of Our Environment (Restauración de la calidad de nuestro medioambiente), fue aparentemente el primer documento gubernamental en el que se reconoció la relación entre los niveles de CO2 y el clima: «A través de su civilización industrial mundial, el hombre está conduciendo inadvertidamente un vasto experimento geofísico. En pocas generaciones, está quemando los combustibles fósiles que lentamente se acumularon en la Tierra durante los pasados quinientos millones de años… Para el año 2000, el aumento de dióxido de carbono atmosférico será de casi veinticinco por ciento. Esto puede ser suficiente para producir cambios climáticos mensurables y tal vez marcados, y casi por seguro causará cambios significativos en la temperatura y otras propiedades de la estratósfera».
En retrospectiva, el cambio fue menor de lo previsto en el informe. En 1965, el Observatorio de Mauna Loa en Hawái registraba 319 partes por millón (ppm) de CO2 en la atmósfera; en 2000, 369 ppm, un aumento que no llegaba a 16%.
Sin embargo, en 1988, el científico de la NASA James Hansen anunció que se había detectado el anticipado cambio mensurable en el efecto invernadero y «el clima ya estaba cambiando». Treinta años más tarde, en el aniversario de su testimonio ante el senado de los Estados Unidos, varios climatólogos convinieron en que «él tenía razón». Para mediados de 2018, la concentración había subido a 411 ppm, un aumento de alrededor de 29% desde 1965. Y desde 1965, a medida que la concentración de CO2 aumentó, la temperatura mundial se ha elevado en aproximadamente un grado centígrado. En 2009, en el informe de geoingeniería de la Sociedad Real se observaba que «por lo general, los modelos climáticos indican que sería necesaria la estabilización del CO2 atmosférico en alrededor de 450 ppm para evitar que el calentamiento exceda de 2°C». Ahora bien, si las emisiones de CO2 continúan según las proyecciones actuales, cruzaremos ese umbral aproximadamente en 2030.
Según el informe de 2014 del Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) poner en práctica las reducciones necesarias «plantea considerables problemas tecnológicos, económicos, sociales e institucionales». Estos [problemas] solo aumentarán «con demoras de mitigación adicional y si las tecnologías clave no están disponibles».
Así las cosas, notar que las temperaturas mundiales están aumentando paralelamente a las cada vez mayores concentraciones de CO2no es sorpresa. Ahora ¿qué? Si el cambio climático es una amenaza real a la existencia continua de la civilización (la así llamada amenaza existencial), ¿podemos hacer algo al respecto?
Cambio climático intencional
Antes, la geoingeniería del clima se consideraba un remoto plan B inverosímil, una serie de planes fantásticos, bien para extraer el CO2 de la atmósfera, alterar la reflectividad de la Tierra, o alguna combinación de ambos planes. Se suponía que el plan A constituía la manera fácil, obvia, de salir adelante sin pensarlo mucho: permanecer por debajo de ese límite máximo de 2°C mediante la reducción de la producción de CO2.
Tal como el informe del IPCC notara, «hay múltiples vías de mitigación que existen probablemente para limitar el calentamiento por debajo de 2°C en relación con los niveles preindustriales. Estas vías requerirían sustanciales reducciones de emisiones en las próximas décadas, y emisiones de CO2 y de otros gases de efecto invernadero de larga duración cercanas a cero para fines del siglo». Hacer esto exigiría reducir la dependencia mundial de la quema de combustibles fósiles, la mayor fuente de emisiones de carbono.
Concuerdan con esto una vasta variedad de organizaciones científicas: la Real Sociedad de Londres (Royal Society: «es aún físicamente posible lograr reducciones de emisiones de la magnitud requerida para mediados de siglo»); la Unión Geofísica Americana (American Geophysical Union, AGU: «como elemento central de toda respuesta política a los peligros del cambio climático hay que considerar profundas reducciones de estas emisiones»); el Centro de Política Bipartidista (Bipartisan Policy Center: «este grupo operativo cree firmemente que las tecnologías de descontaminación del clima no son sustitutos para el control del riesgo mediante la mitigación del clima [por ejemplo, reduciendo las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero…]»); y la Annual Review of Earth and Planetary Sciences (revista anual sobre ciencias planetarias y de la Tierra: «ni la geoingeniería solar ni la eliminación del dióxido de carbono [CDR, por sus siglas en inglés] pueden proveer la reducción segura en materia de riesgo medioambiental que se ofrece mediante recortes en las emisiones de gases de efecto invernadero»).
«Con las temperaturas en aumento, el incremento de emisiones de gases de efecto invernadero, y una creciente población mundial, puede que estemos al borde de una crisis climática global. ¿Qué haremos? Obviamente, no hacer nada o hacer demasiado poco está mal, pero también lo está hacer demasiado».
Nuevamente, tal como notara la Real Sociedad, liberarse de los combustibles fósiles será difícil. «Requeriría una transformación revolucionaria de la producción de energía y sistemas de consumo mundiales… Hay poca evidencia para sugerir que semejante transformación está ocurriendo».
El primer paso en dirección a este cambio sería un acuerdo mundial para cambiar de curso. Pero desde el Protocolo de Kioto en 1997 (que Estados Unidos no ratificaría) al actual Acuerdo de París sobre cambio climático (del cual Estados Unidos se retiró en 2017), el consenso para limitar las emisiones de CO2 a lo sumo ha sido débil.
Es como si el carbón, el petróleo y el gas fueran el opio en una creciente adicción a la energía. Según la Real Sociedad, «a menos que los esfuerzos futuros para reducir las emisiones de gas efecto invernadero sean mucho más exitosos de lo que han sido hasta ahora, puede que se requiera acción adicional en caso de que se vuelva necesario enfriar la Tierra en este siglo».
Entonces, según científicos como David Keith de la Universidad de Harvard, lo mejor que se puede hacer es comenzar a trabajar en el Plan B. Necesitamos reorientar nuestro enfoque para ralentizar el calentamiento de otra manera.
En 2000, Keith escribió: «De cara al futuro, pienso que es probable que las opiniones sobre el problema del clima y el CO2 cambien de la concepción actual —según la cual se considera que las emisiones de CO2 constituyen un contaminante que hay que eliminar, aunque se trate de un contaminante con plazo milenario y de impacto global— a una concepción según la cual la concentración de CO2 y el clima se consideren como elementos del sistema de la Tierra que hay que gestionar de manera activa».
Abrace sus monstruos
Aparentemente, ese tiempo de gestionar la atmósfera ha llegado. Con todo, Keith advirtió 17 años después, que sin reducir el CO2 la geoingeniería no funcionará: «La geoingeniería solar no es sustituto para el recorte de emisiones. A lo sumo, es un complemento. No podemos mantenernos usando la atmósfera como un vertedero de carbono gratuito y esperar tener un buen clima sin importar lo que hacemos para reflejar algo de luz solar».
Aplicar al clima una solución tecnológica ¿impactará nuestra determinación para llegar a la verdadera tarea de reducir las emisiones? Ese es el peligro moral de impulsar la manipulación del clima. Claramente, lo correcto y necesario es reducir el uso de combustibles fósiles. El Plan B de geoingeniería ¿nos tienta a alejarnos de hacer lo correcto? ¿Es este Plan B un milagro o un monstruo que distrae y fácilmente puede salirse de control?
Bruno Latour, investigador principal del Breakthrough Institute, sostiene que lo correcto es usar la tecnología que tenemos. En su ensayo Love Your Monsters (Ame sus monstruos) Latour alega que negarnos el acceso a nuestras invenciones es autodestructivo. Según él, este es el problema del cual Mary Shelley nos advirtiera en su libro Frankenstein. Nuestra tecnología inventada solo se convierte en un monstruo cuando la abandonamos; cuando la dejamos suelta, sin orientarla, ocurren cosas malas.
Latour explica: «El crimen del Dr. Frankenstein no fue haber inventado una criatura mediante cierta combinación de soberbia y alta tecnología, sino más bien, que abandonó a su suerte a la criatura. Cuando el Dr. Frankenstein encuentra su creación sobre un glaciar en los Alpes, el monstruo arguye que no nació monstruo, sino que se convirtió en criminal solo después de haber sido dejado solo por su aterrorizado creador, que huyó del laboratorio en cuanto esa cosa horrible cobró vida».
«Recuerda que yo soy tu criatura; debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído, a quien tú expulsas del gozo no por fechoría… Yo era benevolente y bueno; la miseria me hizo desalmado. Hazme feliz, y de nuevo seré virtuoso».
«Escrito en los albores de las grandes revoluciones tecnológicas que definirían los siglos XIX y XX —Latour continúa—, Frankenstein prevé que los pecados gigantescos que estaban por cometerse esconderían un pecado mucho mayor. El caso no es que hemos fallado en cuanto a cuidar la Creación, sino que hemos fallado en cuidar nuestras creaciones tecnológicas».
Esto tiene un significado que consta de dos partes: no deberíamos abandonar el crudo mundo de cambio climático que hemos creado; tampoco deberíamos dejarlo ahora librado a su suerte. Si nuestra manera de vivir ha afectado el planeta, es nuestra obligación usar nuestro ingenio para gestionar las próximas etapas. Si el clima es nuestro hijo, por así decirlo, debemos atenderlo, cuidarlo y procurar su bienestar integral. De manera similar, «nuestro pecado no es haber creado tecnologías —dice Latour—, sino haber fallado en cuanto a amarlas y atenderlas. Es como haber decidido que no éramos capaces de seguir con la educación de nuestros hijos».
Continuando con el tema bíblico, Latour se pregunta: «Si Dios no ha abandonado su Creación y ha enviado a su Hijo para redimirla, ¿por qué uno —un ser humano, una criatura— cree que puede inventar, innovar y proliferar, y luego huir despavorido de lo que ha hecho?... ¿Ha huido Dios horrorizado tras lo que los humanos han hecho de su Creación?».
Eso ciertamente reestructura la idea del peligro moral.
Decisiones difíciles
Si simplemente procedemos sin un cambio en nuestra conducta colectiva, enfrentaremos mayores problemas más adelante. Otro tema bíblico viene a la mente: arrepentimiento, lo cual sencillamente significa un cambio de mente o de propósito; pero esto no está ganando mucho apoyo. Mientras tanto, la Administración Nacional de Asuntos Oceánicos y Atmosféricos (NOAA, por sus siglas en inglés) sigue informando de temperaturas que baten récords. Las emisiones de CO2 están aumentando, no disminuyendo. ¿La conclusión de la NOAA? «Si la demanda de energía global sigue creciendo y satisfaciéndose mayormente con combustibles fósiles, el dióxido de carbono probablemente excederá de 900 ppm para fines de este siglo».
Obviamente, semejantes niveles arruinarían el hipotético límite de 450 ppm para permanecer por debajo de un cambio de 2°C. A esta altura, parece que estamos sentados en una especie de Plan C colectivo: la complacencia. Nos guste o no, todo indica que sea que estemos sentados, a la deriva o actuando, nuestro mundo está entrando en un nuevo régimen climático. Y alguna forma de geoingeniería del clima empieza a vislumbrarse.
Según el filósofo Christopher Preston señala en su libro The Synthetic Age, estamos cruzando un nuevo umbral en nuestra intervención creativa en el funcionamiento de la Tierra y su futuro. «Esto —afirma— marcaría un período de la historia totalmente nuevo, en el cual la humanidad deliberadamente toma control de la geofísica del planeta».
«Muchos aspectos del cambio climático y los efectos asociados al mismo seguirán por siglos, aun si se detienen las emisiones antropogénicas de los gases de efecto invernadero».
«El cambio climático presenta a la humanidad con una masiva migraña económica y moral», dice Preston. Una vez que empecemos a intervenir, será casi imposible parar. Si la geoingeniería funciona, tendremos que continuar usándola; si falla, probaremos otra cosa, y luego algo más. Él advierte: «Como una alfarera incansable, eternamente moldeando su arcilla, la especie humana se encargaría de moldear el clima perpetuamente… La gente asumiría la continua gestión de todas las cosas bajo el sol».
Estas ideas, sumadas a las de Latour y a las del climatólogo Keith nos remontan a aquel informe presidencial de 1965. En este, tras reconocer el «vasto experimento geofísico» en el cual por entonces nos comprometimos y luego seguimos, se sugería tomar un enfoque más proactivo. A medida que el clima cambie, las «posibilidades de producir cambios compensatorios mediante la deliberada modificación de otros procesos que afectan el clima pueden posteriormente ser muy importantes».
Reconocer el cambio climático y su relación con el CO2 no es nuevo. Tampoco lo es la idea de que puede que finalmente arreglemos lo que rompimos. Eso también encuentra su origen en las Escrituras: Nada que se propongan hacer será ahora imposible para ellos.
Preston explica detallada y persuasivamente los pasos que nos conducirán a hacer hasta lo que parece imposible: «Si uno toma en serio la cantidad de daños que el calentamiento global descontrolado habrá de causar, si se da cuenta de que esos daños afectarán desproporcionadamente a los pobres del mundo, si reconoce que esas poblaciones no solo son las menos equipadas económicamente para lidiar con el cambio climático, sino que —ante todo— también son las que menos tienen que ver con el aumento de los gases de efecto invernadero, y si admite la innegable realidad de que las estrategias convencionales para reducir los daños del cambio climático no se están aplicando con suficiente rapidez, entonces parece ser este un fuerte caso moral para hacer algo drástico».
Parece, además, que poco se duda de que alterar el mundo conforme a nuestras necesidades y placeres es parte de nuestra naturaleza. Pero, ¿creará la geoingeniería un sorprendente nuevo nivel de expectativa de vida? ¿Cuán lejos podemos ir antes de descodificar los sistemas planetarios que nos sostienen o unirnos a la megafauna que condujimos a la extinción? En rigor de verdad, no sabemos la respuesta a ninguna de estas preguntas.
Con todo, deberíamos entender que nunca descubriremos ni crearemos un equilibrio perpetuo. La naturaleza nunca es realmente dócil. A medida que empujamos y tironeamos, planeamos y manipulamos, la naturaleza cambia y se evade grácilmente en su propia danza responsiva y vivaz.
Como Preston concluye, aun en un mundo que creamos tener bajo control, habrá nuevas sorpresas procedentes de lugares que no reconocimos y ocurrirán cosas que nunca esperamos: «Rehacer la Tierra permanecerá siempre como un juego de alto riesgo. Cuando nos insertemos tan a fondo en el funcionamiento de un planeta, difícilmente podremos predecir todo de las consecuencias de nuestras acciones. Hay graves riesgos para permitirnos ser seducidos por las sublimes bellezas de la tecnología».