Reconstruyendo Babel: las megalópolis de China
En debates sobre la supervivencia humana más allá de este siglo, la expansión urbana no parece representar una gran amenaza. Más aun, cuando China sienta las pautas para su rápida urbanización, una pintura de la época del Renacimiento insta a la prudencia.
La Torre de Babel, del artista flamenco del siglo XVI Pieter Bruegel el Viejo, es una pintura monumental. Su representación de una torre enorme a medio construir pudiera haber sido una celebración del esfuerzo humano, pero cuando se la examina con más detenimiento, revela algo muy diferente: una ciudad condenada, defectuosa y confusa en su diseño.
A simple vista, se trata de una representación directa de la torre y la ciudad que la Biblia registra como Babel. La narrativa escritural cuenta de un grupo de gente, probablemente dirigida por un «poderoso cazador» llamado Nimrod, que vivía en la tierra hoy conocida como Irak. Esta gente usó ladrillos y asfalto para construir una ciudad enorme y una torre «cuya cúspide llegara al cielo» por dos razones: para «hacerse un nombre» y para evitar «ser esparcidos sobre la faz de toda la tierra» (Génesis 11:1–4).
Representar escenas bíblicas no era nada raro para los artistas de la época de Bruegel; pero su pintura encerraba también un mensaje contemporáneo. Amberes, la ciudad natal de Bruegel, era por entonces la ciudad europea de más rápido crecimiento. Con excelentes conexiones marítimas, una pujante industria bancaria y relaciones internacionales favorables, era el centro económico y financiero del mundo occidental. Su población casi se había duplicado durante la vida del pintor. La representación de Bruegel de la Antigua Babel está llena de detalles contemporáneos: es una ciudad portuaria, retratada con estilos europeos y solo indicadores menores de su origen mesopotámico; bien pudiera haber sido la propia Amberes. Su audiencia habría reconocido esto y habría recordado la caótica caída de la ciudad bíblica. La Torre de Babel constituía una advertencia a sus contemporáneos acerca de la insensatez del crecimiento desmesurado.
Subyacente a esta advertencia había también un paralelismo histórico. La forma de la torre, que a su vez habían adoptado otros artistas, probablemente seguía el modelo del Coliseo romano que por entonces, como ahora, estaba en ruinas. La conexión entre Babel y Roma quedaba bien establecida. Como el autor de Bruegel, Keith Roberts, señala: «Roma era la ciudad eterna, prevista por los Césares como de eterna duración, y su decadencia y ruina se tomaron para simbolizar la vanidad y transitoriedad de los esfuerzos terrenales».
Los contemporáneos de Bruegel habrían hecho bien en atender su advertencia. Unos veinte años después de que él terminara su obra, Amberes fue sitiada y completamente derrotada por los españoles y nunca recobró su antiguo esplendor.
El sueño chino
Por supuesto, Amberes no se puede comparar para nada con los centros urbanos modernos. El tamaño de las más grandes ciudades de hoy equivale a más de trescientas veces el tamaño de las del siglo XVI. La ambición urbana —desde Babel hasta el famoso Empire State Building (Nueva York) o el Burj Khalifa de Dubai— no da señales de pasar de moda.
China es una muestra de ello particularmente notable. En las décadas posteriores a la muerte de Mao Zedong, el país ha sido testigo de un crecimiento urbano sin precedentes. En 1976, cuando Mao falleció, solo diecisiete por ciento de la población china vivía en ciudades; para 2015, esa cifra había aumentado a más del triple: a cincuentaicinco por ciento. La transformación fue un movimiento deliberado por parte del gobierno chino para generar crecimiento económico, un método que —según la mayoría de los indicadores— ha resultado fenomenalmente exitoso. Como bien señala el analista geopolítico Pepe Escobar, el impulso de la urbanización «está en el corazón del Sueño Chino».
La ambición del régimen es inconcebible. En la última década, China ha anunciado planes para centros urbanos enormes, de tamaños que el mundo jamás ha visto. La primera de tales conurbaciones, el Delta del Río Perla, aúna nueve ciudades separadas en el sudeste de la nación. La población de esta megalópolis inaugural es ya mayor que la de Australia, Argentina o Canadá. El método lleva la expansión urbana a un nuevo nivel, lo cual no es extraño en el desarrollo urbanístico de Asia. El erudito Martin Jacques observa que «mientras las ciudades occidentales por lo general tienen un centro definible, las ciudades asiáticas rara vez lo tienen: el centro se encuentra en perpetuo estado de movimiento, a medida que la ciudad pasa por una metamorfosis tras otra, resultando en la creación de muchos centros en lugar de uno».
Muchas de las ciudades que lo componen son en sí centros de un crecimiento reciente colosal. Una de las más importantes, Shenzhen, era una simple aldea pesquera en 1979, cuando el entonces líder Deng Xiaoping la identificó como la base de una nueva Zona Económica Especial (SEZ, por sus siglas en inglés). Actualmente tiene una población de más de dieciocho millones de personas, entre las que se cuentan varios millones de trabajadores migrantes. Al principio, las ciudades de lo que habría de convertirse en el Delta del Río Perla, fueron destinadas a producir bienes de consumo a bajo precio, tales como alimentos, juguetes y ropa; aunque más recientemente se ha convertido en el centro para productos químicos, automotrices y electrónicos de alta tecnología. La fusión urbana tiene por objeto mejorar la producción mediante conexiones de infraestructura y transporte relacionadas entre sí, tanto dentro de la megalópolis como con megalópolis cercanas tales como Hong Kong y Macau.
El Delta del Río Perla no es una anomalía. Las regiones de Shanghái y Beijing están en vías de convertirse en megalópolis aún mayores, y hay proyectos similares en marcha en otros países de Asia. Según el Banco Mundial, para 2010, se había urbanizado menos de uno por ciento de la superficie total de Asia Oriental y solo treintaiséis por ciento de la población total residía en ciudades, todo lo cual sugiere que la expansión urbana en la región apenas ha comenzado.
«La vertiginosa urbanización, en la actualidad creciendo anualmente a razón de uno por ciento, significaría que en treinta años habrá cuatrocientos cincuenta millones más de personas que ahora… viviendo en ciudades chinas».
El plan del Delta del Río Perla fue anunciado en 2008, en medio de la crisis financiera mundial. Según un informe, el plan «concebía una burbuja inmobiliaria durante la crisis financiera para compensar por la debilidad de la demanda extranjera». Esta manipulación económica puede, por un lado, ser una maniobra inteligente, pero también nos recuerda a los constructores de Babel, que respondieron a su propia inseguridad particular de manera similar, al construir una ciudad más grande que las hasta entonces conocidas. De hecho, los deseos de seguridad de (evitar ser esparcidos) y de fama de la antigua Babel parecen especialmente pertinentes hoy día.
Hay un gran optimismo en lo que respecta a las megalópolis. La proximidad de la gente y la industria produce numerosos beneficios económicos, como también el potencial para una provisión de servicios más eficaz. Algunos han teorizado que, si su expansión se gestiona bien, las megalópolis pueden resultar buenas para el medioambiente. Esa confianza ha sido un sello distintivo del reciente ascenso económico de China.
Toma de conciencia
Con todo, esta confianza en sí misma es —en cierto modo— un desafío a las advertencias históricas. El aceleramiento de la urbanización ha causado considerables problemas en otras partes del mundo, principalmente en Centro y Sudamérica. En décadas recientes, en América Latina, millones y millones de personas han acudido a las ciudades, impulsados por la pobreza y los conflictos locales de sus hogares de origen. Según un informe de las Naciones Unidas, se estima que para 2050, noventa por ciento de América Latina estará viviendo en zonas urbanas y que es posible que Brasil alcance esa cifra para 2020. Los resultados no han sido enteramente positivos. La falta de organización y de infraestructura para hacer frente a la llegada masiva de pobladores ha hecho que ciudades como Río de Janeiro se hayan convertido en campos fértiles para la pobreza, la corrupción y el comercio ilícito.
La contaminación ambiental es otro problema de antaño para las ciudades grandes. China ha tenido dificultades notables en relación con esto, particularmente con Shanghái y Beijing entre las megalópolis del mundo más contaminadas. Según un informe de la Organización Mundial de la Salud de 2016, de los cientos de ciudades alrededor del mundo con las más finas partículas (conocidas como PM2.5, las cuales, si se aspiran pueden causar problemas respiratorios y cardiovasculares de consideración), 30 son chinas. Por supuesto, el problema no se circunscribe a China: de entre esos cientos de ciudades, 34 se encuentran en la segunda nación más populosa: India. Según parece, las poblaciones densas y los niveles de contaminación elevados suelen ir de la mano. El mismo informe señala que, asombrosamente, ochenta por ciento de las ciudades del mundo tienen índices de contaminación más elevados que los límites recomendados. Con todo, cabe destacar que China está invirtiendo en tecnología para detener el daño medioambiental mediante más de ochenta centros con bajas emisiones de carbono.
Existe también el problema de las enfermedades. Las poblaciones densas aumentan la posibilidad de contagio de virus e infecciones. Como señala el divulgador científico Julian Cribb «desde el punto de vista de un microbio infeccioso —sea el virus de gripe, ébola, zika, cólera o tuberculosis resistente a los fármacos—, una megalópolis es una orgía de oportunidades gastronómicas y reproductivas. Cuanto más grande la ciudad, más billones de células humanas alberga, en las cuales el virus se deleita en cenar o en las cuales se puede multiplicar». En China, alertas tempranas advierten que una nueva cepa de la gripe aviar, un agente patógeno que adquirió notoriedad mundial en 2004, puede de nuevo convertir la gripe aviar en un problema humano.
«Mientras que China ha asumido las exigencias de la urbanización con mayor eficacia que muchos países, hay que abordar con urgencia una serie de cuestiones».
Con el crecimiento de las ciudades chinas, crecerá a su vez la obligación de proveer para la nueva población. Las poblaciones urbanas usan, en promedio, tres veces más energía que las rurales, y el progreso de China afectará lo que en buena medida es un problema energético mundial. China ya tiene un dilema importante en relación con la cantidad y la calidad del agua. Al aumentar la población se necesitan más coches, lo cual plantea problemas tanto espaciales como de contaminación. Más gente demanda más trabajos; en tanto China siga creciendo económicamente, es probable que esto sea bueno, pero si la economía mundial colapsa de nuevo, puede que se necesite una nueva estrategia. «Las ciudades son caras para actualizar y modificar una vez que se han construido —comenta Shahid Yusuf, del Banco Mundial—. China y otros países en rápida urbanización tendrán que considerar de inmediato la escasez de recursos y usar estratégicamente las tecnologías disponibles».
Ahora bien, China cuenta con amplias oportunidades de prepararse para estos retos. El Delta del Río Perla está premeditado de una manera que muchas ciudades de América Latina no lo fueron, y sus planes incluyen sistemas diseñados para resolver muchos de los problemas que otras megalópolis han enfrentado. A manera de ejemplo, Yusuf señala que «uno de los grandes éxitos de China en su rápida urbanización ha sido que se las ha ingeniado para contener el proceso a tal punto que hay hacinamiento pero muy pocos barrios marginales». Por supuesto, si este sistema y otros pueden hacer frente a niveles de crecimiento tan vertiginosos, eso es otro asunto.
La ciudades van y vienen
Las megalópolis son una muestra sin precedentes del logro humano y un producto del asombroso progreso económico de China. Con todo, vale la pena recordar que sus ascendientes históricos —de Babel a Roma, de Roma a Amberes—, con el correr del tiempo, han flaqueado. Vale la pena preguntarse si la megalópolis es, meramente, una versión mayor y más concurrida de lo que se ha ido antes.
La descripción de Martin Jacques con respecto a una ciudad típica de Asia oriental parece particularmente apropiada: «produce una mezcla ecléctica y embriagante de caos benigno, energía comprimida y entusiasmo rudimentario. La gente inventa sobre la marcha. Intenta cosas. Se arriesga. Al parecer, lo único constante es el cambio».
Esta descripción parece emocionante y esperanzada; sin embargo, conlleva una nota de imprevisibilidad que se hace eco de la advertencia que Bruegel diera en La torre de Babel. En su obra, el diseño de la torre parece que se altera en cada nivel, mostrando creciente ambición y complejidad a medida que asciende hacia las nubes. Da la impresión de que los obreros intentan cosas, se arriesgan, inventan sobre la marcha. En el ejemplo bíblico, esta energía y ambición van de la mano con el orgullo (como los constructores de Babel dijeran: «hagámonos un nombre»), y el orgullo, con la caída (es claro que la torre de Bruegel es estructuralmente inestable).
«En ciudades como Shanghái y Shenzhen, ... hay una sensación de enorme ambición, un mundo sin límites, simbolizado por Pudong, uno de los paisajes citadinos más futuristas, con su extraordinaria variedad de impresionantes rascacielos».
Las ciudades y las civilizaciones van y vienen con el tiempo. Basta con recordar los imperios maya, romano o babilónico —cada uno sensacionalmente ambicioso en su época— para reconocer que todo esfuerzo humano está condenado a ser temporal. La cuestión ahora es si la humanidad, con el incremento de sus capacidades, puede sobrevivir una versión mayor del tiempo de colapso que asoló a Babel o a Roma (o a Cartago, a Angkor, a Nagasaki; y la lista sigue). Las ciudades de hoy son más grandes y consumen más recursos que nunca, y en consecuencia están potencialmente más expuestas a los desastres —sea por contaminación, enfermedades o una erupción solar que derrumbe la red eléctrica y las computadoras de las que toda nuestra infraestructura depende.
Según parece, estamos acercándonos a los límites de nuestro planeta en todos estos frentes. La Biblia promete rescate de este punto final, al profetizar tocante a un tiempo de «gran tribulación» que «si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo» (Mateo 24:21–22). Lo que sigue es una promesa con respecto a otro tipo de ciudad: primero un grupo milenario de pueblos y ciudades indefensos (Ezequiel 38:11); y más tarde, una ciudad eterna (Apocalipsis 21:2, 10–27) que, en su magnitud, sobrepasará todo lo alguna vez visto, incluso el Delta del río de las Perlas. Hasta llegar a ese punto, la humanidad sin duda seguirá construyendo con más y más ambición, pero sin cambiar de criterio. Hasta ahora, la advertencia de Bruegel con respecto a la naturaleza desahuciada del esfuerzo humano irrestricto ha sido desoída; pero este estado de cosas, como las ciudades que él pintara, no seguirán por siempre…