Manchas solares y puntos ciegos
En el siglo XIX, una actividad de las manchas solares fuera de lo común causó la interrupción de la comunicación en toda Europa y los Estados Unidos. La fulguración de Carrington —llamada así por el astrónomo aficionado que la registró— provocó una extensa disrupción en los sistemas telegráficos de todo el mundo. La actividad de las manchas solares en sí no es de extrañar, pero la magnitud de la erupción solar de 1859 y el hecho de que hiciera impacto directo en la Tierra sí fue inusual.
Como la sociedad de entonces dependía de los dispositivos electrónicos mucho menos que nosotros, el impacto de aquella fuerte tormenta solar no resultó catastrófico. Pero si un acontecimiento como aquel ocurriera hoy e hiciera impacto directo en la costa este de los Estados Unidos, podría causar la interrupción de gran parte de la red de energía eléctrica y de la mayoría de las computadoras. Su costo se estima en términos de billones de dólares y la duración del tiempo para reparar los daños: de tres meses a tres años. Como señalara el experto en tormentas solares John Kappenman —durante un seminario de la Academia Nacional de Ciencias celebrado en 2008—, «un acontecimiento capaz de incapacitar las redes por largo tiempo sería uno de los peores desastres naturales que enfrentaríamos».
El mundo del siglo XXI es mucho más frágil de lo que nos atrevemos a pensar. La mayoría de nosotros nos negamos a ver esta realidad. Pero actualmente muchos científicos están considerando tales riesgos y se han organizado en comunidades académicas para estudiar maneras de evitar amenazas existenciales de todo tipo. El Centro para el Estudio de Riesgos Existenciales (CSER, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Cambridge es uno de esos organismos. Contando con el astrónomo real del Reino Unido Martin Rees como uno de sus fundadores, se creó en 2012 en un esfuerzo por llamar la atención pública a los problemas que encara la civilización humana, con la esperanza de que el público mismo pueda —a su vez— poner presión en los gobiernos a fin de que tomen acción; pero precisamente en ello radica la debilidad del planteamiento. En una entrevista en junio de 2017 con Visión, Rees así lo admitió cuando dijo: «Es difícil para los políticos centrarse en cuestiones a largo plazo de alcance mundial, bajo la presión de preocupaciones a corto plazo. Los políticos se ven influidos por lo que aparece en la prensa y en sus buzones virtuales». En 2003, en su libro Our Final Century (publicado en Estados Unidos como Nuestra Hora Final, Editorial CRITICA 2004), él estimaba que a causa de varias amenazas existenciales, la humanidad tenía 50% de probabilidades de no llegar al año 2100. Con semejantes probabilidades a la vista, le pregunté si se sentía optimista. «Soy optimista en lo técnico, pero pesimista en lo político» —respondió—, revelando que mientras siente justificada su confianza en la salvación tecnológica, su fe en la disposición de los políticos para lograr resultados a largo plazo a través de políticas apropiadas es prácticamente nula.
En la mente del colega de Rees, Stephen Hawking, la única esperanza de supervivencia parece residir en otro mundo. El renombrado cosmólogo cree que nos quedan menos de cien años en la Tierra y ha propuesto que las naciones se unan para volver a poner al hombre en la luna para el 2020, efectuar un viaje a Marte para el 2025, y establecer una base lunar en los próximos treinta años. Pero ¿no es este planteamiento de ciencia ficción con respecto a las amenazas existenciales humanas otra forma de evitar el problema esencial: nuestra naturaleza humana?
«No hay escape de nosotros mismos. El dilema humano es como siempre ha sido, y no resolvemos nada fundamental poniéndonos la capa de la gloria tecnológica».
Si no podemos cooperar aquí en la Tierra para resolver los diez problemas reconocidos que llevarán a la civilización al punto de la extinción, ¿por qué exportar la naturaleza humana a otros mundos proveería un mejor resultado? ¿No es este otro punto ciego? ¡Ah!, pero la naturaleza humana se puede superar mediante la intervención tecnológica —dirá alguien—, podríamos reprogramarnos a nosotros mismos, estilo ciborg, y desarrollar una nueva forma de humanidad en otros planetas.
Sin duda la respuesta reside no en la soberbia de la exploración espacial y la destreza tecnológica sino en la humildad para convivir pacíficamente con los demás y con este planeta. ¿Cómo lo haremos sino a través de la renovación del tipo que un guerrero presciente identificara al concluir la Segunda Guerra Mundial? Advirtiendo de los peligros que por entonces amenazaban la supervivencia de la civilización, Douglas MacArthur dijo: «El problema fundamentalmente es teológico y conlleva un recrudecimiento y mejora espiritual del carácter humano que sincronizará con nuestros casi impecables progresos en la ciencia, el arte, la literatura y todos los avances materiales y culturales de los últimos dos mil años. Debe ser del espíritu, si vamos a salvar la carne». Este llamamiento no provenía de una estrecha base religiosa, pero era reminiscente de la promesa profética según la cual llegaría el día cuando el corazón humano comenzaría el proceso de transformación espiritual: «Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré» (Hebreos 10:16).
¿Estamos aún demasiado cegados para reconocer el peligro existencial y humillarnos y buscar el favor de Dios? Porque solo así escaparemos del engaño y del desastre.