Para conocerse a sí mismo
Cuatro imágenes muestran cuatro aspectos de un mismo hombre: la primera, como él se ve a sí mismo; la siguiente, como su pareja lo ve; luego, como aparece ante sus compañeros de trabajo y por último: como es en realidad. Así que se trata de un joven triunfador y lleno de energía; un héroe buen mozo; un empleado poco cooperativo; y por último, un hombre irritable que muestra signos de envejecimiento.
Aunque a menudo se dice que sería beneficioso vernos a nosotros mismos como nos ven los demás, tal conocimiento resultaría insuficiente. Esto así porque uno de los aspectos más difíciles de nuestras respectivas trayectorias es el de vernos a nosotros mismos objetivamente; no meramente como los demás nos ven, sino como realmente somos.
«Oh, si algún Poder el don nos diera
de vernos como los demás nos ven».
Sin obtener esta perspectiva, ¿podremos alguna vez hacer los cambios necesarios para convertirnos en personas mejores: crecer de una vez por todas, ¿a fin de volvernos emocionalmente maduros?
El mundo no carece de adultos inmaduros que viven la vida a merced de sus emociones negativas. Una autoevaluación honesta es la clave para romper la falsa imagen de uno mismo ¿Pero por dónde empezar? Preguntarnos hasta qué punto controlamos nuestras respuestas a los sentimientos de ira, miedo, celos o envidia, o el grado en que la intolerancia, el pesimismo y la inferioridad gobiernan nuestras acciones, o cómo nos entorpecen el orgullo, la amargura y la autocompasión, es un buen punto de partida.
Esta lista incompleta de detonadores emocionales es desalentadora. Se dice que lo más difícil de hacer es admitir que estamos equivocados; en segundo lugar, le sigue de cerca el hacer los cambios necesarios. Todos hemos cedido a la ira infundada. Todos hemos fallado en cuanto a admitir que nos equivocamos al responder como lo hicimos. Así, de una u otra manera, todos hemos fallado en cuanto a efectuar algún cambio duradero en nosotros mismos.
El secreto del éxito puede residir en la comprensión de cómo funciona el cerebro cuando caemos en comportamientos repetitivos de mala calidad. En años recientes, algunos neurocientíficos han explicado que el antiguo mecanismo de respuesta al estímulo está sustentado por bucles de retroalimentación neuronal que pueden volverse fijos. Lo que solíamos llamar malos hábitos son bucles de retroalimentación que, una vez activados, deben completarse. La respuesta habitual de enfado seguirá su curso. Para lograr el cambio, debemos romper el bucle de retroalimentación y sustituirlo por una nueva práctica. Por ejemplo, los enfermos obsesivo-compulsivos rompen el bucle eligiendo no actuar cuando surge el deseo de lavarse las manos repetidamente. En el lenguaje de la terapia, se dan permiso para no actuar de manera negativa. Cuando se repite con el tiempo, esta falta de acción configura de nuevo el cerebro y reemplaza la respuesta malsana con una sana. En el lenguaje de la tradición judeocristiana dominante de Occidente, el dominio propio y el arrepentimiento son clave para la madurez emocional.
«Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere».
Seguramente esto es lo que necesitamos en un mundo profundamente perturbado por divisiones políticas y sociales, por resentimiento y desigualdad, por muros fronterizos y formas más sutiles de exclusión, por la depuración étnica y actos de crueldad indecible. Las emociones negativas juegan un papel central en estas facetas de la vida moderna. Pero hay respuestas para nuestras inmadureces emocionales —maneras de vernos a nosotros mismos tales como somos— y para hacer cambios reales; porque, en palabras del profeta Miqueas: «Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8, NVI).