¿Quién soy? ¿Quién debería ser?
Pareciera que tenemos una fascinación constante por saber de dónde venimos. Visitamos sitios de genealogía en línea, contamos nuestra historia personal a la más mínima provocación, buscamos hermanos que hace mucho tiempo no vemos o intentamos complacer a los padres que conocimos sólo por fotografías. Nuestras raíces nunca desaparecen y la identidad personal es tal vez nuestra más valiosa y atesorada posesión. La establecemos, la protegemos, la defendemos y encontramos formas de extenderla. Quítele la identidad a una persona y ésta rápidamente la recreará de alguna otra forma.
La política de identidad es un campo de estudio que se enfoca en los conflictos que surgen del enfrentamiento de identidades opuestas. El Medio Oriente tiene muchos ejemplos de ese tipo de conflictos elevados a nivel internacional. Así ha sido desde hace mucho tiempo. Y si partimos del hecho de que las identidades son tan celosamente guardadas, podemos ver que es notoriamente difícil resolver conflictos cuyo núcleo es la identidad. Pero ¿son imposibles de resolver?
Diversos artículos de Visión mencionan los más recientes descubrimientos de algunos investigadores sobre cómo se reprograma el cerebro a sí mismo bajo ciertas condiciones. ¿Estos descubrimientos ofrecen alguna esperanza para campos de acción más amplios como el control de la ira y la depresión, el odio y el prejuicio racial? ¿Y será posible que el juego complejo de vías nerviosas que componen las identidades en conflicto pueda reprogramarse para lograr una cooperación? Un importante descubrimiento de la nueva investigación sobre el cerebro es que la conciencia despierta y autodirigida de un problema y el replanteamiento adecuado logran cambios físicos evidentes en los circuitos del cerebro.
Reflexionar acerca de quiénes somos abre el camino para resolver problemas basados en la identidad, pero eso es sólo un comienzo. Como señala el psicólogo Steven Pinker del Instituto Tecnológico de Massachussets, los nuevos descubrimientos en neurociencia explican «qué nos hace ser lo que somos», pero también nos invitan a «preguntarnos quiénes queremos ser». Es el «¿quién debería ser?» lo que descarta las convenientes autojustificaciones y racionalizaciones. Esta pregunta nos enfrenta cara a cara con lo que hacemos mal; nos obliga a abordar cuestiones morales y éticas. ¿Quiero lo mejor para mi prójimo? ¿Me preocupo por su bienestar tanto como por el mío?
Hace algunos años caminaba con mi equipo de televisión junto a un patrullaje a pie druso-israelí por las desoladas calles de la ciudad de Gaza. Desde atrás de un portón oxidado podíamos escuchar los sonidos de una madre palestina que había visto nuestra cámara y quería hacer saber a nuestra audiencia, quienquiera que ésta fuera, que su único deseo era la paz —el grito de las madres de todas partes—. Y sin embargo, partir de esa necesidad tan apremiante de soluciones políticas que sostengan y beneficien a los involucrados significa poner en marcha las implicaciones morales y éticas de la respuesta a «¿quién debería ser?».
Al final, el cambio significativo se logra solamente adoptando medidas de acción personal que resultan de la voluntad propia a hacer lo correcto por el bien de todos. La Biblia se refiere a ello como «arrepentimiento»: reconocer en qué nos equivocamos, dar la vuelta y tomar el otro camino, el camino correcto. Mientras Pablo enseña que es la benignidad de Dios la que nos guía a cambiar nuestras mentes o a arrepentirnos (Romanos 2:4), nosotros también tenemos que hacer nuestra parte actuando conforme a la ley del amor a Dios y al prójimo. Cuando un hombre preguntó cínicamente a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?», la respuesta no dejó lugar a dudas de que incluye a toda la humanidad; la salida no está en definir al prójimo estrictamente como aquéllos con quienes nos identificamos más estrechamente.
Los cerebros pueden reprogramarse, las identidades pueden cambiar, los conflictos pueden terminar. La voluntad para hacer lo correcto, guiados por la ley divina del amor, es el camino a seguir.