Dame tus migrantes
La migración es uno de los temas más vehementemente debatidos en la actualidad. En palabras de esta autora, «los discursos populistas se han salido con la suya, fomentando el odio, cultivando el miedo y asociando astutamente la inmigración con el terrorismo». La historia sugiere un mejor enfoque.
Las imágenes de la migración del siglo XXI muestran pequeñas embarcaciones sobrecargadas, que se esfuerzan por atravesar partes estrechas del Mediterráneo entre África y Europa. O largas filas de refugiados sirios, afganos e iraquíes que cruzan las fronteras orientales en ruta hacia el mismo destino.
Pero con el paso del tiempo, el surgimiento de células terroristas y el ascenso de gobiernos populistas, la indiferencia e incluso el maltrato comienzan a caracterizar algunas de las respuestas a los extranjeros necesitados de hoy. Han aumentado las barreras y otras restricciones al movimiento; Según informes recientes, a lo largo de algunas fronteras los guardias desalientan con brutalidad a los refugiados. Los brotes de coronavirus solo empeorarán la situación a medida que las naciones en desarrollo sientan el impacto económico y social y más migrantes busquen zonas más seguras.
En medio de estos acontecimientos, la traducción al inglés de Stranieri Residenti (Extranjeros residentes, en italiano; Resident Foreigners, en inglés) de Donatella Di Cesare es bienvenida por su humanidad. Di Cesare, profesora de la Universidad Sapienza de Roma, ha realizado un trabajo refrescante y documentado sobre el tema. A la vez erudito y poético, aunque a veces oscuro y algo enrevesado, su libro se centra en tres modelos, cada uno ejemplificado por una ciudad histórica del mundo: Atenas, Roma y Jerusalén. Entre ellas —escribe—, estas tres ciudades cubren los enfoques mundiales hacia los migrantes y la migración.
Al principio, Di Cesare nos pide que no esperemos respuestas a preguntas sobre el control de la migración, la distinción entre refugiados y migrantes económicos, o cómo se ve la integración exitosa de los migrantes en las sociedades de acogida. En vez de ello, quiere proponer una nueva filosofía de la migración fuera de la política de exclusión del estado-nación moderno. Rechaza la apelación tradicional a la «sangre y la tierra» como pilares de la identidad nacional y «ejes de la discriminación» contra el «Otro». En su lugar favorece repensar la idea de estado, y redescubrir y refinar la hospitalidad inteligente.
Di Cesare se presenta revisando a pensadores políticos clave sobre inmigración, inmigrantes y refugiados, desde Hannah Arendt hasta Michael Walzer, desde Kant hasta Heidegger, Habermas y Foucault, entre otros. Pero es importante agregar que el centro de su nueva filosofía son los propios migrantes, no la idea abstracta de la migración, ni siquiera la del político imparcial. Aquellos que observan grupos compactos de gente luchando por la orilla deben convertirse en lo opuesto de los espectadores desconectados, listos para defender su territorio contra los invasores extranjeros. Para esta nueva forma de pensar, cada espectador debe ser, en cambio, «el ciudadano con la capacidad de convertirse en extranjero, el que abandona su propia inflexibilidad… [y] ya no se siente como en casa en esta orilla». Di Cesare no está sugiriendo que la «empatía amplia» sea la respuesta —aunque no ofrece un término alternativo único que lo aclare—, sino más bien una imaginación continua de cómo se siente el Otro. Bien puede ser que la compasión, que ella menciona como muerta en nuestro tiempo, sea el atributo necesario.
«Las imágenes a menudo crudas y brutales tomadas y difundidas por los medios de comunicación han conmovido a muy pocas personas. No, no ha habido lástima. La compasión ha sido archivada, despojada de sentido».
La autora sostiene que los estados han adoptado una de dos posiciones sobre los inmigrantes y la migración: fronteras cerradas o fronteras abiertas. La primera apoya la autodeterminación soberana; la otra, la libertad de movimiento. Aquí, señala, dos ideas liberales entran en conflicto entre sí, un debate que vemos que se desarrolla hoy en Europa y en gran parte del mundo de habla inglesa. Di Cesare no favorece ninguno de los dos enfoques, sino que presenta al inmigrante como un extranjero residente, a quien el ciudadano debería extender la igualdad de condición porque los ciudadanos alguna vez fueron ellos mismos migrantes: «En la Ciudad de los extranjeros, la ciudadanía coincide con la hospitalidad».
Tres modelos
El mito fundador de Atenas afirmó la visión que esa ciudad tenía de sí misma como pura y original. Los seres humanos vinieron a la existencia con la Tierra como Madre (Gea o Gaia). Platón se refirió a esto cuando escribió que los humanos son «nacidos de la tierra», no el resultado del apareamiento de los padres. Por extensión, el fundador de una ciudad nació del suelo y en el suelo de la ciudad. Atenas, entonces, era una «autoctonía» (auto, «yo»; chthon, «suelo»); sus fundadores, originales y puros, sin mezcla con gente de otras ciudades o lugares.
Los nacidos en Atenas podían reclamar la posesión exclusiva del territorio cívico. Extraños y extranjeros, residentes de otros lugares, nunca podrían compartir equivalencia con el ciudadano ateniense nativo: «Atenas era la patria del yo; el brillante e inalcanzable ejemplo de pura autoctonía». Esto llevó a su vez a la idea de la pureza de nacimiento y linaje ateniense y la negación de la igualdad. Incluso los otros griegos eran menos que atenienses. Con estos principios como base de la democracia ateniense, las nociones de pureza racial y, por tanto, de la importancia de la sangre y la tierra, se abrieron paso en la historia política.
Este énfasis en el habitante nativo contrastó con la extensión inclusiva de la ciudadanía de Roma a los hombres libres de todo el imperio. En la leyenda, el extranjero Eneas de Troya buscó refugio en Lacio y fundó la ciudad de Lavinio. Más tarde, su hijo construyó Alba Longa, lugar de nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo, fundadores de Roma, por lo que la genealogía de Roma era así un linaje de extranjeros y sus dioses domésticos importados.
Era, pues, una ciudad abierta donde el individuo determinaba la comunidad, más que el modelo ateniense donde la comunidad reemplazaba al individuo. Todos los romanos tenían dos identidades, definidas por origo (la ubicación original de la familia en una colonia o municipio, la cual les confería la ciudadanía colectiva) y por la ciudadanía legal individual en el imperio. Es decir, los romanos tenían doble ciudadanía. Dentro del imperio, los griegos y los judíos que eran hombres libres también eran romanos. Y mientras que Atenas, con su democracia directa basada en 30.000 ciudadanos varones colapsó después de algunas décadas, Roma tuvo éxito durante siglos como un imperio mundial, construido para transformar a los extranjeros derrotados en ciudadanos con los mismos derechos civiles.
«Estrictamente hablando, nadie era ciudadano romano en el sentido puro. Todos los ciudadanos romanos venían de otros lugares y tenían algún origo externo».
En el tercer modelo, el de Jerusalén, la sutil aceptación del extranjero entre ellos como igual pone más alta la marca. Di Cesare explora los modelos bíblicos de residencia (para el extranjero) y de ciudadanía (para el nacido en el lugar). En vez de opuestos, los dos están íntimamente relacionados. Su incursión en la visión bíblica del «espacio» en lo que se refiere a la creación, la ciudad, el culto y las relaciones humanas (en términos de apertura y comunidad en oposición a fronteras y restricciones) sustenta su nueva perspectiva.
Ella nos recuerda una dimensión vital que faltaba en Atenas y Roma. La ciudadanía en el Israel bíblico estaba dividida en dos, expresada en hebreo como el ger, el extranjero residente que vivía dentro de las puertas, y el ezrach, el ciudadano. El israelita, liberado de la esclavitud en Egipto, donde era un extranjero, debía tratar al extranjero entre su propio pueblo con gran respeto: «Y si un extraño [ger] habita contigo en tu tierra, no lo maltratarás. El extranjero que habita entre vosotros será para vosotros como un nacido entre vosotros [ezrach, “nacido en casa”, “nativo”], y lo amarás como a ti mismo; porque extranjeros [gerim] fuisteis en la tierra de Egipto: Yo soy el Señor vuestro Dios» (Levítico 19: 33–34). Esta es la base de la afirmación de Di Cesare: «Según la constitución política que aparece en la Torá, todos los ciudadanos son extranjeros y todos los habitantes son tanto huéspedes como anfitriones». La línea de sangre, entonces, no podía justificar un trato desigual del extranjero como habitante.
Además, Dios instruyó al israelita acerca de la tierra como posesión permanente: «La tierra no se venderá permanentemente, porque la tierra es mía; porque sois extranjeros [gerim] y peregrinos [toshavim, “huéspedes”, “residentes temporales”] conmigo. Y en toda la tierra de tu posesión otorgarás la redención de la tierra» (Levítico 25:23, 24). El segundo pilar de la identidad ateniense, el apego permanente a la tierra, no podía tener cabida en el pensamiento hebreo ni utilizarse para discriminar al extranjero. Los propios israelitas fueron solo terratenientes temporales y siempre huéspedes en el territorio de Dios.
«La constitución de la Torá está regida —y casi sostenida— por un estatuto absoluto del “extranjero residente”, el inmigrante que vive entre el pueblo de Israel».
Vecindad y compasión
Dos figuras adicionales, Jesús y el apóstol Pablo, podrían ampliar la búsqueda de Di Cesare de una nueva filosofía de la migración. Ella menciona que «los teóricos del liberalismo han dedicado extensos comentarios a la parábola del buen samaritano, con la intención de invalidar su contenido, que se juzga impracticable».
Este fue el mismo tipo de oposición a la que se enfrentó Jesús cuando dijo esa parábola. Demandaba que su interrogador, concentrado en sí mismo, emulara la buena vecindad y la compasión por el extranjero entre ellos hacia el hombre herido abandonado al borde del camino, en lugar de la hipocresía de los seguidores religiosos exclusivistas. Jesús señaló que nuestro prójimo es toda persona necesitada. Gran parte de su enseñanza expresada en la Jerusalén romanizada y la Palestina en torno al siglo I se centró en la misericordia, el cuidado y el respeto, esenciales hacia los desfavorecidos y desamparados.
En el caso de Pablo, su origen helenístico romano-judío le otorgó la ciudadanía en el imperio. En sus muchos viajes, llevó las enseñanzas de Jesús más allá de Jerusalén, a Atenas y Roma. Entre su público había judíos, griegos y romanos, todos tratados con el mismo respeto y franqueza. Como señala Di Cesare, sus palabras a los creyentes en la gran ciudad romanizada de Éfeso dicen mucho sobre su acercamiento vecino a todos: «Ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Efesios 2:19).
¿Puede el modelo de Jerusalén reemplazar a los de Atenas y Roma en nuestra búsqueda de equidad para los migrantes del siglo XXI? La respuesta bien puede descansar en la aceptación de otra máxima bíblica, bien conocida pero rara vez practicada en la realidad cotidiana: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».