La desigualdad es una opción
En su nuevo libro, Capital e ideología, el economista francés Thomas Piketty propone un cambio ideológico radical para abordar la creciente brecha de desigualdad mundial.
«Todas las sociedades tienen la necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse». Así comienza el libro de Thomas Piketty Capital e ideología, la tan esperada continuación de su obra El capital en el siglo XXI (2014).
Piketty —uno de los economistas más conocidos de hoy— es profesor de L’École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales) y de la Escuela de Economía de París. Este último libro, que se extiende por más de mil páginas, culpa a la ideología de crear y consagrar la desigualdad económica.
Es un libro oportuno. Frente a la política de derecha, el populismo y el auge de los autócratas, Piketty alega que la convicción global de derribar estructuras que sostienen diversas desigualdades ya existe; y ante una catástrofe —advierte—, temas como la inmigración o el cambio climático podrían agravar rápidamente las preocupaciones sobre la desigualdad extrema y conducir a lo que él llama «una nueva política».
En el libro actual, contempla la historia con la esperanza de encontrar una estrategia viable para salir adelante. Pero, ¿puede una solución estable y duradera provenir de revisar o redefinir viejas ideologías políticas?
Realidades de la desigualdad moderna
En su búsqueda de respuestas a uno de los mayores problemas que plagan la sociedad de hoy, Piketty recorre quinientos años de desigualdad mundial. En la Primera parte de su libro analiza las sociedades de la era anterior a la moderna, la cual comprende «tres grupos sociales distintos… el clero, la nobleza y el tercer estado»; en la Segunda parte examina las sociedades esclavistas y coloniales; en la Tercera parte aborda «la gran transformación del siglo XX»; y en la Cuarta parte analiza la forma en que los partidos y movimientos políticos de algunas de las notables democracias del mundo han evolucionado desde mediados del siglo XX y adónde Piketty piensa que podríamos ir desde aquí.
Como era de esperar, el estudio de Piketty señala la persistencia de desigualdades significativas en todo el mundo de hoy. Si bien reconoce el progreso en ámbitos tales como la salud mundial y la educación, considera que este éxito a menudo enmascara «grandes desigualdades y vulnerabilidades». Por ejemplo, «en 2018, la tasa de mortalidad infantil era inferior al 0,1% en los países más ricos de Europa, América del Norte y Asia, pero casi diez por ciento en los países más pobres de África». En el mismo año, en todo el mundo, «el ingreso promedio per cápita subió a mil euros por mes; pero fue de apenas cien o doscientos euros mensuales en los países más pobres, mientras en los más ricos fue de tres mil a cuatro mil euros mensuales»; y aún más en «ciertas petro-monarquías» y «algunos pequeños paraísos fiscales, de los que se sospecha (con razón) que roban al resto del planeta».
«Toda sociedad humana necesita justificar sus desigualdades, y esas justificaciones guardan siempre una parte de verdad y de exageración, de imaginación y de bajeza moral, de idealismo y de egoísmo».
El economista prosigue señalando que en las últimas décadas, un pequeño segmento de la población de muchos países ha disfrutado de una proporción cada vez mayor del ingreso total. En la India, los Estados Unidos, Rusia, China y Europa, por ejemplo, en 2018, el 10% más rico de los asalariados representaba entre 35% y 55% de todos los ingresos de su región, en comparación con 25% a 35% en 1980. El 50% inferior, en cambio, en 2018, representaba solo de 15% a 20% de los ingresos, nivel inferior al de 20% a 25% sostenido en 1980. En los Estados Unidos, los ingresos para el 59% inferior se redujeron hasta tan solo 10% de los ingresos totales, una estadística ominosa para el futuro de una cohesión social.
Las cifras sugieren que un «pequeño segmento de la población… ha capturado una porción del crecimiento económico del mundo del tamaño de un elefante».
La opción ideológica
El libro sigue su curso con el objeto de probar la creencia de Piketty de que, en su origen, «la desigualdad no es económica ni tecnológica; es ideológica y política». Él sostiene que en cada era, a lo largo de la historia, los seres humanos han cultivado una serie de ideologías, y que en cada período la ideología que se volvió predominante inevitablemente sirvió para justificar y fortalecer la desigualdad.
Por ejemplo, las sociedades capitalistas democráticas hoy prevalecientes nos dicen que la desigualdad moderna se justifica sobre la base del espíritu empresarial y la meritocracia; «un proceso libremente elegido en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad. Todos obtenemos un beneficio espontáneo de la acumulación de riqueza de los más ricos, que son también los más emprendedores, los que más lo merecen y los más útiles».
Piketty llama a esto «fantasía meritocrática» en la que el sistema no ofrece acceso igual para todos, a pesar de lo que sus principales beneficiarios quisieran creer. Además —dice—, defiende un doble estándar. Por ejemplo, «la ideología meritocrática de hoy glorifica a los empresarios y multimillonarios» siempre y cuando sean «los empresarios amables procedentes de Seattle y Silicon Valley» y no «los malvados oligarcas rusos». Así, la meritocracia occidental pasa por alto el comportamiento «cuasi monopolista» del primer grupo, como también «las exenciones legales y fiscales que se les concede y los recursos públicos de los que se apropian». La evidencia de que bajo la narrativa capitalista imperante la desigualdad solo ha aumentado lo lleva a declarar que la «democracia social ha fracasado».
«Tales justificaciones hiper-meritocráticas y occidentales de la desigualdad demuestran la necesidad humana irreprimible de darle sentido a la desigualdad social, a veces de modo que supera nuestra capacidad de comprensión».
Este sistema meritocrático no es una creación del siglo XX, arguye Piketty. Él sostiene que desde las sociedades anteriores a la moderna hasta esta, el poder político y la posesión de bienes (de tierra, recursos naturales, dinero, edificios, otra gente, etc.) han estado estrechamente relacionados. Él sugiere que los sistemas que promueven la desigualdad han sido siempre una opción; estas construcciones sociales e históricas «dependen completamente de los sistemas legal, fiscal, educativo y político que la gente decide adoptar y las definiciones conceptuales con las que elige trabajar».
Al hipercapitalismo y más allá
Tal vez lo más preocupante de las observaciones de Piketty sea el grado al que la desigualdad ha aumentado en todo el mundo. Estados Unidos en particular se ha convertido en «el país más desigual del mundo desarrollado». En Occidente, él rastrea la tendencia en las décadas de los setenta y los ochenta y lo que llama la «revolución conservadora» forjada por el Partido Republicano de Ronald Reagan y el Partido Conservador de Margaret Thatcher. Sus políticas condujeron a profundos recortes en los principales tipos impositivos de Estados Unidos y del Reino Unido, junto con una importante desregulación social y financiera. Piketty sugiere que las consecuencias totales solo pueden estar ocurriendo ahora en todo el mundo.
Como muchos comentadores de la izquierda, Piketty ve esa era como un experimento fallido. El crecimiento de la productividad en ambos países —dice— fue mayor en las décadas anteriores a 1990 que desde entonces, poniendo en duda la idea de que la reducción de las tasas impositivas para los ricos conduce al crecimiento económico. Más bien —escribe— contribuyó en gran medida a la creciente brecha de desigualdad en los últimos cuarenta años, al punto de que «la parte del ingreso nacional que va a la mitad inferior de la distribución del ingreso colapsó».
Desde la perspectiva de Piketty, «el dramático fracaso del experimento comunista en la Unión Soviética» fue un factor importante en el auge del liberalismo económico. La caída del Muro de Berlín condujo a una «euforia anticomunista» que permitió que una nueva economía digital hipercapitalista se extendiera por todo el mundo casi sin inhibiciones. Por su parte, los partidos sociodemócratas no lograron ofrecer una alternativa creíble. En vez de ello —dice—, las administraciones de Bill Clinton y de Barack Obama validaron y perpetuaron algunas de las políticas económicas de Reagan. Piketty sostiene que esta propulsión eufórica fue tan fuerte que un pensamiento renovado al respecto no resurgió sino hasta después de la crisis económica de 2008.
Todo esto ha alimentado el resentimiento entre las clases baja y media e indujo a un cambio en las líneas de votación. La culminación de estos factores —dice—, llegó en 2016 con el voto británico para dejar la Unión Europea (Brexit) y la elección de Donald Trump en los Estados Unidos. La crisis financiera de 2008 —agrega—, «mostró que la desregulación había ido demasiado lejos». Piketty especula que en ambos lados del Atlántico, una sensación de abandono sentida por quienes carecen de riqueza, ingresos altos o estudios avanzados bien pueden haber exacerbado las políticas de identidad y los sentimientos en contra de la inmigración.
A medida que la población mundial crece, Piketty ve una olla hirviendo que, sin el tipo adecuado de intervención, inevitablemente se desbordará. Las clases empoderadas y privilegiadas culpan a los pobres de su propia pobreza y discriminan por motivos de raza, religión o condición. Discriminan a los indigentes y a los inmigrantes. «En estos aspectos, la sociedad moderna puede ser tan brutal como las sociedades anteriores de las cuales le agrada distinguirse». Él ve como una posibilidad real una reacción populista basada en el miedo contra estas clases «inferiores» de personas: «Vimos esto en Europa en la primera mitad del siglo XX, y parece estar sucediendo de nuevo en varias partes del mundo».
Una nueva narrativa
La era del hipercapitalismo y una economía digital globalizada sin duda han ayudado a sacar de la pobreza a algunas naciones. Pero la globalización no ha impedido que el porcentaje más reducido de la población se otorgue una cuota mayoritaria de la riqueza. La solución propuesta por Piketty trae en su estela tributación progresiva y redistribución de la riqueza. Él cree que podemos aprender mucho de los debates poscoloniales sobre el federalismo en el contexto de las democracias regionales y transnacionales (tales como la Unión Europea). En nuestra aldea global —sugiere— «las ideologías del mundo se interconectan cada vez más» y «permanentemente hay que replantear el marco dentro del cual se imagina la acción política».
Notablemente, declara: «Quienes creen que algún día seremos capaces de confiar en una fórmula matemática, un algoritmo, o un modelo econométrico para determinar el nivel “socialmente óptimo” de desigualdad están destinados a ser decepcionados. Esto, afortunadamente, nunca sucederá». En vez de ello, «solo la deliberación democrática abierta llevada a cabo en lenguaje natural sencillo (o más bien en varios lenguajes naturales, lo cual no es un asunto menor), puede prometer el grado de matiz y sutileza necesarios para tomar decisiones de tal magnitud».
«La historia de las sociedades humanas se puede ver como una búsqueda de la justicia».
Según Piketty, cualquier solución seguirá siendo consciente de la larga historia de la desigualdad. Deberíamos observar —dice— esos momentos cuando los procesos políticos, incluso las revoluciones, provocaron cambios como el «sufragio universal, la educación gratuita y obligatoria, el seguro médico universal, la progresividad fiscal». En un mundo donde las políticas políticas y económicas de derecha han dominado en décadas recientes, esta es, de hecho, la otra cara de la moneda ideológica; pero no ha ganado una aceptación generalizada. Hasta ahora, al menos, ha sido incapaz de superar el hecho de que, en palabras de Piketty, «las élites de las distintas sociedades, en cualquier época y en cualquier lugar, tienden a naturalizar las desigualdades».
Aunque el economista apenas menciona la codicia en este libro, ese rasgo humano singular para nada atractivo parecería ser el meollo del problema: codicia de dinero, codicia de posesiones, incluso codicia de poder o de superioridad. Lo suficiente nunca parece ser suficiente, y así comienza una interminable búsqueda de más de uno o de todos ellos, a menudo a expensas de otros, ampliando así la brecha de desigualdad.
Ciertamente, la desigualdad parece incorporada en sistemas humanamente elegidos y construidos que históricamente implican, por usar un término bíblico, comerciar «con los cuerpos y las almas de los hombres», tanto literal como figurativamente. La cuestión es si un regreso al circo fallido de las viejas ideologías humanas, o aun una respuesta global recién formada e históricamente informada a la creciente desigualdad actual, nos librará del problema fundamental de la codicia humana.
Piketty señala que «esta obra no es bajo ningún concepto un libro de lamentaciones. Soy más bien de naturaleza optimista». Él genuinamente procura proporcionar el marco para un sistema mejor, en vez de simplemente denigrar el actualmente predominante y claramente imperfecto. Sin embargo, no es a través de una lente ideológica (de derecha o de izquierda) o de una democracia más participativa que hoy se puede vislumbrar una solución. Para echar mano de esa visión y comenzar a hacerla realidad, cada uno tendrá que empezar a tomar decisiones muy diferentes. ¿Podemos hacer eso? «Nadie —admite Piketty— tendrá jamás la verdad absoluta sobre la propiedad justa, las fronteras justas, la democracia justa, la fiscalidad y la educación justas».
Dicho esto, el optimismo de Piketty le lleva a concluir que podemos avanzar «a través de una comparación detallada de experiencias personales e históricas y de la deliberación más amplia posible». Sin embargo, parece claro que lo que se necesita cambiar primero es la tendencia humana hacia la codicia y el deseo de poder, que desafortunadamente ha sido un sello distintivo de la historia humana, independientemente de la ideología dominante del día. Solo cuando empecemos a cuestionar la noción de que inherentemente merecemos más que alguien más será posible la igualdad global, con equidad y justicia para todos. Y es ahí donde realmente se convierte en una opción, porque la desigualdad no es meramente asunto de riqueza, sino de si reconocemos el valor igual de otras personas.