¿Sobreviviremos este siglo?
Nuestra habilidad colectiva de superar una serie de amenazas existenciales es el tema de dos libros publicados en 2017. ¿Está condenada la humanidad, o tenemos motivos para albergar esperanzas?
En los últimos cincuenta años y más, autores prescientes han advertido acerca de amenazas existenciales a la comunidad mundial, incluso tocante a numerosos asuntos en relación con el medio ambiente. Han pormenorizado los tipos de problemas que deberían trascender todas las divisiones habituales de la sociedad y darnos la sacudida universal que necesitamos para trabajar juntos a fin de sobrevivir. Esto es lo que tales autores esperan lograr mediante sus respectivas obras. ¿Hasta qué punto lo han logrado? y… ¿hay luz al final del túnel?
El movimiento ambientalista moderno para conservar y proteger la salud del planeta cobró impulso en la década del sesenta. Basándose en los temores de los primeros años de posguerra por la superpoblación y el agotamiento de los recursos, la idea de que la tierra y su civilización deberían ser ambientalmente sostenibles se volvió imprescindible.
Primavera silenciosa de Rachel Carson (1962) alertó a muchos acerca del peligro del uso irresponsable de pesticidas sintéticos. Para consternación de las empresas químicas, esto condujo a la prohibición del uso del DDT en la agricultura, en todo el país.
Entre las obras del candidato al premio Nobel tanto de economía como de la paz, Kenneth Boulding, se encuentra su aclamado libro El Significado del Siglo XX. La Gran Transición (1966). Él vislumbró el camino por delante en términos de pasar exitosamente de los problemas ambientales y económicos del siglo XX a un orden social caracterizado por alta tecnología sostenible, sin contaminantes y sensible a los recursos. Para alcanzar esto, serían necesarios nuevos planteamientos en materia de estética y la resolución de problemas de relaciones humanas. Dada su observancia cuáquera, la orientación religiosa de Boulding fue su firme cimiento. Él creía en «la experiencia inmediata del Espíritu Santo, o Luz Interior, accesible a todo hombre para enseñarle, guiarlo, amonestarlo y atraerle a la bondad».
En su obra La Explosión Demográfica, publicada en 1994, el biólogo Paul Ehrlich lanzó la aterradora idea de que la tasa de crecimiento demográfico de entonces produciría una inanición masiva en cuestión de una década. Aunque se comprobó lo equivocado de sus cálculos, él todavía cree que la sobrepoblación sigue siendo un importante problema mundial. En 1972, el Club de Roma —un grupo de expertos europeo— publicó Los Limites del Crecimiento, versión no técnica de un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés) acerca de las repercusiones del continuo crecimiento mundial demográfico y económico, en la que concluían que la trayectoria existente no podría sostenerse más allá del año 2100 (si acaso llegara a tanto). Entre otras luminarias de aquel entonces figuraban el inventor y diseñador Buckminster Fuller, el biólogo Barry Commoner, la escritora y economista Barbara Ward y el microbiólogo René Dubos. En 1973, en su obra Lo Pequeño es Hermoso, el economista E.F. Schumacher reveló seis ideas fundamentalmente erróneas que han impulsado al mundo moderno. Sus propuestas para un orden económico que funcionara «como si la gente importara» anunciaban los problemas crecientes de gigantismo y globalización que se avecinaban y fomentaban la idea de que la economía en menor escala y localizada, en sintonía con los ritmos naturales de la vida humana, responderían bien a la incipiente crisis ambiental y social. Schumacher había ido del capitalismo al comunismo y del budismo al catolicismo para arribar a sus conclusiones espiritualmente orientadas.
Aunque dichas obras han impulsado no pocos cambios, muchas de las amenazas que destacaban siguen al frente y en el centro. Las cuestiones en torno a los límites, la contaminación, la dependencia agroquímica, el uso excesivo de carburantes fósiles, el agotamiento de los recursos y la industrialización en los países en vías de desarrollo persisten, solo que ahora ya es tarde y nuestros problemas ambientales son más numerosos y de mayor magnitud.
Dos escritores de este siglo, el autor experto en ciencias Julian Cribb y el profesor emérito de ingeniería física Peter Townsend, escribieron dos de las obras más recientes en relación con las amenazas existenciales.
En su obra Surviving the 21st Century Cribb enumera diez grandes problemas que la humanidad enfrenta, a saber: extinción masiva, agotamiento de los recursos, armas de destrucción masiva, cambios climáticos, toxicidad universal, crisis alimentarias, expansión urbana y demográfica, enfermedades pandémicas, nuevas tecnologías peligrosas y autoengaño. Junto con un extenso apoyo fáctico actualizado para su encuesta, Cribb proporciona listas útiles, tanto mundiales como personales, de cosas para hacer ante cada riesgo o peligro. Ni las organizaciones internacionales y gobiernos ni los individuos escapan sin conocer sus responsabilidades.
«Solo un tonto imaginaría que podremos seguir comportándonos como lo hacemos hoy cuando haya diez mil millones de nosotros, sin graves riesgos para nuestra civilización entera y tal vez hasta para nuestras especies».
En The Dark Side of Technology Townsend aborda muchas de las mismas amenazas, pero agrega —como un gran peligro— la pérdida potencial del conocimiento almacenado electrónicamente. Reconociendo que «la tecnología es la piedra angular de nuestro progreso», también examina las desventajas que la tecnología avanzada conlleva. Su intención es «facilitar la comprensión de cómo nuestras vidas han sido alteradas y controladas, hasta de maneras sutiles, por los avances de la ciencia y la medicina» y «reconocer… e intentar resolver» los problemas causados por la tecnología avanzada. Al hacerlo, Townsend ofrece un recuento por lejos más personalizado de los peligros que enfrentamos, que el que Cribb presenta. Sin embargo, no es necesariamente una mejor manera de alertarnos; escrito en primera persona, en algunos lugares suena demasiado como una opinión personal. Por el contrario, la profundidad del apoyo investigativo de Cribb aporta gran credibilidad.
Dicho esto, limitamos nuestro análisis a dos de los problemas cruciales que enfrenta la humanidad: las especies en extinción y las armas de destrucción masiva. (WMD, por sus siglas en inglés). Las ocho amenazas restantes que Cribb señala se presentarán próximamente en otros números de Visión.
En extinción
Townsend señala que la Comisión Internacional de Estratigrafía, entre cuyos objetivos se encuentra la estandarización de la escala temporal geológica, está proponiendo que la Tierra ha entrado en una nueva época llamada antropoceno. El cambio de la hasta el presente época de holoceno es necesario, explica, porque los resultados del dominio humano se pueden observar en todas partes del planeta. Ha derivado en cambios irreversibles que podrían, a su vez, resultar en la extinción de 75% de las especies existentes. Según Townsend, «pasamos por alto su extinción a causa de nuestro apresuramiento para obtener ganancias personales o corporativas. Con frecuencia, nuestras acciones son de miras estrechas y egocéntricas, incluso en relación con la agricultura y la pesca, las cuales necesitamos para nuestra supervivencia». Townsend espera que podamos optar por un cambio evolucionario de Homo sapiens (del latín: «hombre sabio») a Humanos Solidarios y Científicos (Caring And Scientific Humans), cuya sigla en inglés resulta en el acrónimo CASH (dinero en efectivo), lo cual —señala— tal vez atraiga a políticos e industriales. Con todo, como se verá, este tipo de optimismo plantea ciertas cuestiones fundamentales acerca de la naturaleza humana, lo cual ambos autores observan con facilidad.
Cribb aborda el tema de la mortandad de las especies con mayor profundidad, y es la actual tasa de extinción lo que suscita preocupación. La extinción es parte de la vida en la tierra. Los dinosaurios y mamuts vinieron y se fueron; perdimos al dodo en el siglo XVII y a la paloma migratoria a principios del siglo XX. Pero hoy en día una multitud de especies entre las que se encuentran aves, peces, invertebrados, mamíferos, plantas, hongos, reptiles y anfibios muestran señales de extinción inminente. La tasa de extinción normal o de origen, a razón de una especie por año (tasa de desaparición de las especies no por intervención de seres humanos ni de acontecimientos extraordinarios como la caída de un asteroide, por ejemplo) se está sobrepasando considerablemente en el siglo XXI. En el caso de los anfibios, la tasa se ha reducido; con todo, todavía equivale a entre 25.000 y 45.000 veces la tasa original. Según informa Cribb, de las 6,300 variedades de anfibios conocidas, alrededor de un tercio están en peligro de extinción o ya extinguidas. Las ranas, los sapos y las salamandras son muy sensibles a los cambios ambientales; representan los «canarios en la mina de carbón», el sistema mundial de alerta temprana de extinción en masa que podría finalmente cobrar más especies, incluso a nosotros.
El factor causal principal de esta horrorosa tasa de destrucción es el propio hombre. Somos nosotros los que provocamos este cambio masivo, una posible sexta extinción. Desde la contaminación del aire, del agua y del suelo hasta el uso de los pesticidas, la pérdida del hábitat de las especies y la sobreexplotación, la invasión humana está alterando los ciclos de la naturaleza de los que nosotros mismos dependemos.
«De que los seres humanos estamos implicados en la dramática aceleración de la pérdida de especies que se está viendo ahora en todo el mundo ya no cabe duda para las decenas de miles de investigadores que estudian el asunto».
Cribb cita a varios investigadores para respaldar su postura: en primer lugar, el informe de Rodolfo Dirzo y sus colegas publicado en 2014 en la revista Science, que se resume así: «En los últimos quinientos años, los seres humanos han provocado una ola de extinción, amenaza y disminución demográfica local posiblemente comparable —tanto en ritmo como en magnitud— a las cinco previas extinciones en masa de la historia de la Tierra»; y luego cita al renombrado biólogo E.O. Wilson, que dice: «Estamos acabando con la biosfera. Sin mitigación, hacia fines del siglo el ritmo actual de actividad humana resultará en nada menos que la mitad de las especies de plantas y animales extinguidas o al borde de la extinción. No creo que el mundo pueda sostener esto. Realmente, será para siempre».
Armas de destrucción masiva
El lado oscuro de la tecnología posibilita el uso militar o terrorista de las armas nucleares, químicas y biológicas y la casi aniquilación de la humanidad a través de la muerte inmediata de muchos y de la hambruna que seguiría para otros. El mundo natural que conocemos desaparecería por miles de millones de años.
Townsend tiene razón al recordarnos que «la guerra es posible gracias a la tecnología moderna, cuyo lado oscuro es el daño a la estructura entera de la futura civilización mundial» y que no es meramente el ultrapesimista quien plantea tales preocupaciones. Incluso el cosmólogo y astrónomo real británico Sir Martin Rees y otros, que han escrito argumentaciones cuidadosamente razonadas sobre este potencial, advierten de un funesto resultado. En una entrevista con Visión acerca de nuestro frágil futuro (tras el lanzamiento de su libro del 2003, Our Final Century: Will the Human Race Survive the Twenty-First Century?), Lord Rees señaló: «Creo que hay cincuenta por ciento de probabilidades de que en el próximo siglo la civilización sufrirá un revés tan malo como una catastrófica guerra nuclear».
Cribb cita el trabajo del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI, por sus siglas en inglés) para respaldar su sección sobre los peligros del espíritu militante humano. Notando que en 2015 el gasto militar de los poderes mundiales ascendía a 1.7 billones de dólares, mientras que la inversión mundial en la agronomía totalizaba aproximadamente cincuenta mil millones de dólares, Cribb sugiere que una nueva definición de humanidad podría ser: «especie que gasta treinta y cuatro veces más en mejorar las maneras de matarse que en mejorar las maneras de alimentarse».
Cualquier proyección definitiva catastrofista especificará varios posibles factores desencadenantes preliminares. Como sabemos, muchas de las amenazas que se ciernen sobre el siglo XXI se interrelacionan. Entre los factores que podrían conducir a una guerra catastrófica se encuentran el agotamiento de recursos a causa del uso excesivo de los mismos, inseguridad con respecto a la obtención de alimentos y agua, afluencia de refugiados, cambios climáticos y pandemias.
Llevada al límite, cualquiera de las nueve naciones nucleares de hoy podría desencadenar la conflagración final. Sus arsenales combinados conocidos suman aproximadamente quince mil armas y ojivas nucleares decomisadas. Aunque esto constituye una significativa reducción del total de entre sesenta mil y setenta mil durante la Guerra Fría, es aún suficiente para acabar con la humanidad varias veces. Y esta explicación no incluye la actualización planeada de armas nucleares de varios poderes nucleares durante la próxima década. Agreguemos a esto la incertidumbre creada por un país tan al margen de la ley como Corea del Norte, la muy presionada nación israelí (con aproximadamente ochenta ojivas nucleares) el opaco programa nuclear iraní, y la tensa relación entre Paquistán e India (con, según se calcula, entre 110 y 140 armas nucleares cada una). Además, la Base de Datos sobre Incidentes y Tráfico del Organismo Internacional de Energía Atómica indica importantes cantidades de plutonio perdido o robado y uranio altamente enriquecido. La posibilidad de que terroristas posean armas nucleares desaparecidas y/o material fisionable añade aún otra dimensión a la realidad de un panorama atómico catastrófico.
¿Hay esperanza?
Considerando las dos amenazas de extinción masiva y armas de destrucción masiva, y la evidencia cada vez mayor de su preponderancia, uno podría llegar a pensar que hay muy poca esperanza. Con todo, ambos autores reivindicarían el optimismo. Puestas sus esperanzas en un concepto de la humanidad como especie que ha demostrado gran capacidad de supervivencia, Townsend escribe: «por naturaleza soy totalmente optimista, y por ende, convencido (por instinto, no por evidencia) de que la humanidad sobrevivirá aun mayores desastres y que, finalmente, evolucionaremos en una forma humanoide diferente del modelo actual; en otras palabras, se repetirá el mismo patrón de evolución que ha sucedido en las últimas decenas de miles de años».
«Sin duda, la civilización tal como la conocemos actualmente, cambiará».
La opinión de Cribb guarda relación con la de Townsend. Su libro comienza con un relato ficticio sobre el uso prehumano del fuego en África para protegerse de los depredadores y más tarde para cocer alimentos. Él toma estas dos habilidades como muestra del desarrollo fundamentalmente importante de la capacidad de previsión, algo que diferencia de los animales a los seres humanos modernos. Es a esta capacidad de previsión y a la sabiduría que la misma confiere que él recurre al exponer las amenazas existenciales que enfrentamos: «La sabiduría, no el conocimiento o la tecnología solos, decidirán si sobrevivimos y prosperamos… o si todos caeremos en la oscuridad, otro callejón evolutivo sin salida… carente de previsión para evitar nuestro propio fin, predestinado por nosotros mismos».
Cautelosamente optimistas, estos autores admiten, sin embargo, que es posible que no aprovechemos nuestras singulares características humanas que militan contra la extinción. Nuestra habilidad de aprender y transmitir nuestro conocimiento a través del lenguaje hablado y escrito, nuestra capacidad de previsión, nuestra sabiduría adquirida, nuestro ingenio para inventar tecnologías pueden no ser suficientes. Townsend comenta: «Reconozco también que hemos avanzado tecnológicamente no por mera inteligencia, precisamente, sino por las características humanas de agresión, búsqueda de poder y provecho personal. Esa parte de la humanidad difícilmente cambie». Y Cribb, por su parte, aunque espera que «la conexión de las mentes, los valores, la información y las creencias a la velocidad de la luz y en tiempo real alrededor del planeta» superen a las amenazas, también señala que «como especie no somos sabios. No somos listos. Puede que ni siquiera seamos lo suficientemente inteligentes para asegurar nuestra propia existencia a largo plazo. Esto está por verse».
Otra perspectiva
En lo que a religión se refiere, ambos autores, como otros antes que ellos, han adoptado sus respectivas posturas al examinar las amenazas que la humanidad enfrenta. Townsend se enfoca en el impulso religioso para decir que «todos los acontecimientos son actos de Dios», y al hacerlo evita la responsabilidad de hacer los cambios necesarios. De manera similar, Cribb menciona la excusa religiosa, incorporada en la opción «Dios nos salvará», como «una abrogación de la responsabilidad personal en lo que respecta al destino propio y al de los hijos de uno, lo cual —como tal— difícilmente complazca a deidad alguna».
La postura de E.F. Schumacher fue muy diferente. En vez de pasar ligeramente por la religión como si poco y nada ofreciera, recurrió a «nuestra gran herencia cristiana clásica» para presentar lo que considera perdido en nuestra vida moderna. Percibió las verdades espirituales encarnadas en los Evangelios del Nuevo Testamento como conocimiento esencial en una era de excesos: «No podría haber una declaración más concisa… de nuestra situación que la parábola del hijo pródigo. Por extraño que parezca, el Sermón del Monte da instrucciones muy precisas sobre cómo construir una perspectiva que podría conducirnos a una economía de supervivencia». La historia sobre el hijo pródigo es un relato aleccionador sobre el desperdicio (la prodigalidad), el arrepentimiento y la redención; sobre el exceso físico y el acceso espiritual. El hijo derrochador viene al hogar al perdón y la nueva vida. Y el gran discurso moral de Jesús en el monte es sobre el descubrimiento de las cualidades espirituales esenciales para vivir esta vida con equilibrio y mesura, con respeto a Dios y a su creación, incluido el prójimo. Schumacher lo resume así: «Hay un dicho revolucionario que reza “no solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios”».
Lo que resulta interesante acerca de los análisis seculares de Cribb y Townsend es que la gravedad de los problemas que señalan, la naturaleza humana que reconocen y lamentan, y el optimismo que expresan, son todos temas que la Biblia trata con cierto detalle. Por lo tanto, su desestimación en general de la religión como fuente de respuesta es superficial e innecesariamente displicente.
Consideremos lo siguiente: Jesús habló de un tiempo venidero cuando toda la vida de la tierra se encontraría en peligro de exterminio y sin embargo sería rescatada (Mateo 24:21–22); el mensaje central del Nuevo Testamento explica cómo se efectúa el cambio en nuestra naturaleza humana fundamentalmente defectuosa (Romanos 8:1–4; Hebreos 8:8–12); habrá un resultado final positivo para toda la humanidad (Romanos 8:18–21). ¿No son estos los mismos problemas y las mismas oportunidades a las que los dos autores mencionados atraen nuestra atención? La diferencia radica en que la solución espiritual promete el éxito que nosotros solos no podemos alcanzar.