Resistiendo las tormentas de la vida
En la vida todos lidiamos con el estrés; pero no todos lo hacemos de la misma manera. Y eso puede hacer de la compasión y la sanidad en un verdadero problema. ¿Qué deberíamos saber acerca del trauma y la resiliencia?
En un estrado, una mujer testifica sobre el asalto sexual que experimentara décadas atrás. Nadie cree su testimonio porque esta no puede recordar ciertos detalles, y no se le ve perturbada en lo más mínimo. No titubea acerca de la identidad del presunto atacante, mas parece confundida cuando se le presiona con respecto a la lógica de sus propias acciones en aquella noche.
Los comentarios consiguientes en las redes sociales destacaban esas aparentes inconsistencias; incluso algunos que creían en su relato decían cosas como esta: «Yo pasé por lo mismo y no tuve necesidad de hacer tanto drama por eso. ¿Y por qué está contando su historia después de tanto tiempo del hecho?»
Este tipo de cosas pasan mucho más a menudo de lo que la mayoría de nosotros nos damos cuenta, especialmente cuando el trauma tiene que ver al asalto sexual o al maltrato infantil. De haber ocurrido un asalto, ¿esperaría tanto, realmente, la víctima para acusar a quien lo perpetrara? Aun si la respuesta es afirmativa, ¿por qué sigue sufriendo, cuando otros dicen haber pasado por situaciones similares sin experimentar las mismas secuelas? ¿Hay quienes se las ingenian mejor para salir adelante sin ayuda? ¿Se han ganado por ello el derecho de esperar que todos los demás «hagan simplemente lo mismo»? Aunque se requiere resiliencia para recuperarse de una experiencia traumática, es importante responder honradamente a dos preguntas: «En mi caso, ¿de dónde provino esa resiliencia?» y «¿Ha tenido acceso —esta otra persona— a los mismos recursos que yo tuve?».
Examinaremos algunas de esas fuentes, pero antes, reconozcamos un prejuicio inconsciente pero común, a veces llamado el predispuesto «mundo justo», sugiriendo que nuestro mundo es inherentemente justo. Quienes se esfuerzan lo suficiente se volverán mentalmente fuertes y, por lo tanto, tendrán éxito (estos seríamos nosotros). Por otro lado, los perezosos y flojos están condenados a la pobreza y/o a problemas de salud mental, porque así es como funciona la vida.
Este prejuicio natural es difícil de vencer. Sí, dadas las condiciones ideales, el esfuerzo persistente sumado a la integridad de carácter da buenos resultados. Sí, hay gente perezosa cuya situación mayormente se puede atribuir a su propia falta de esfuerzo. Sin embargo, no< es una verdad universal que quienes más se esfuerzan siempre tienen éxito y que quienes no se esfuerzan son personalmente responsables de su situación precaria.
Esto es especialmente cierto en lo que respecta al estrés traumático. La habilidad de recuperarse del estrés o de un trauma se denomina resiliencia, pero no se logra con solo fuerza de voluntad. Puede que haya un sinnúmero de razones por las cuales la capacidad de resiliencia de una persona es mayor que la de otra.
Configurando la resiliencia
Nos enfocaremos en cinco factores que ayudan a configurar nuestra capacidad básica de resiliencia. Algunos se pueden adjudicar a la naturaleza y otras a la crianza.
1. Naturaleza: conexión cerebral heredada
Los genes pueden incidir en el riesgo de padecer de trastornos del estado de ánimo y de ansiedad (incluso de estrés postraumático). Cierta predisposición puede estar codificada de manera fija en nuestro ADN, pero una larga historia de estudios en animales y ahora un número creciente de estudios en humanos sugiere que también se puede transmitir por medio de marcas epigenéticas de padres o abuelos que hayan sufrido algún trauma. En particular, el trauma de una madre durante su embarazo está en relación directa con el desarrollo cerebral de su hijo.
Tal como en cualquier ámbito de la investigación, descubrir cómo exactamente funcionan estos procesos constituye una ruta paso a paso, pero puede que no todo sea malas noticias: en algunas circunstancias el efecto epigenético puede resultar protector.
«Estudios recientes muestran que realmente es posible que el miedo deje marcas epigenéticas permanentes en el ADN, marcas que uno podría transmitir a sus hijos o nietos».
2. Crianza: El medioambiente temprano y la calidad del apego
Todos nos «apegamos» o creamos lazos emocionales con seres queridos; es lo que hace el cerebro humano. Pero la calidad de ese apego varía por una serie de razones.
Los primeros años de la vida del niño son especialmente críticos para el desarrollo de los sistemas regulatorios emocionales. Estos son programados física y químicamente por la calidad del apoyo ofrecido por los adultos importantes en la vida del niño. Cuando los adultos son sensibles a las emociones del niño y lo ayudan a calmarlas, los niños aprenden a calmar sus propias emociones. Pero se trata de algo más que simple aprendizaje. En realidad, el proceso es biológico. Cuando uno de sus progenitores o de la persona que los cuida responde al sufrimiento o a la angustia del niño, esto hace que las sustancias químicas que generan estrés en el cerebro y el cuerpo infantil vuelvan a un estado de armonía —o sintonización— con la persona que lo cuida, lo cual es el estado óptimo para la impresión de circuitos de estrés saludables.
Por supuesto, en esta armonía ocurrirán rupturas. Mas los esfuerzos del cuidador para reparar el daño generarán en el menor —gradualmente— la habilidad de volver, independientemente, a un estado de equilibrio. Durante este período, el circuito emocional del niño puede así prepararse para ser resiliente al estrés, mientras que un entorno abusivo o insensible puede hacer que el niño sea altamente susceptible a trastornos del ánimo y de ansiedad más tarde en la vida.
No obstante, por importante que sea el medioambiente en la temprana infancia, puede que dos niños procedentes de una misma familia amorosa y sensible desarrollen niveles diferentes de resiliencia porque —como mencionábamos anteriormente— están empezando con predisposiciones heredadas diferentes.
3. Crianza: Medioambiente interpersonal y redes de apoyo personales
Aun cuando uno se considere introvertido, necesita de la gente tanto como los demás. En todo caso, la mayoría de nosotros no somos introvertidos ni extrovertidos, sino ambivertidos, cayendo en alguna parte entre ambos extremos. Todo cerebro humano depende de conexiones saludables con familiares, comunidades varias y el mundo en general. La fe de una persona forma parte del medioambiente interpersonal; los psicólogos reconocen que la afiliación religiosa puede ser un poderoso recurso de apoyo; (con todo, los inescrupulosos pueden también usar la religión para controlar a otros o abusar de ellos).
Por supuesto, las personas no siempre tienen el lujo de elegir su entorno interpersonal. En gran medida, la familia en cuyo seno hemos nacido determina cómo serán nuestras otras comunidades y hasta qué punto dispondremos de relaciones de apoyo.
Pero ese no es el único factor. Aunque suene extraño, también entra en juego nuestra conexión cerebral heredada. Por ejemplo, puede que algunos hayan heredado poca resiliencia. Si además, en su infancia experimentaron traumas durante períodos clave de su desarrollo y su interacción con quienes le cuidaban era extremadamente inconsistente, lo más probable es que luego, como adultos, les resulte muy difícil conectarse emocionalmente con otros. Interpretarán mal las señales sociales y a su vez darán a los demás señales confusas o desconcertantes. Puede que empiecen por creer que no son dignos de ser amados, creencia que será reforzada de continuo por la forma en que otros responden a su propia conducta desconcertante.
Ciertamente, este ciclo se puede romper; pero la naturaleza biológica del problema requiere la ayuda de otros que le apoyen. Si pensamos en las redes de estrés en el cerebro como algo parecidas a las redes musculares, nuestro sistema de apoyo interpersonal será algo así como el del observador en el entrenamiento con pesas, ayudándonos a levantar más peso del que somos capaces hasta que nuestro cuerpo cambie físicamente y podamos levantarlo por nuestra cuenta.
4. Crianza: Actitudes culturales y redes comunitarias más amplias
La disponibilidad de programas de apoyo individual, financiero o comunitario para personas con necesidades en relación con la salud mental depende, en parte, de actitudes culturales. Por ejemplo, en culturas donde el hecho de necesitar ayuda se considera señal de debilidad, puede que los programas comunitarios no sean una prioridad. Incluso si existen, el estigma social puede hacer que quienes necesitan ayuda eviten pedirla.
«Creamos Heads Together, lo cual es una campaña para tratar y enfrentar el estigma en torno a la salud mental, porque pensamos que si podíamos combatir el estigma, eso sería lo que permitiría a las organizaciones en pro de la salud mental hacer más de su trabajo».
Las actitudes culturales también pueden afectar a los miembros de la familia, incidiendo en si van a responder o no a la necesidad de apoyo emocional de un familiar traumatizado. Puede que estas actitudes marquen la diferencia entre enviar el mensaje «estoy aquí para ti» o, por el contrario, «¿Por qué no puedes simplemente superarlo, como yo lo hice?».
5. Características de nuestra experiencia traumática
Mientras puede que nuestra reacción ante el trauma sea configurada tanto por nuestra capacidad innata para la resiliencia como por la cantidad o severidad de sucesos estresantes vividos, algunos tipos de trauma son especialmente nocivos. La exposición prolongada y cumulativa puede causar que los centros cerebrales de respuesta al estrés permanezcan en estado de alerta elevada por extensos períodos de tiempo, lo cual puede ser físicamente perjudicial. Lo más probable es que alguien que sufre un solo incidente traumático lo supere de modo diferente que alguien que ha sufrido múltiples episodios de un trauma en particular o el efecto cumulativo de distintos tipos de trauma a lo largo del tiempo.
No obstante, aun tomando en consideración estos factores, los investigadores han notado significativas diferencias en la severidad de los síntomas entre los tipos de experiencias traumáticas.
Una característica que intensifica la gravedad de los efectos es la traición. La disfunción familiar, como en los casos de violencia doméstica o abuso infantil, por ejemplo, tiende a causar más sufrimiento psicológico que el que causaría una pena o una pérdida. Y cuanto más cercano es el vínculo familiar, más grave es el efecto. Se ha traicionado una relación basada en la confianza, dejando en conflicto a la persona sobreviviente, entre la inherente necesidad de conectarse con ese miembro de su familia y la necesidad de protegerse de esa misma persona.
La forma en que los sobrevivientes de traumas evalúan su experiencia también afecta la intensidad de sus reacciones. Cuando se culpan a sí mismos o si juzgan de manera negativa sus propias conductas y pensamientos, es probable que experimenten síntomas más graves de depresión y estrés postraumático. En particular los niños tienden a culparse a sí mismos en casos de trauma por traición, aunque los adultos, tanto hombres como mujeres, también lo hacen. Así mismo los familiares y miembros de la comunidad a menudo alientan esta reacción al acusarlos y señalarlos.
Sin comparación
Aunque podemos examinar más factores, estos cinco deberían hacernos reflexionar cuando nos sentimos tentados a compararnos con los demás. Todos desearíamos que hubiera un botón «fácil» que los que sufren del efecto de un trauma pudieran oprimir para no tener que requerir tanto de nuestra ayuda. Puede ser tentador pensar que «si tan solo pudieran pensar positivamente, yo no tendría que tenderles la mano. No me siento bien cerca de ellos. Yo supero las dificultades de mi vida; ¿por qué ellos no pueden superar las suyas?».
Sí, puede resultar bastante difícil practicar amar e interesarnos por el otro con desprendimiento, pero de ningún modo podemos considerarnos superiores; puede que hayamos tenido acceso a recursos que ese otro no tuvo. Cuando de resiliencia se trata, cada uno de nosotros es especialmente único, puesto que cada uno proviene de una combinación particular de naturaleza, crianza y marcas epigenéticas. Si nos encontramos entre los más fuertes, puede resultar todo un privilegio servir como «observadores» para otros a quienes tal vez les resulte difícil levantar sus cargas y desarrollar sus «músculos» de resiliencia. Pero si no nos damos cuenta de que no desarrollamos los nuestros a solas, puede que nos perdamos la educativa y gratificante experiencia de ayudar a alguien.
Es útil entender, en primer lugar, cómo los traumas afectan el cerebro y el cuerpo, y por extensión, la memoria y la conducta. Esto requiere que veamos el cerebro como parte integral del cuerpo. El debate sobre si son los problemas de salud mental los que causan inflamación o viceversa no tiene sentido porque la salud mental y la salud física van juntas. Uno no puede ocuparse de un problema de salud mental enfocándose solo en el cerebro o solo en el cuerpo. Del mismo modo que no cuidar del cuerpo (en términos de dieta, descanso y ejercicio, por ejemplo) puede derivar en inflamación, el estrés mental y emocional puede generar una respuesta hormonal negativa. La investigación actual sobre epigenética sugiere, además, que el trauma psicológico y emocional puede interferir con áreas del cerebro que ayudan a impedir la inflamación.
Comprender que no tenemos dos centros de control separados —que tanto el cerebro como el cuerpo resultan profundamente afectados por nuestro entorno físico y emocional— facilita en gran manera entender por qué la gente puede tener muy diversas respuestas a un trauma.
Ante un estrés común, el cerebro evalúa la amenaza potencial y, a través de circuitos neurales y endócrinos, comienza una «charla grupal» con los sistemas cardiovascular, inmunológico y otros. Sucede entonces que el sistema nervioso autónomo y el eje hipotalámico-pituitario-suprarrenal responden con un mensaje de «lucha, escape o bloqueo». Esto nos sirve muy bien a corto plazo. Los mensajes cerebrales activan hormonas que suspenden todo sistema fisiológico y cognitivo que por el momento no sea realmente necesario, a fin de que los sistemas más pertinentes entren en acción. Cuando el problema se acaba, todos los sistemas vuelven a la normalidad y sentimos entonces una persistente sensación de logro, lo cual sustenta nuestra creencia de que podemos dominar situaciones similares en el futuro. Pero eso requiere un equilibrio en los sistemas nerviosos simpático y parasimpático. El sistema nervioso que se encuentra en equilibrio se adapta a un trauma único y se recupera.
En cambio, bajo un estrés o trauma crónico, el sistema nervioso no se adapta. Cuando la respuesta corporal al estrés permanece en alerta elevada por demasiado tiempo, los sistemas que se desconectaron para apoyar una situación transitoria permanecen desconectados más tiempo del apropiado. Dependiendo del período del desarrollo en que el cerebro se encuentra, esto puede derivar en una serie de problemas de salud física y mental y un patrón de problemas de autorregulación emocional vitalicios. Al socavar la capacidad del cerebro para procesar adecuadamente las respuestas emocionales, el estrés crónico en la infancia puede tener un profundo efecto en la resiliencia futura de una persona.
«Experimentar estrés tóxico crónico impredecible en la infancia nos predispone a una constelación de afecciones crónicas en la adultez».
El cerebro traumatizado
¿Recuerda la mujer de nuestro ejemplo inicial? ¿Los motivos de las inconsistencias en su memoria con respecto a lo que había acontecido?
Durante el trauma, el cuerpo libera hormonas; entre ellas cortisol y adrenalina. Estas afectan la memoria directamente, pero de modo muy diferente: la adrenalina mejora la función de la amígdala —parte fundamental del cerebro para establecer la memoria emocional—, pero el cortisol inhibe la función del hipocampo, reduciendo la capacidad cerebral para organizar y codificar los recuerdos. También se liberan endorfinas, las cuales funcionan a manera de opiáceos para ayudar a mitigar el dolor físico y emocional, mientras que las catecolaminas interfieren con el pensamiento racional.
Los resultados de este vertedero hormonal pueden quedar físicamente impresos en el cerebro mucho tiempo después de haber ocurrido los acontecimientos traumáticos. Esto afecta en particular tres redes cerebrales importantes: la red predeterminada (que nos ayuda a procesar los recuerdos, los pensamientos acerca del futuro, lo que sentimos en nuestro interior, etc.), la red saliente (que nos dice a qué necesitamos prestar atención mayormente en nuestro entorno) y la red ejecutiva central (que nos ayuda a planear, pensar, concentrarnos y solucionar problemas).
Es probable que, tras haber estado expuestas a semejante sopa hormonal, las víctimas de trauma muestren exteriormente señales que resultan desconcertantes a observadores con nociones preconcebidas sobre el trauma. Por ejemplo, gracias al efecto adormecedor de las endorfinas, puede que las víctimas no parezcan disgustadas emocionalmente. Puede que además tengan dificultad para recordar los acontecimientos y relacionarlos en orden. Quizás algunas de las acciones que describen parezcan ilógicas debido al efecto de las catecolaminas. De hecho, si entra en juego el bloqueo de respuesta y se vuelven inmóviles (una reacción común y a menudo incontrolable), algún observador podría llegar a la conclusión errónea de que la sobreviviente fue una compañera pasiva o incluso consensual durante el acontecimiento en cuestión. Más aún, puede que la víctima de trauma muestre confusión con respecto a detalles menos cruciales del acontecimiento, aunque hechos importantes —como por ejemplo, la identidad de figuras centrales— quedarán bien impresos.
Validan esto décadas de investigación observando víctimas de traumas de todo tipo. No obstante, a menudo —tal como les sucede a tantos— los agentes de policía no se dan cuenta de estas reacciones comunes a los traumas. A raíz de ello, hombres y mujeres que han sido atacados sexualmente, por ejemplo, —y que se han animado a darse a conocer— han vuelto a ser traumatizados al ser escudriñados e interrogados por las autoridades, o cuando sus historias se convirtieron en comidilla de los medios de comunicación. Esto sirve como factor disuasivo para otras víctimas de asalto, que probablemente estarán mucho menos dispuestas a denunciar su propia experiencia demasiado pronto. Y por supuesto, cuanto más uno guarda un secreto, más difícil puede resultar compartirlo.
En consecuencia, a menudo las reacciones características de los sobrevivientes de traumas se convierten en las razones mismas por las cuales la gente no cree sus historias. Aunque la reacción cerebral ante el trauma sigue patrones predecibles, los diferentes niveles de resiliencia pueden ocultar este hecho. Ese es el motivo por el cual aunque dos personas experimenten el mismo trauma puede que tengan capacidades totalmente distintas para enfrentarlo.
Afortunadamente, las víctimas de trauma pueden reconfigurar su cerebro para obtener mayor resiliencia. No obstante, para que esto suceda, cada uno de nosotros debe elegir a conciencia reconfigurar su propio cerebro para proceder con más compasión. Comprender cómo el trauma afecta a quien lo padece nos acerca más a este objetivo.