Supere su ego
¿Se pregunta habitualmente qué efecto tienen sus palabras y acciones en quienes le rodean? Las relaciones sanas requieren que haga precisamente eso.
Todos hemos visto el egocentrismo en acción: la pareja que en el aeropuerto se para con sus maletas en el medio de una acera móvil, sin reparar en que los que vienen detrás de ellos podrían necesitar pasar. El conductor que toca y toca la bocina porque, cuando la luz ya se ha puesto verde, alguien frente a él permanece parado para permitir que un transeúnte acabe de cruzar. El político que se atribuye todos los éxitos aparentes y culpa al oponente de todos los fracasos.
No solo hemos visto situaciones como estas, casi por seguro también hemos sido a veces la parte transgresora. Caer en las trampas egocéntricas o lo que algunos investigadores llaman «sesgos de egocentrismo», es una tendencia universal. Nos guste o no, todos somos un poco egocéntricos, simplemente por el hecho de ser humanos. Puede incluso parecer como si la sociedad de hoy fomentara el egocentrismo o al menos nos disuadiera de tomar medidas para contrarrestar esta tracción automática. ¿Cómo podemos ir más allá de nuestro yo para considerar no solo las necesidades de los demás, sino los efectos de nuestras acciones en su bienestar? ¿Por qué es tan difícil dejar de lado nuestra perspectiva lo suficiente para ver el mundo a través de los ojos de alguien más?
Demasiado humanos
Somos, automáticamente, el centro de nuestro mundo. Durante nuestra infancia, no solo somos incapaces de ponernos en los zapatos de otro, sino que ni nos damos cuenta si alguien tiene zapatos, mucho menos si tiene sentimientos, puntos de vista o experiencias que difieren de las nuestras.
Con todo, a medida que crecemos, por lo general elaboramos lo que se conoce como «teoría de la mente», la habilidad de atribuir estados mentales a otros más allá del yo. Para cuando somos adultos, siempre y cuando hayamos tenido cuidadores diligentes y los recursos psicológicos necesarios, deberíamos ser bastante buenos en lo que respecta a imaginar el mundo a través de los ojos ajenos cuando nos recordamos hacerlo.
El reto es que tenemos que recordárnoslo conscientemente: sin importar cuán exitosa fuera nuestra transición del egocentrismo normal de la niñez al de la variedad adulta, el cerebro humano nunca supera su susceptibilidad a los sesgos egocéntricos que operan fuera de nuestra percepción consciente. Puede que se trate de una tendencia a pasar por alto la evidencia y la información que no respaldan nuestras ideas. O, tal vez, la tendencia a pasar por alto las complejidades en pro de nociones simplistas que nos permitan arribar a decisiones o juicios rápidos y fáciles. También tendemos a evaluar nuestras propias características y habilidades de manera egocéntrica. Y la justicia propia no es meramente una trampa potencial para los fanáticos religiosos; la gente en general tiende a verse como menos propensa o dispuesta que otros a actuar inmoralmente y a evaluar sus propias destrezas de liderazgo más generosamente.
«Justicia egocéntrica: tendencia natural a sentirnos superiores a la luz de nuestra confianza de que estamos en posesión de la verdad».
Estos sesgos o predisposiciones operan en el fondo, incluso cuando (o tal vez especialmente cuando) estamos plenamente convencidos de que tenemos en mente los mejores intereses de la otra persona. Aun cuando fuera una frase estupenda para una canción de amor o una de cuna, nadie puede, realmente, ser nuestro «todo» de la misma manera en que nosotros lo somos. No importa cuánto podamos amar a alguien o cuán abnegados creamos que podemos ser, no es tarea fácil intuir las vivencias de otros y anticipar y responder a la perfección a sus sentimientos, creencia y reacciones. Con todo, aprender esta destreza lo mejor que podamos es la clave para prevenir y sanar conflictos y entablar relaciones sanas. Esta a veces llamada «toma de perspectiva», requiere empatía y, a menudo, no poca imaginación.
Quienes llegan a la adultez sin esta destreza exhiben una aparente falta de concienciación o de interés con respecto a los demás y a sus necesidades, y a cómo y cuánto afecta a los demás lo que ellos hacen. Podríamos llamar a esto postura o modo de pensar «egocéntrico».
¿Egocentrismo o narcisismo?
A menudo se confunde el egocentrismo con el narcisismo, pero aunque ambos estados se superponen, son distintos. El narcisismo entraña amor propio y admiración, la sensación de ser especial y merecer derechos o beneficios especiales. El egocentrismo es la tendencia a confundir la realidad propia con la de los demás. En otras palabras, el egocéntrico supone que su perspectiva toma en cuenta toda la información pertinente. Se puede ser narcisista sin ser más egocéntrico que cualquier otra persona; puede uno ver el punto de vista de los demás, pero no importarle en lo más mínimo. Su propio punto de vista es más importante. Uno puede ser egocéntrico sin ser narcisista. Tal vez uno se interesa por los demás sinceramente, pero cree que su punto de vista con respecto a qué es lo mejor para ellos es más importante que el de ellos; esto así en el poco probable caso de que haya considerado que las necesidades y los deseos de ellos pudieran diferir de las suyas.
Narcisismo
El nombre de la condición social popularmente conocida como narcisismo proviene de la mitología griega. Según una versión del relato, Narciso era hijo de Cefiso —el dios mitológico del río— y la náyade Liriope; y su belleza causaba que todas las doncellas que lo veían se enamoraran de él. Narciso, sin embargo, rechazaba a todas sus admiradoras.
Entre quienes se habían enamorado de él se encontraba una ninfa llamada Eco, la cual en su angustia por el rechazo de Narciso, se refugió en un lugar apartado donde se fue desvaneciendo hasta que todo lo que lo que quedó de ella fue un suspiro.
Según este relato, los dioses griegos oyeron las plegarias de la joven clamando por venganza, por lo cual hicieron que Narciso se enamorara de su propio reflejo en un charco de agua. Embelesado ante la vista de sí mismo, él ya no pudo apartarse de la orilla del charco. Mientras sin cesar contemplaba su imagen en el agua, también se desvaneció y murió.
El término narcisista suele usarse para referirse a quien se entrega a la egolatría o es —de alguna manera— excesivamente ensimismado.
Las predisposiciones egocéntricas no son favorables, ni siquiera para sus poseedores. Por ejemplo, suponer que las acciones y conductas de alguien están negativamente centradas en nosotros (cuando, de hecho, no estamos para nada en el radar de esa persona) puede resultar en depresión, ansiedad, baja autoestima y muchos otros problemas de salud mental.
Por otro lado, suponer que los demás tienen un mejor concepto de nosotros que el que en realidad tienen puede ponernos en riesgo de caer en narcisismo, aun cuando parezca protegernos de la depresión y la ansiedad. Un grupo de investigadores notó esto en un estudio llevado a cabo en 1988. Hallaron que mucha gente no deprimida tiende a elaborar autoevaluaciones positivas no realistas y creen que tienen más control de sus vidas que el que en realidad tienen. Este «brillo ilusorio» a menudo no está presente en quienes se encuentran deprimidos, quienes tal vez subestiman su grado de control y se evalúan negativamente. Al principio, esto parece ser buenas noticias. Hay quienes piensan que quizás todos deberíamos adoptar nuestras ilusiones egoístas en aras de vencer la depresión. Pero con el tiempo, otros investigadores hallaron que las predisposiciones ilusorias hacia uno u otro lado de la realidad no nos favorecen en lo más mínimo. Estamos más sanos psicológicamente cuando nuestros puntos de vista coinciden en la mayor medida posible con la realidad.
Puede que parezca irónico comenzar por observar cómo nosotros podemos beneficiarnos al luchar contra nuestras propias tendencias egocéntricas, pero tenemos que empezar en algún lado. Como seres sociales, dependemos de nuestra conexión social para mantener y sostener la salud mental y la longevidad. Y no podemos tener éxito en la conexión social si habitualmente no tomamos en cuenta las perspectivas de quienes nos rodean. De hecho, este es un aspecto clave de la inteligencia emocional que contribuye al éxito en casa, en el aula y en el lugar de trabajo.
Pasar del ser personal al del otro
A causa de la vasta popularidad de sus libros sobre inteligencia social y emocional, el psicólogo Daniel Goleman es bien conocido por señalar la importancia de la conciencia de uno mismo y de los demás en nuestras emociones y relaciones. Su interés en el tema surgió en 1990 tras leer un artículo de los psicólogos John Mayer y Peter Salovey en el que se establecía la inteligencia emocional como cualidad humana mensurable.
Desde entonces este término ha cobrado vida propia. En la cultura popular, a menudo se lo confunde con simple empatía, pero la definición de inteligencia emocional que Mayer y Salovey proponen es más compleja que la versión popular. Incluye «la habilidad de percibir y expresar emoción, asimilar la emoción en el pensamiento, entender y razonar con emoción, y regular la emoción en el propio ser y en los demás».
La empatía es, ciertamente, un requisito de la inteligencia emocional, pero también lo es la habilidad de regular nuestros pensamientos y conducta a fin de causar un efecto positivo en nuestras propias vidas y en nuestras relaciones con los demás. En su libro The 3 Dimensions of Emotions, publicado en 2016, el psicólogo Sam Alibrando se refiere a estas cualidades con los términos poder, corazón y atención plena.
Otros autores los han identificado con términos diferentes pero más familiares. Por ejemplo —señala—, los fisiólogos se refieren a tres respuestas emocionales al conflicto y el temor con los términos «lucha, escape y bloqueo y apaciguamiento». La psicoanalista Karen Horney los describe como movimiento contra (lucha), alejamiento (escape) y movimiento hacia (bloqueo/apaciguamiento).
Con todo, puede que estas dinámicas se hayan reconocido mucho tiempo antes. Alibrando sugiere que Pablo de Tarso se refería a fuerzas similares en términos de poder, amor y buen juicio. Para Pablo, apóstol del primer siglo de la era cristiana, estos son aspectos de la obra del Espíritu Santo en la mente humana y proporcionan el antídoto a la reacción de temor.
«Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio».
En el modelo de Alibrando, cada uno de estos tres modos de reaccionar puede tener una carga positiva o negativa, pero para reflejar inteligencia emocional, se necesita que los tres estén en equilibrio y se ejerzan de modo positivo. Todos podemos detectar modos negativos de ejercer poder (dominación, arrogancia, violencia); pero, ¿puede el amor expresarse negativamente? Para averiguarlo, tal vez ayude el pensar en ello como «falta de límites emocionales» (dependencia emocional, agresión pasiva, manipulación emocional, falsa humildad, permisividad y codependencia). La forma negativa de la atención plena incluiría ser desapegado, distante, desdeñoso, desconectado, aislado. Es fácil ver cómo cada una de estas características negativas puede ocurrir a manera de respuesta visceral a algún tipo de miedo.
Con estas consideraciones en mente, resulta claro que Pablo habría hablado teniendo en cuenta la carga positiva de cada dimensión. Por ejemplo, el uso del poder divino para ayudar en lugar de para controlar a otros; el tipo de amor que se basa en un sano interés y respeto para con los demás, en vez de basarse en lo que uno puede obtener de una relación; y el buen juicio que evalúa una situación con verdad, sabiduría y autodominio, todo en un contexto que refleja una correcta conciencia de uno mismo y de los demás, en vez del replegarse a rumiar sobre supuestos desaires.
En vista de ello, según Pablo, el antídoto espiritual para el temor parecería ser también el antídoto para el egocentrismo. En la medida en que nos es posible ejercer el poder de manera positiva, expresando extrovertidamente amor e interés por los demás, arraigados en la sabiduría divina y con atenta conciencia de las necesidades reales de los demás, así como de nuestras propias motivaciones, reducimos nuestra tendencia a caer presa de nuestras predisposiciones egocéntricas naturales.
Quienes logran controlar y equilibrar estas respuestas emocionales son buenos no solo en cuanto a la toma de perspectiva —al captar y comprender las emociones de los demás— sino también en lo que respecta al control de sus propias emociones y conductas a la luz de este conocimiento. En otras palabras, se vuelven lo suficientemente autoconscientes para reconocer sus propios sentimientos de modo que pueden reconocer los mismos sentimientos y perspectivas en los demás; pero a la vez se vuelven lo suficientemente «conscientes de los demás» para darse cuenta de que los sentimientos y perspectivas ajenos pudieran diferir de los propios. Pueden entonces pensar de manera crítica sobre cómo ajustar su respuesta adecuadamente.
Relacionarse con el debido tipo de poder, amor y buen juicio significa más que simplemente tratar de leer las expresiones o el lenguaje corporal de los demás o hacer deducciones en base a la conducta ajena. Quienes logran ser mejores en su toma de perspectiva intentarán activamente conseguir información sobre la experiencia del otro, ya por andar en sus zapatos una empática milla extra, ya —sencillamente— por preguntarle a la persona en cuestión.
No es de extrañar que podamos beneficiarnos grandemente cuando comprendemos por qué los demás se sienten y conducen como lo hacen. Comenzamos a sentir más compasión por ellos, como también por otros en situaciones similares. Nos volvemos más dispuestos a compartir sus gozos y tristezas, y a apoyarlos tanto material como socialmente. Lo que puede que no se espere es que el efecto sea recíproco. Cuando los demás perciben que nos hemos tomado el trabajo de tratar de comprenderlos, su compasión y afinidad para con nosotros también mejora, y las barreras a la conexión emocional comienzan a desmoronarse; nuestras respectivas predisposiciones egocéntricas se reducen.
Como resultado directo de ello, es menos probable que experimentemos conflicto, pero si nos toca hacerlo, casi por seguro lo resolveremos y avanzaremos hacia una comprensión mutua más profunda y una relación más fuerte.
¿Cómo se vería esto en alguna de las hipotéticas escenas descritas a comienzos de este artículo? Tomemos, por ejemplo, la pareja ubicada en el medio de la acera móvil. Mediante la toma de conciencia de ellos mismos, se darían cuenta de que están ocupando todo el ancho de la acera móvil, sin dejar espacio para que otros pasen. Por otro lado, el tomar conciencia de los demás les permitiría darse cuenta de que, mientras que puede que ellos tengan tiempo más que suficiente para acceder a su vuelo, también es posible que otros necesiten pasar deprisa para no perder el de ellos. El amor, la empatía o el sano interés en los demás los motivaría a moverse y a mover su equipaje a un costado de la acera móvil.
Para vencer el egocentrismo se requiere que intervengan las tres dinámicas. El poder y la toma de conciencia sin genuino interés por los demás se manifiestan esencialmente como narcisismo. De manera similar, puede que nos interese ayudar a alguien y que incluso ejerzamos nuestro poder para intervenir a su favor, pero sin tomar conciencia de las necesidades reales de esa persona, nuestro intento de altruismo pudiera lastimar más que ayudar. O puede que habiendo tomado conciencia de las necesidades ajenas e interés en ellas, fallemos en cuanto a ejercer nuestro poder para responder, en cuyo caso nuestras buenas intenciones son inútiles.
Por otro lado, cuando en nuestras interacciones actuamos de manera sinérgica —ejerciendo el poder apropiado, el amor y el buen juicio— nos proyectamos por encima de nuestro ego. El egocentrismo pasa a segundo plano, de modo que podemos abordar nuestras relaciones con una forma especial de sabiduría. Sea que se la llame inteligencia emocional o de otra manera, es una cualidad que probablemente nunca haya sido más rara; de hecho, tal como Pablo enseñara, en su forma más pura es un don divino. Cómo comenzar el proceso de adquirir ese don es la esencia de las enseñanzas de Pablo acerca del verdadero cambio.