Velocidad de escape
La tecnología nos da acceso al universo, mientras al mismo tiempo crea riesgos a la continuidad de nuestra existencia. ¿Será que la mejor esperanza de supervivencia a largo plazo de la humanidad se reduce a… abandonar la Tierra?
Las amenazas existenciales parecen estar al acecho en cada esquina. Dondequiera que uno mira, encuentra un motivo más para preocuparse, una razón más para temer.
¿Estamos condenados?
Si en algo somos parecidos a otras formas de vida, lo cual es probable que lo somos. Se estima que el 99,9% de todas las especies que alguna vez poblaron nuestro planeta se enfrentaron a su propia prueba existencial, fracasaron y desaparecieron; algunos, en los registros de fósiles. Cuando consideramos que —según se calcula— hoy por hoy casi nueve millones de especies comparten el planeta con nosotros (completando ese 0,1% restante), la pérdida resulta abrumadora.
Sin embargo nosotros aún estamos aquí. ¡Uf!
No obstante, la pregunta del momento es ¿por cuánto tiempo? ¿Y cómo podemos alargar, en vez de acortar, ese tiempo?
¿Está cerca el fin?
La mayoría de los seres vivos presentan límites a sus tolerancias ambientales. La Tierra ha existido desde hace mucho tiempo y ha sufrido muchos cambios, ciclos, fluctuaciones y ultrajes. Ya sea golpeada por asteroides, o arruinada por súper volcanes, la Tierra permanece. Las rocas y el agua son casi indestructibles, pues los seres vivientes desaparecen cuando ocurren demasiados cambios. Al final, no importa realmente si el cambio fatal fue autoinfligido (consumió toda la comida) o simplemente circunstancial (si el pH cambió demasiado).
Existe una creciente preocupación con respecto a ambos tipos de riesgos para nuestra supervivencia. En los últimos milenios, y particularmente en los doscientos años más recientes, nos hemos convertido en los mayores creadores y manipuladores de cambios en nuestro planeta. En general, hemos mejorado nuestra supervivencia; pero ahora, como el mundo natural ha dado paso a nuestro mundo actual, el Antropoceno, nos preguntamos acerca de su impacto en la supervivencia a largo plazo.
Al mismo tiempo, también ha aumentado nuestro conocimiento sobre los peligros de la vida en un planeta pequeño… en un inmenso universo. Hay riesgos que no podemos controlar: pulsos de radiación cósmica o el paso de otras estrellas, por ejemplo. Se prevé que dentro de un millón de años, la estrella Gliese 710 hará un acercamiento por el borde externo de nuestro sistema solar. Su gravedad lanzará a nuevas órbitas asteroides distantes, lo cual podría traerlos en un curso de colisión con la Tierra.
Para ese entonces, ¿importará? ¿Ya nos habremos autodestruído? ¿O habremos seguido avanzando?
Una mente para la eternidad
Nuestro dilema consiste en combinar conocimientos especializados científicos y tecnológicos de manera que hagan progresar nuestra especie sin desencadenar la autodestrucción. Como lo señalara el rey Salomón, hace tres mil años, se nos ha dotado de un «sentido de eternidad», (Eclesiastés 3:11). Con la intención de seguir adelante; entonces, ¿qué tendremos que hacer?
El científico espacial ruso Konstantin Tsiolkovsky (1857–1935) expresó una idea notablemente presciente: «Ahora, los hombres son débiles, pero están transformando la superficie del planeta. En millones de años su poder aumentará al ritmo en el que cambiarán la Tierra, sus océanos, su atmósfera y hasta ellos mismos».
La parte fácil de la profecía de Tsiolkovsky ha sido cambiar el medioambiente de la Tierra. Su superficie es muy maleable. Pero cambiarnos a nosotros mismos —alterar la forma en que pensamos y lo que nos motiva— es terreno mucho más difícil de romper y reconfigurar. El corazón del hombre puede buscar la eternidad, pero lleva consigo un núcleo rígido de deseos egoístas; como los pernos de la plataforma de lanzamiento, estos nos anclan, nunca nos permiten movernos a donde realmente preferiríamos estar.
Hollywood sabe muy bien cómo ilustrar este error fatal. En varias películas espaciales de ciencia ficción, la continua y demasiado humana dinámica entre el triunfo colectivo y el poder individual y el ego constituye la esencia del argumento. El film Interestelar (Interstellar, 2014), por ejemplo, se refiere al esfuerzo colectivo para mudar la humanidad de una Tierra agonizante a un nuevo planeta. La crisis surge cuando un astronauta reniega de su compromiso para con la misión. Su traición genera un caos que deriva en pérdidas trágicas, destrucción y angustia.
El eslogan para el film Atmósfera Cero (1981) resume el persistente problema: «El peor enemigo del hombre es el propio hombre».
Programas de la pantalla chica como Perdidos en el Espacio y La Expansión son interesantes y convincentes porque tratan y examinan las luchas y preguntas internas que todos compartimos: ¿Qué me movió a hacer eso? ¿Por qué no elijo la cooperación en lugar de la competición? ¿Por qué no acepto perder en vez de hacer trampa para ganar? Cuando en La Expansión, los colonos pioneros del espacio consideran la guerra inminente, uno reflexiona sobre el ingrediente que falta: «Lo logramos hasta aquí —tan lejos adentrados en la obscuridad—, ¿por qué no pudimos haber traído más luz?»
«El verdadero problema con tu colonia [en Alfa Centauri] es la gente. Viaja a través de millones de millas de espacio y todos piensan que va a ser muy diferente. Lo que sea que piense la gente que se está escapando de la Tierra, simplemente lo están llevando con ellos».
Imaginando un futuro mejor
Como imaginó el futuro, Tsiolkovsky creó una historia que nos llevaría a un salto adelante. Tanto en actitud como en capacidad científica, previó una progresión positiva que podría ser casi infinita, expandiéndose hacia las estrellas: «[Los humanos] controlarán el clima y el Sistema Solar tal como controlan la Tierra. Estos viajarán más allá de los límites de nuestro sistema planetario; llegarán a otros soles y usarán su nueva energía en lugar de la de su luminaria moribunda».
Todo es bizarramente similar a otra declaración bíblica, procedente del padre de Salomón, el rey David: «Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies» (Salmo 8:6).
En su obra de ciencia ficción Más allá del planeta Tierra (1920), Konstantin Tsiolkovsky exponía su visión acerca del potencial interestelar de la humanidad. No es muy distinta de la manera en que la escritora ruso-estadounidense Ayn Rand usara sus novelas para materializar y justificar su propia concepción del mundo. De hecho, La rebelión de Atlas, de Ayn Rand (1957), tiene pronunciados paralelismos con la historia de Tsiolkovsky. Ambos siguen a un selecto grupo de científicos y empresarios que viven en enclaves aislados; el de Tsiolkovsky, en un castillo en el Himalaya, el de Rand en lo que ella llama Galt’s Gulch (el barranco de Galt) en Colorado.
Los personajes de Tsiolkovsky inventan una nave espacial, construyen y ponen en marcha invernaderos espaciales, y viajan a través del sistema solar. No obstante, a diferencia del relato de Rand, donde la clase inventora construye y se refugia en su propia comunidad cerrada, los protagonistas de Tsiolkovsky comparten sus invenciones con un mundo eufórico.
Este es un contraste interesante que ilumina el tipo de cambio motivacional que él sabía que era necesario. Mientras que la idea de Rand de un mundo mejor era de uno donde prevalecieran las motivaciones egocéntricas y basadas en el yo, Tsiolkovsky imaginaba un futuro de servicio y dadivosidad, donde los inventores compartieran con todos en beneficio de una comunidad global. Semejante cambio en la motivación sería, de hecho, una luz para guiarnos hacia delante.
El período previsto por Más allá del planeta Tierra era de noventa y siete años después, o sea, para 2017. Él imaginaba que para entonces habría desaparecido la barrera del idioma. Juntamente con el lenguaje cultural de cada persona, predecía que cada uno hablaría un lenguaje universal inspirando unidad en un mundo de diversidad. Con respecto a las nuevas invenciones y actividades y exploraciones espaciales, él señaló que «las noticias sobre acontecimientos mundiales circulaban sin impedimentos». Como el proyecto espacial crecía y el mundo participaba en construcciones y viajes, «la gente se emocionaba tanto como si se les hubiera anunciado el inminente fin del mundo; pero su emoción era de gozo; ¡qué perspectivas se habían abierto para la humanidad!»
¿Qué acerca de nosotros? ¿Dónde estamos nosotros en este viaje como civilización global? ¿Será este nuestro futuro? ¿O nuestra comprensión de las condiciones mundiales es demasiado poca y está llegando demasiado tarde? ¿Estamos siquiera buscando respuestas en el lugar correcto?
¿Existencial?
«Riesgo existencial es aquel en el que la humanidad toda está en peligro», escribió el filósofo de Oxford Nick Bostrom cuando por primera vez abordó el tema en 2002. «Las catástrofes existenciales conllevan consecuencias adversas de consideración para el curso de la civilización humana en el futuro».
La pericia de Bostrom está en los riesgos de la inteligencia artificial (IA) y su posible lado negativo. En un estudio publicado en 2018, él sugería un nuevo término, mundo vulnerable, y aducía la posibilidad de que lo que él llama «totalitarismo llave en mano» sea la única manera de gobernar y estabilizar las amenazas, incluso las que aún no llegan a ser de especies en extinción. Una fuerte red de vigilancia constituye el eje de su plan. Pero son muchos los factores y agentes que es necesario observar y hasta ahora el seguimiento es difícil, por decir lo menos.
«En la práctica, el problema del control —el problema de cómo controlar lo que la súper inteligencia haría— parece bastante difícil. También parece como que solo tendremos una oportunidad».
Desafortunadamente, la lista de vulnerabilidades está aumentando, es como una metástasis en progreso. La breve lista actual abarca riesgos mortales tales como invasiones extraterrestres; que la IA se desboque; el impacto de un asteroide o de un cometa perdido; bioterrorismo y pandemias naturales; cambio climático y colapso agrario; estallidos de rayos cósmicos y rayos gamma destructores del ADN; ecofagia global (robots descontrolados, de tamaño nanométrico, masticándolo todo hasta convertirlo en un mejunje gris); guerras nucleares y convencionales; ataques terroristas; supernovas; súper volcanes; fenómenos físicos (si un súper acelerador de partículas de alta energía crea un agujero negro, ¡ahí vamos de caída!).
Algunas de estas cosas son, a lo sumo, de ciencia ficción, y de hecho han sido o están siendo exploradas a través de la literatura y películas imaginativas, como ya se ha indicado. Otras están esencialmente fuera de nuestro control. Pero todas son piezas importantes en el rompecabezas de la sustentabilidad.
Es por eso que, tal como señalara Phil Torres en The End: What Science and Religion Tell Us About the Apocalypse (El fin: Lo que la ciencia y la religión nos dicen sobre el Apocalipsis), la concienciación es importante. Estas posibles catástrofes «son completamente únicas entre todos los demás tipos de riesgo». Él hace hincapié en que estas amenazas son «acontecimientos históricamente singulares para una especie determinada… De materializarse siquiera un solo riesgo existencial, se acabaría el juego y habríamos perdido».
Tecnología de dos caras
Torres formula nuestro dilema como las dos caras de la tecnología. «La mayoría o tal vez todas las tecnologías de vanguardia son intrínsecamente de doble uso —señala—. Esto significa que los mismos artefactos, técnicas, teorías, investigación, información, conocimiento y demás se pueden utilizar tanto para fines moralmente buenos como moralmente malos». En otras palabras, hay un posible uso y abuso de todo lo que hacemos e inventamos.
El dilema de la tecnología como espada de dos filos no es nuevo. En un ensayo titulado Interplanetary Man? (¿Hombre interplanetario?), publicado en 1948, el filósofo y escritor de ciencia ficción Olaf Stapledon señalaba que «es una obviedad que el hombre ha ganado poder sin sabiduría».
«Esta posibilidad de ofrecer todas las oportunidades a todos los hombres ya no es meramente un sueño utópico… Nada ahora se interpone en el camino, sino la ignorancia, la estupidez y la mala voluntad de los hombres».
Desde su posición estratégica —justo tras la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial—, Stapledon advirtió que tendríamos que escoger la clase de futuro queremos: en un lado del espectro, la autodestrucción o la supresión totalitaria de la libertad humana o, en el esperanzado aunque condicional extremo opuesto, la reconstrucción de «un nuevo tipo de mundo humano en el cual la lámpara de Aladino de la ciencia se usara sabiamente, en vez de dejarla abandonada a merced de esa mezcla de estupidez corta de miras y flagrante codicia que hasta ahora han desempeñado un papel tan trágico en la aplicación de la ciencia».
La última opción parece bastante obvia, sin embargo, han pasado siete décadas y no hemos llegado a una decisión. ¿Seguimos aquí por sabiduría o… por pura casualidad?
De cualquier forma, el reloj sigue avanzando hacia un día del juicio. La hipótesis de Bostrom acerca del mundo vulnerable parece haber dado en el clavo, y según Torres, se está volviendo cada vez más fácil pasar del lado de los usos sabios y constructivos de la tecnología al lado destructivo y abusivo; la destrucción por parte de aficionados no es tan difícil como alguna vez lo fue.
Según Torres, «La capacidad intelectual necesaria para usar ciertas tecnologías a fin de modificar radicalmente el mundo está decreciendo rápidamente. Hoy por hoy, no se necesita ser un “genio del mal” para ocasionar catástrofes a gran escala… Esto es preocupante porque hay mucha gente en el mundo que alberga un deseo de muerte para nuestra especie, que fantasea acerca del colapso de la civilización».
Puede que tome una aldea, pero tal como Martin Rees gusta decir: «la aldea global tendrá a sus tontos del pueblo».
La propensión humana es el optar por la senda del abuso; en el fondo, ese es el meollo del asunto. Rees —astrónomo real y, en Cambridge, cofundador del Centro para el Estudio del Riesgo Existencial— advierte: «Parece no haber impedimento científico para lograr un mundo sostenible y seguro. Podemos ser optimistas tecnológicos». En efecto, «enfrentar las amenazas a nivel mundial requiere más tecnología, pero guiada por las ciencias sociales y la ética. Con todo —agrega—, las inextricables geopolítica y sociología (la brecha entre las potencialidades y lo que realmente sucede) engendran pesimismo».
«Necesitamos pensar globalmente, pensar racionalmente y pensar a largo plazo, facultados por la tecnología del siglo XXI, pero guiados por valores que la ciencia sola no puede proveer».
Las cosas van mejorando
La tendencia que Rees, Torres y Bostrom reconocen es la necesidad de controlar cómo se abusa de la tecnología, de manera deliberada o accidental. La tecnología no va a desaparecer. Nosotros inventamos; no «desinventamos». No hacemos campanas para que no suenen. Para Tsiolkovsky —como también para muchos de sus contemporáneos y muchos de nosotros hoy—, hay un gran entusiasmo ante la posibilidad de viajar por el espacio. La tecnología nos ofrece acceso a mundos más allá de la Tierra, sea que se trate de otros planetas o de asentamientos espaciales de flotación libre. Este es el uso que creemos que nos liberaría. Pero, tal como están las cosas con la naturaleza humana, semejante libertad acarrearía riesgos.
Este fue el giro irónico que Stanley Kubrick insertó en su obra 2001: Odisea del espacio. Sputnik nos abrió el camino al espacio, pero enseguida, los misiles Atlas proveyeron el modo de lanzar bombas nucleares al otro lado del mundo. La Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus siglas en inglés) garantizó un impasse. En el film de Kubrick titulado Discovery, una nave espacial viaja «más allá del infinito». A través de la odisea del astronauta Bowman, la humanidad descubre su destino en las estrellas. Pero mientras tanto, de regreso a casa, armas emplazadas en el espacio orbitan en patrulla, proyectando poder geopolítico en todo el mundo; no muy diferente, realmente, que antes en la historia, cuando el hombre mono proyectaba su poder en toda la charca agitando un hueso a manera de arma disuasoria.
Según parece, tal como en el film de Kubrick el hueso/arma y la nave espacial/bomba están simbólicamente ligados, en la tecnología, el bien y el mal corren juntos. Sin embargo, el científico espacial de origen alemán Krafft Ehricke (1917–1984) creía que extender nuestra presencia saliendo del sistema solar serviría realmente a manera de válvula de seguridad. Él sugería que mudarse más allá de la Tierra satisfaría la necesidad de nuestra especie de crecer y expandirse, manteniendo a la vez nuestro planeta hogar a salvo de la explotación y del daño irreparable; la colonización del espacio nos salvaría de estropear nuestra propia cuna y de pelear entre nosotros acá abajo.
En su ensayo titulado Extraterrestrial Imperative (Imperativo extraterrestre), Ehricke argüía que necesitamos alimentar nuestra orientación perenne, nuestra atracción hacia el infinito: «El hombre parece estar encerrado en una reserva cósmica que, por toda su riqueza, amenaza con ser un edén exiguo para sus cantidades y aspiraciones futuras… La confianza en un futuro rebosante —tanto espiritual como materialmente— es la esencia de nuestra civilización tecno-científica y el mayor mensaje del hombre occidental a la humanidad».
Él insistía en que «debemos darle al hombre del mañana un mundo que sea más grande que un simple planeta».
Colonias espaciales
Pisándole los talones a Ehricke, el físico de Princeton Gerard O’Neill retomó el tema en Ciudades del Espacio: Colonias Humanas rn rl espacio [1976]).
En una presentación ante el Comité de Ciencia y Tecnología del Congreso Estadounidense en 1975, O’Neill había esbozado su plan: «Las ideas principales de una colonia en el espacio son la construcción de un recipiente a presión en el espacio, que contendría una atmósfera normal, y en cuyo interior todo funcionaría sustentado con energía solar… Los residentes de semejante colonia podrían utilizar la energía libremente —a un ritmo elevado y sin culpa—, por el hecho de estar usando una fuente que no se extrae del subsuelo».
Ciudades del Espacio es considerada una obra clásica en la que se describe cómo minar la luna para extraer materiales, y luego construir, vivir y hacer dinero en una «ciudad» satelital de flotación libre y de generación gravitacional —propulsada por energía solar—, orbitando entre la Tierra y la luna.
Puede que les sorprenda —dijo O’Neill al comité del Congreso— «que esté hablando en términos de ingeniería práctica, de cosas que podríamos hacer dentro de la tecnología de la década de los setenta».
Haciéndose eco de Ehricke, O’Neill también describió ante el Congreso cómo invertir en un programa de colonia espacial revitalizaría el sueño estadounidense de conquistar y rebasar fronteras: «Creo que desde el ventajoso punto de vista de varias décadas en el futuro, nuestros hijos considerarán que los beneficios más importantes de la colonización del espacio han sido no los materiales económicos, sino la apertura de nuevas opciones humanas, la posibilidad de un nuevo grado de libertad, no solo para el cuerpo humano, sino mucho más importante, para el espíritu y el sentido de aspiración humanos».
Pidiendo un deseo a una estrella
O’Neill no consiguió su financiación. Pero los soñadores espaciales de hoy son multibillonarios que no necesitan fondos públicos para alcanzar sus horizontes cósmicos. Entre ellos se encuentran Elon Musk, con SpaceX y sus cohetes Falcon, y Jeff Bezos, con Blue Origin y sus cohetes New Shepard y New Glenn; ambos empresarios se abocan a la concreción de misiones tripuladas, siendo su principal objetivo la creación de cohetes reutilizables. Esto haría los viajes espaciales más parecidos a los viajes aéreos de hoy. La posibilidad de volver a usar el equipo vez tras vez abarataría el costo, y con precios más bajos aumentaría la carga útil y, por ende, un mayor acceso.
Musk dice: «Uno quiere levantarse por la mañana y pensar que el futuro va a ser estupendo; y de eso se trata la civilización de los viajeros espaciales. Es sobre creer en el futuro y pensar que el futuro será mejor que el pasado. Y yo no puedo pensar en ninguna otra cosa más emocionante que salir y estar entre las estrellas». O’Neill y Ehricke habrían estado de acuerdo.
Recientemente, Bezos recibió el Premio en Memoria de Gerard K. O’Neill por Promoción de Ciudades del Espacio. En una entrevista llevada a cabo en mayo de 2018, él señaló que «Tendremos que dejar este planeta, y vamos a dejarlo, y eso va a mejorar este planeta».
Eso suena bastante al estilo de O’Neill. Bezos continuó: «El Professor O’Neill fue muy formativo para mí. Yo leí The High Frontier en mis días de escuela secundaria. Lo leí muchas veces, ya estaba preparado. En cuanto lo leí, me pareció lógico. Me resultó evidente que las superficies planetarias no serían el lugar apropiado para una civilización en vías de expansión dentro de nuestro sistema solar; sobre todo, simplemente porque no son tan grandes. Hay otro argumento que también me gusta aducir y es que es difícil llegar a ellas».
¿Descubriendo una Tierra?
Por el año 2001, el cosmólogo Stephen Hawking dijo: «No creo que la raza humana sobreviva los próximos mil años; a menos que nos propaguemos por el espacio. Demasiados accidentes pueden trastocar la vida en un único planeta. Pero yo soy optimista. Vamos a alcanzar las estrellas».
Hawking completó la idea en Brief Answers to the Big Questions (Respuestas breves a grandes preguntas), obra póstumamente publicada en 2018: «Se me citó por entonces como diciendo que temía que la raza humana no llegara a tener un futuro si no salimos hacia el espacio. Lo creía entonces y lo creo aún».
Él se mantuvo esperanzado, pensando que en un futuro cercano, a medida que más personas influyentes lograran ver realmente la Tierra desde órbitas bajas —por ejemplo, mediante los esfuerzos de Richard Branson en Virgin Galactic o del fallecido Paul Allen en Stratolaunch— nuestro sentido de interconexión y cuidado para con nuestro medioambiente terrestre prosperaría: «Es mi esperanza que los vuelos espaciales se vuelvan al alcance de mucho más de la población terrestre. Llevar más y más pasajeros al espacio proporcionará un nuevo sentido a nuestro lugar en la Tierra y a nuestras responsabilidades como gestores medioambientales».
Además de esto —y con respecto a nuestra visión en expansión—, Hawking señaló que esperaba que esta «nos ayude a reconocer nuestro lugar y futuro en el cosmos, que es donde creo que nuestro destino final se encuentra».
La iniciativa Breakthrough Starshot (de la cual él era miembro del Consejo juntamente con los empresarios Mark Zuckerberg y Yuri Milner) es solo una organización que está peinando los cielos en busca de un planeta habitable. En vez de enviar astronautas, su plan es crear embarcaciones automatizadas de tamaño nanométrico que se desplazarán sobre un rayo láser para sondear planetas situados más allá de nuestro sistema solar. La luz impulsaría al nanorobot a razón de una quinta parte de la velocidad de la luz, o sea que este alcanzaría Alfa Centauro (nuestra estrella próxima más cercana) dentro de veinte años.
¿Podría esto funcionar, realmente? Según Hawking, esto es tan solo un problema de ingeniería, «y los problemas de los ingenieros tienden, con el tiempo, a ser resueltos». De llegar a serlo, señalaba Hawking, «ese sería el momento en el que la cultura humana pasara a ser interestelar, cuando finalmente alcanzáramos la galaxia. Y si Breakthrough Starshot enviara imágenes de un planeta habitable orbitando nuestro vecino más cercano, podría ser de inmensa importancia para el futuro de la humanidad».
Y añadía: «Estamos en el umbral de una nueva era. La colonización humana de otros planetas ya no es asunto de ciencia ficción. Puede ser realidad científica».
Podría uno argüir sobre cuán cerca estamos realmente de ese umbral (¿o es un dintel?), pero ciertamente no hay fin para los caminos optimistas que uno puede imaginar. Ya las naves espaciales no tripuladas Voyager 1 y Voyager 2 han dejado atrás nuestro sistema solar, y la New Horizons avanza camino a su objetivo. En colaboración con varias agencias espaciales, tanto Musk como Bezos se han comprometido a elaborar cohetes portadores de carga pesada que podrán materializar esfuerzos aún mayores para alejarnos de la Tierra. Pero el solo lograr velocidad de escape para cargas útiles no bastará.
«No ofrezco utopías. El hombre cambia solo en escalas de tiempo de milenios, y dentro de sí tiene, siempre, tanto capacidad para el mal como para el bien».
El riesgo final es el escape
En 1926, Tsiolkovsky, el científico espacial ruso pionero, propuso un plan de dieciséis puntos para la exploración del espacio. Hasta la fecha, varios se han conseguido; entre ellos, la creación de un mero cohete sin alas con velocidad de escape para volar en la órbita terrestre, y el uso de trajes espaciales presurizados para actividades fuera de la nave espacial. Otros, como la colonización del cinturón asteroidal, no se han conseguido.
El más importante es el Punto N.o 14: «El logro de la perfección individual y social». Para alcanzar ese nivel de desarrollo espacial se requerirá un cambio del carácter humano. Sin ese cambio, según Tsiolkovsky entendía, nuestros esfuerzos abrirían un camino hacia nada que fuera nuevo o provechoso. Cualquiera que fuera el nuevo mundo que encontráramos no sería diferente que el antiguo del cual pensábamos haber ya escapado.
No basta con solo estar en el espacio. Si llevamos con nosotros nuestra misma naturaleza humana, apenas estaremos trasladando nuestros problemas a otro mundo. Nunca será «un nuevo cielo y una nueva tierra»; nuestro anhelo colectivo de no más lágrimas ni aflicciones nunca se cumplirá. Lo nuevo será, simplemente, lo viejo repetido, a menos que antes descubramos cómo transformarnos en nuevos hombres y nuevas mujeres. Más que estar en otro lugar físico —otro planeta u otra colonia espacial— necesitamos estar en otro lugar espiritual.
«Si las normas éticas del mundo y las leyes morales dejan de elevarse y acatarse a la par de los avances de nuestra revolución tecnológica, corremos el riesgo evidente de que todos pereceremos».
El científico espacial germano-estadounidense Wernher von Braun resumió el problema de manera más precisa: nosotros somos el mayor peligro existencial. Esto es lo que tendrá que cambiar si esperamos que el futuro, dondequiera que se encuentre, sea diferente del pasado: «En esta era de vuelos espaciales en la que usamos instrumentos de la ciencia moderna para avanzar a nuevas regiones de la actividad humana, la Biblia —esta grandiosa, conmovedora historia de la revelación y evolución graduales de la ley moral— sigue siendo en todo sentido un libro de actualidad. Nuestro conocimiento y uso de las leyes de la naturaleza que nos permiten viajar a la luna también nos permiten destruir nuestro planeta hogar con la bomba atómica. La ciencia en sí no aborda la cuestión de si deberíamos usar para bien o para mal el poder a nuestra disposición. Las directrices de lo que debemos hacer se presentan en la ley moral de Dios. Ya no basta con rogar que Dios esté con nosotros o de nuestro lado. Debemos aprender de nuevo a rogar que nosotros estemos del lado de Dios».